La cruz de Aldara
El sol cae tras un extenso bosque de encinas, más allá del Manzanares. Por los huecos de la celosía se cuelan los últimos rayos color arrebol, dibujando un incendio de luz en las paredes de la alcoba. Mientras, otro incendio se dibuja en las retinas del caballero. En sus últimos delirios de fiebre recuerda; recuerda el incendio de aquella aldea, el ruido de los cascos de los caballos contra las rocas, los golpes de las espadas contra su yelmo y sobre todo un beso; el último beso que le dio Aldara, su esposa, antes de partir hacia las Navas. Nunca pensó que al volver ella no estaría, que morirá junto a su hijo al dar a luz. Y como único recuerdo una pequeña cruz de plata. Una cruz que en ese momento cuelga de su cuello y que agarra con fuerza en su puño, el cual reposa sobre la espadaña carmesí de su hábito de la Orden de Santiago. Finalmente el puño se relaja, sin por ello soltar la pequeña cruz. Entre los labios del soldado se escapa el último aliento de su pecho.
***
El incendio se refleja en los ojos de Pablo Ramírez. Ante él arden en la hoguera brazos, piernas y torsos destrozados. Un hoguera cara, refinada; Villanueva, Berruguete, Salvador Carmona. Palos ardiendo, muñecos, que Pablo miraba con odio y ahora ve arder con indiferencia. Tras la hoguera uno de sus compañeros orina en el altar mayor. Otros cuantos embalan en cajas candelabros, cálices y patenas. Una parte irá a financiar la guerra, otra para los gastos de la checa, y la mayor parte se perderá por el camino. Una leve palmada en la espalda le saca del ensimismamiento que le produce el fuego.
—¡Pablo! ¡Mira lo que tengo! —exclama eufórico Eulogio agitando unos legajos en su mano—. La lista de los miembros de la cofradía de la Virgen de que no sé qué mierda. ¡Unos cuantos fachas más que van a visitar la tapia del cementerio!
Pablo sonríe y se abraza con Eulogio; está siendo un gran día para la revolución.
—Vamos a hacernos una foto con los despojos, para celebrarlo —le anima Eulogio.
Pablo se sitúa con varios compañeros a los lados y delante los “despojos”. Los cuerpos de algunos beatos o monjas que acaban de sacar de las tumbas, ¿para qué? Porque sí y punto. Se ajusta el chapiri de la FAI y sonríe mirando a cámara. Tras el posado el grupo se aleja a terminar de expoliar el templo. Pablo se retrasa unos segundos para encender un cigarrillo. Contempla con sorna el cadáver de su lado, un hábito blanco, con una cruz rara y descolorida en el pecho. Es sorprenderte lo bien que se conserva el cabrón —piensa— tiene toda la piel, está intacto, simplemente está seco como un limón viejo. Sonríe mientras mira el cuerpo de aquel beato meaplias con desprecio. Al hacerlo algo llama su atención; una cadenita cuelga de su cuello. Pablo se la arranca sin contemplaciones: una cruz. Seguro que es antigua. Probablemente pueda cambiarla en el rastro por un par de paquetes de tabaco y algo de aguardiente.
***
Pablo debería permanecer en la planta baja, con Tobías y Eulogio, dormitando para darle luego el relevo a los compañeros que montan guardia en la puerta. Pero está en el sótano, visitando el improvisado calabozo que han construido en el almacén de aquella vieja sastrería. Le gusta observar a los presos, asustarles un poco. Mira con curiosidad a través de la reja; hay siete personas. Dos jóvenes falangistas que se dedicaban a hacer paqueos están apoyados en la pared de la derecha, mirando con vacuidad el muro de la izquierda. A Pablo le gustaría saber qué piensan. Si son un poco listos saben que les espera una paliza o algo peor para hacerles cantar y luego un pelotón de fusilamiento. No les envidia, ninguno de los presos iba a tener suerte, pero esos dos hijos de puta lo iban a pasar muy mal.
Sentada en un pequeño jergón la viuda de un teniente muerto en Anual, envuelta en su toquilla negra, consuela maternalmente a dos jóvenes que no paran de sollozar. Dos novicias a las que, al juzgar por el hábito rasgado, probablemente habían violado esa misma tarde. En otro rincón un anciano acusado de monárquico y el dueño de unos ultramarinos, al parecer votantes de la CEDA, miran alrededor, asustados. Pablo también los mira; conoce al de los ultramarinos. Alguna vez le había fiado a su madre. Se encoge de hombros y enciende un cigarrillo. Esa gente le trae sin cuidado, les pegarían una paliza para sacarles algo de información y los fusilarían tuviesen o no algo que ver con el golpe de estado, se metieran o no en política. No iba a andarse con sentimentalismos. La revolución exige muertos. Hoy les tocaba a esos, mañana con suerte a los del PCE y los del POUM. Además, Pablo se siente bien. Siempre había sido nada, un chico obrero de familia obrera. Ahora, por una vez, es alguien: un miliciano. La gente le mira con miedo o admiración. Se siente poderoso, siente la fuerza que da un fusil y el placer de poder matar sin preocuparse de justicia o moral, sencillamente dejando salir años de rabia contra el mundo y el sistema. No iba permitir que sentimentalismos, remedos de una sociedad burguesa, le quitasen todo eso.
El reloj de la Puerta del Sol, en un pequeño espasmo mecánico, avanza su minutero. Las dos agujas se juntan enhiestas, firmes, como los brazos de los milicianos que puño en alto resguardan el Manzanares; son las doce en punto de la noche. Madrid duerme, temerosa de los obuses de los sublevados y de las pasadas de los Heinkel 45, asustada por lo registros y las sacas de los milicianos, angustiada por un hambre que no entiende de colores y que cabalga apocalíptica desde Tetuán a La Latina. Y en esa hora de magia y muerte algo cruje en los restos de la iglesia de San Luis; Los párpados apergaminados de la polvorienta momia de un caballero de Santiago se abren. Don Beltrán lleva lentamente su mano huesuda hasta su pecho, haciendo crepitar sus tendones. La cruz no está, la cruz de su amada Aldara ha sido robada. Siente ira, una ira como no ha sentido nunca. Han profanado su descanso, le han robado y humillado. Han hurtado el último recuerdo de su gran amor. La furia mueve sus huesos y calienta su cuerpo. Mira a alrededor y observa el templo destrozado, las tumbas profanadas. Su fe se inflama; ni los sarracenos de Miramamolín se hubieran atrevido a semejante blasfemia. Avanza de forma instintiva hacia los restos derribados de una pila de agua bendita. Queda algo de líquido que bebe con fruición y un atemorizado respeto. Nota como el agua se multiplica por mil, como hidrata sus órganos y rejuvenece su piel; como su cuerpo vuelve a su ser. Con los últimos restos de humedad de sus labios moja sus dedos y hace la señal de la cruz. Mirando al derribado sagrario se arrodilla y da gracias a Dios por haberle permitido la resurrección de su carne antes del día de Juicio. Como siempre ha hecho vengará su honor y las ofensas contra Dios.
Beltrán sale a la calle y respira hondo dejando que el aire fresco inunde sus pulmones. Mira cuanto le rodea. Aquello debe ser Madrid, ahí estaba dispuesto su entierro pero no reconoce lo que ve. Le parece un paisaje casi mágico. Altas casa de tres e incluso cuatro plantas, las calles adoquinadas a dos alturas y cada veinte pasos faroles iluminando la noche. Camina de frente, siguiendo una estrecha calle. Sabe dónde está su cruz, la siente, y va siguiendo su rastro girando a izquierda y derecha por aquel laberinto de callejuelas. Poco a poco reconoce la ciudad, no las casas, pero sí los requiebros de las calles y los rincones. Camina despacio por esa ciudad muda. Poco a poco avanza hasta llegar a una calle ancha, bien iluminada y desierta. Una calle con rayas pintadas en el suelo y edificios enormes y bellos que Beltrán contempla atónito. Dos carros sin caballos, una furgoneta de la Junta del Tesoro Nacional y su escolta policial, recorren las calles. Beltrán se sorprende pero no se deja asustar por aquellos ingenios extraños. No ha tenido nunca miedo en vida y no puede tenerlo quien ya está muerto. Cruza la calle y sigue su búsqueda, caminando hacia su cruz, hacia el último recuerdo de Aldara.
***
Ernesto y Pedro hacen guardia en la puerta de la checa. Ambos fuman, quemando el tabaco y la noche; vigilantes a cualquier fascista o quintacolumnista que, rompiendo el toque de queda, acerque la nariz por allí. Ernesto habla, le gusta que le oigan y sobre todo le gusta oírse. Ha leído algún libro y varios pasquines y es un anarquista convencido. Instruye a Pedro en la necesidad de la revolución mientras cita vehemente a Proudhon y sueña con un paraíso terrenal de hombres libres, amor libre y una tierra generosa que, no estando exprimida por la avaricia de reyes o burgueses, permita vivir con el mínimo trabajo posible. Pedro asiente y de vez en cuando exclama un ¡qué gran verdad camarada! o un ¡qué bonito será camarada! Pero a Pedro todo aquello le trae sin cuidado. A él no le interesa la política; la guerra y la revolución le parecen locuras. Pero Pedro no es tonto; sabe que cuando empiezan a repartir fusiles el mundo se divide en dos: los que los empuñan y los que son apuntados con ellos. Así que en cuanto cayó el Cuartel de la Montaña en manos de los milicianos, y varios oficiales empezaron a caer por las ventanas, Pedro fue a casa de su primo, militante de la CNT, y le soltó un cuento sobre que siempre había sido anarquista de corazón pero que nunca lo había exteriorizado por no disgustar a su madre y que era tiempo de tomar partido. Y su primo, incrédulo pero forzado por los lazos familiares, le procuró un carnet de la CNT y consiguió que le dejaran en Madrid, lejos de las trincheras, en la retaguardia, donde no hacía falta mucho valor ni compromiso, solo pocos escrúpulos y saber obedecer. Así trascurría la noche para ambos, Ernesto hablando y Pedro asintiendo cuando les sorprendió algo inesperado: por la calle avanzaba una figura con el manto de la Orden de Santiago. A pesar de haber sido disuelta los antiguos nobles conservaban sus hábitos, negándose a reconocer el fin de su estamento. Pero éste era particularmente extraño. Aguzaron la vista y comprobaron que aquel hombre no solo llevaba el manto, sino también una cota de malla cubriéndole la cabeza.
— ¿Y este fascista gilipollas? —Masculla Ernesto— ¡Eh! ¡Alto! Ven acá con las manos arriba. —Ordena llevándose la carabina Destroyer al hombro, apuntándole. Pedro coge su arma y apunta también al desconocido.
Beltrán examina a aquellos hombres. Son jóvenes, fuertes, pero no son guerreros. No sabe que son esos cacharros que tienen en el hombro, pero intuye que son un tipo arma. Beltrán sigue caminado hacia ellos, impasible. Ernesto está nervioso, hay algo en ese tipo le asusta. El andar, el aspecto; no es un señorito vestido de mamarracho. Duda, pero aun así aprieta el gatillo. No es el primero al que mata y no será el último; eso es una jodida guerra. La bala impacta a Beltrán en el pecho, le traviesa. Pero no sangra, ni siente dolor. Con un ademán su mano surca el aire. Como si provocase una brisa invisible, un huracán, Ernesto sale volando varios metros y aterriza con las costillas sobre los adoquines de granito. Gime y grita más de miedo que de dolor. Pedro, con una cálida humedad bajándole por la entrepierna, tira la carabina y corre despavorido. Al ruido del disparo Pablo y Tobías han acudido a la puerta, mientras, Eulogio se aposta con el Máuser en un ventana.
Pablo se torna lívido; sabe quién es ese hombre, ese despojo irreconocible. Y sabe qué quiere. Asustado grita: ¡Fuego! ¡Fuego joder! mientras dispara y amartilla una y otra vez el cerrojo de su fusil. Los compañeros también disparan, incluso Ernesto intenta renqueante alcanzar su carabina. Beltrán avanza ignorando las balas que golpean su pecho. Apenas les tiene a dos metros cuando Pablo, aterrorizado, se repliega al interior de la checa. Sus compañeros intentan una salva más, pero no hay tiempo. Beltrán estira el brazo y coge del cuello a Tobías, cerrando sus dedos con una fuerza sobrehumana, destrozándole las vértebras como quién que rompe un terrón de barro seco. Entra al edificio y, a su derecha, Eulogio le mira asustado; no hay tiempo para recargar. Saca una bayoneta del cinturón y se abalanza contra el caballero. Beltrán sonríe divertido, echándose a un lado y dejando al joven fallar el blanco. ¡Pretender matarle a él con un puñal! No lo habían conseguido los mejores guerreros almohades y pretendía conseguirlo aquel tipo que no sabía ni agarrar el cuchillo. Beltrán le deja acometer varias veces, jugando con Eulogio, haciendo que sus cuchilladas se perdieran en el aire y se desgastase la fuerza de aquel brazo impetuoso y torpe. Pero Beltrán se cansa de bromas; esa vez no se mueve. El cuchillo del fulano le traviesa el manto y el estómago. Beltrán abre los ojos y la boca en una mueca de agonía. El miliciano, aliviado y crecido aprieta más aún la bayoneta, intentando clavarla incluso más allá de la guarda. Pero entonces, de la boca de Beltrán surge una carcajada y en sus ojos brilla la ironía. De un empellón lanza a Eulogio contra la pared de enfrente, choca con ella y cae al suelo. Beltrán arranca con fuerza el cuchillo de su estómago, un cuchillo limpio, sin sangre, y lo lanza impetuoso contra el pecho del miliciano, donde se hunde hasta el mango.
Un sonido hace volver a la realidad a Beltrán; un lejano reloj da la dos. No se le permitía estar mucho tiempo en el mundo de los vivos; antes del amanecer su cuerpo momificado volverá a desecarse y su alma lo abandonará para volver al Reino Eterno. Beltrán siente la cruz y a su ladrón; están en el sótano. Baja las escaleras; frente a él, un escritorio volcado sirve de parapeto a Pablo. Éste grita firme al verle.
—¡Alto! —dijo apuntando con una pistola a las celdas— Como te acerques me cargo a las monjas y a los falangistas. Los prisioneros, estuvieran entre los amenazados o no, retroceden asustados. Uno de los falangistas, esperanzado, suelta un ¡Arriba España! que hace que Pablo lo mire de reojo, irritado.
—Dame la cruz —dice tranquilo y firme Beltrán
—¡No sé de qué hablas!
—Lo sabes. Tú profanaste mi tumba y la casa de Dios. Tú me robaste del cuello una cruz. Tú, que robas a un cadáver y te escondes tras una mesa no eres caballero, ni siquiera villano. No eres hombre sino ave de rapiña. ¡Entregame la cruz! —exclama Beltrán estirando la mano.
Pablo amartilla la pistola y apunta directo a las novicias.
—¡Me cargo a las putas monjas!
Beltrán mira hacia dónde apunta Pablo y ve a dos jóvenes hermanas asustadas. No reconoce el hábito de la orden, pero son religiosas cristianas, sin duda.
—¿Quién eres tú que tratas así a religiosos y templos? Dime, maldito mudéjar, ¿no temes a Dios y sus profetas? ¿Acaso, infiel, no es Cristo un profeta para ti?
—¿Qué dices de infiel ni leches? Yo soy ateo. No creo en Dios. ¡Ni Dios, ni Patria ni Ley! A mí no me vengas con gilipolleces. Lárgate o mato a esas zorras.
Beltrán le mira horrorizado. Aquel hombre no es ya un infiel o un pagano, es peor que un demonio, pues hasta los demonios creen en Dios.
—Te lo digo por experiencia; te equivocas. Baja tu arma, dame la cruz y conviértete. Te va algo más que la vida en ello.
—¡Atrás!
Beltrán observa los ojos de Pablo. Sabe por la mirada cuando alguien va a atacar y cuando no. Eran muchos años entreviendo una mirada igual a través del yelmo del adversario, justo antes de que lanzase una estocada. Y es una mirada universal, fueses castellano, aragonés o agareno. Con tan solo su voluntad una enorme fuerza golpea la mano derecha de Pablo, haciéndole soltar la pistola y gritar de dolor. Beltrán salta la mesa con la agilidad de un corzo y se pone a los pies de Pablo. Éste intenta agarrar la pistola, pero el arma sale volando en dirección contraria. Beltrán se agacha y con firmeza saca la cruz del bolsillo de la camisa del miliciano. Tras contemplarla por un segundo, tras dejar que memorias de siglos atrás inundasen su mente, besa la cruz, se santigua y la cuelga de su cuello.
Mira a Pablo con fijeza.
—Mereces ser juzgado por Aquél de quien reniegas. Y yo te llevaré ante él. Pero soy caballero de la Orden de Santiago y he de darle una oportunidad a tu alma.
El brazo de Beltrán se estira en un rápido ademán, atravesando el pecho de Pablo, rompiendo su esternón como si fuese de papel. El puño del caballero se cierra en torno al corazón de Pablo y lo arranca sin inmutarse. Pablo lo mira atónito, demasiado asombrado para tan siquiera gritar. La sangre roja empapa su camisa mientras todo se vuelve negro; rojo y negro anarquista para los últimos instantes de aquel miliciano.
***
Amanece, el sol penetra por las quebradas ventanas de la Iglesia de San Miguel. En la nave todo son ruinas de odio. Tan solo un sarcófago, parece intacto. Uno viejo, blanco, con la espadaña de Santiago grabada en la tapa y desgastada por el tiempo. Oculto bajo el suelo, en el altar de la cripta que los milicianos olvidaron profanar, un corazón reposa como ofrenda de expiación, desecándose por el calor, convirtiéndose en un trozo de carne momificada.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.