Todos los años, la asociación de egiptólogos celebra una fiesta para sus miembros y algunos selectos invitados. Reuniones tediosas, en las que las novedades tienen varios siglos de antigüedad, y sus miembros conversan más del último deceso entre afiliados que de los faraones. En esa sintonía, el brindis de este año corrió a cargo del recientemente electo Presidente, un hombre lo bastante viejo como para intuir que podría tratarse de su primer y último discurso:
Queridos asociados- comenzó diciendo- podríamos ubicar a Egipto al norte de África, al sur de Europa, o hasta al este del mismísimo oriente, y aun así estaríamos equivocados. Probablemente, sea una historia que se esconda en todos lados y a la vez en ninguno, y por eso todas las naciones y sus habitantes han intentado apropiarse de su legado. Egipto es más que ruinas: es el mapa del que se desprenden todos los futuros que alguna vez intentamos alcanzar.
Luego de muchas bebidas tibias, ni las tristes pirámides de papel mache o las decoraciones de confeti pudieron ocultar la energía de quien es la más antigua de los miembros de la asociación y, a su vez, la única inmune a la atmósfera decadente de sus camaradas. Una mujer en quien lo más llamativo es la agilidad de sus movimientos, o la firmeza de su postura, y no que lleva un parche sobre su ojo derecho: si solo la viéramos de espaldas se confundiría con una jovencita.
Conoció por igual a Howard Carter y Zahi Hawass, y aunque ella prefiere no hablar de su edad, existe un vago consenso entre los asociados de que ella asistió a la última gran fiebre de egiptomanía, allá por los años veinte, una época demasiado remota para cualquiera de nosotros. Pero lo más interesante sucede cada vez que un nuevo invitado, pregunta por su nombre: Hoy por hoy, puede llamarme Perla Fontalvo- a lo que levantaría su copa para brindar por tan maravillosa bendición. Por años se ha esforzado por mantener el mismo nombre, pero no así su apellido. Y es que Perla Higgins fue, en su época, un nombre tan conocido como inusual. Perla fue la quinta mujer en conseguir un doctorado de historia en nuestro país, y la primera con orientación en Egiptología. En poco tiempo consiguió una beca para viajar a Egipto y participar de algunas excavaciones. Arribó en 1913, y pese a llegar en plena temporada, no consiguió un solo trabajo en ninguna de las excavaciones. Una vez la escuché decir que los arqueólogos no son personas muy supersticiosas, pero sí demasiado machistas.
Subsistió organizando pequeñas visitas turísticas a las ruinas de aquel Egipto musulmán, que hablaba en francés con sus visitantes, pero al que lo regentaban los ingleses.
Al año siguiente estalló la guerra. Las ciudades se vaciaron, y solo permanecieron árabes y soldados ingleses. Obviamente, no podía regresar a nuestro país, y en plena guerra todos desconfían de una fulana extranjera, y sin trabajo. Intentó como secretaria o nanny, pero la despedían con rapidez. Llegó a saltearse comidas, a vender su ropa, y solo continuó fumando porque un tendero se los obsequiaba.
Una dama a la que le vendió un par de botas la aconsejó que hiciera como ella y otras chicas de su edad y se buscara un buen marido. Aun tratándose de un consejo bastante normal para las jóvenes de su época, Perla encontró de muy mal gusto aquella propuesta. No sólo por lo obvio, sino por sus implicancias. A Perla los hombres la ignoraban completamente: había en ella una extraña disposición entre sus ojos y su nariz que hacía que, para los hombres, si bien no les resultaba necesariamente fea, tampoco la encontraran atractiva. Era uno de esos rostros indiferentes que invitaban a la apatía, lo que para una chica como ella resultaba peor que el rechazo.
Sola, en su habitación, fumando de prestado y salteándose comidas, llegó a la conclusión que no tenía nada contra lo que revelarse o pelear excepto ella misma y su aspecto, un rostro apático y desabrido en una tierra caliente. Alguna vez intentó buscar suerte en los bares del barrio inglés, y afrontarlo con la frialdad de un trámite burocrático o de simple supervivencia. Pero cada rechazó la lastimaba aún más que el anterior. Sin otra cosa por demostrar o aprender, terminó por asistir a los bares solo para fumar fuera de su habitación y, con suerte, conseguir que alguien le obsequiara un trago.
Así transcurrió su exilió hasta que, sentada en algún café, un hombre vestido con un traje de lino se acercó a ella, sonriendo. ¿Perdone, tendrá usted fuego? – preguntó el hombre, quien continuó mirándola aún después de devolverle su mechero.
Perla se sintió forzada a conversar. Él hablaba con la suavidad del silencio, con pausas musicales. Preguntó por su nacionalidad y que trago le gustaría tomar.
Samid Shaitan, encantado- y tras presentarse, buscaron una mesa más cómoda. Era moreno y de dientes blancos, y que, a pesar de vestir como un inglés, mantenía los modales de un verdadero egipcio. Pero había algo en su acento y en el brillo de su piel que lo convertían en un extranjero hasta entre sus pares.
Las primeras veces juntos, Perla temió aburrirlo, convencida de que era solo una tímida estudiante que no sabía más que de faraones y pirámides; pero para su suerte, Samid trabajaba guiando expediciones a sitios arqueológicos, y era muy requerido por los principales museos a la hora de excavar en las laderas del Nilo. Más que un simple hombre de negocios, Samid poseía unas interesantes y extrañas ideas sobre cómo fue el antiguo Egipto, y no tardó en convencer a Perla de pasar juntos algunas noches en una de sus casas cerca del puerto. Disfrutaban emborracharse con té de hibisco, desnudos, en una alcoba que asomaba a un jardín de peras y fuentes. Uno de esos patios donde el agua parece eterna e inalterable. Y cualquiera de los miedos o inseguridades que ella pudiera guardar hasta entonces los enterró bajo aquellas promesas, pomposas, que los amantes realizan cuando acaban de conocerse. Que ella era única o hasta irrepetible, y amaba escucharlo hablar de su rostro, que él despojaba del desinterés o la apatía que en otros despertaba, comparándolo con la serena cerámica de una máscara que, como ella, podía ocultar las más profundas de las pasiones.
De noche, Samid era un hombre bastante pasivo, y solo cuando amanecía se convertía en el amante que Perla buscaba. Una tarde, Samid propuso ir juntos al jardín a tomar un poco de aire. Necesito mostrarte algo- dijo, y caminaron desnudos por las sombras de las palmeras, bajo las cuales ella permaneció fumando. Él siguió hasta el centro, caminó sobre el agua, y su piel resplandeció como un espejo que reflejaba el sol del desierto. Sin salir de su sombro, Perla notó que la piel de su amante, al dejar de brillar, surgía aún más suave y tersa que antes. Más joven, pensó, y en la cama descubrió en él vigor hasta entonces ausente. Una tensión que solo podrían producir los nervios y cartílagos de alguien mucho más joven.
Esa fue la primera de sus sorpresas. Ella los tomaba como pequeños trucos de magia, y creía que eran de lo más común en ese país tierra. Maravillada, disfrutaba verlo actuar sobre la comida o las plantas, como cuando cambiaba el color de las bebidas sin alterar su sabor. Pero la gran mayoría ocurrían sobre el propio cuerpo de Samid, desde aumentar su fuerza o hasta sanar con rapidez cualquier herida.
Todo aquello la introdujo lentamente en su mundo, el de Samid. Cuando ya no necesitó de más explicaciones, él la llevó a un pequeño oasis en el desierto. Jugaron entre los árboles. Por momentos oculto, Samid narró con una voz solemne, antiguas leyendas egipcias. Entre las sombras, preguntó si a ella no le gustaría, aunque fuera por unos instantes, ser otra persona.
Convertirte, Perla mía, cuando tu quisieras, en tu más preciado sueño- y sin esperar respuesta, Samid cruzó por detrás de un grueso tronco de algarrobo y reapareció transformado como un hombre totalmente diferente, blanco y de ojos verdes. Aquel truco fue demasiado y Perla trató de huir. El la persiguió entre la maleza, sin dejar de seducirla con promesas.
Podrías alcanzar a los reyes, corregir los errores de los dioses, imitar a las mejores actrices. O mejor todavía, superarlos- dijo, y el jardín se llenó de hombres: gordos o flacos, de diferentes culturas, altos o ancianos; uno más distinto al anterior, y sin dejar de ser él mismo hombre que la perseguía. La acorraló contra una esquina y retomó la que era su forma original.
Por más de dos mil años mantuve un solo nombre- y lo pronunció en todos los idiomas para mostrar que era el mismo y antiguo sonido: Samid Shaitan, quien una vez solo fue un escriba nubio, al que lo sorprendió por igual la muerte y regresar de ella. Por lo que él sabía, era el único de todos sus compatriotas en retornar, y describió a la momificación como quien habla de una máquina defectuosa. Las arenas de Egipto estaban colmadas de ingenuos que seguían esperando por una nueva vida que nunca llegaría. Condenados, como alguna vez él lo estuvo, a la casualidad de despertar.
Ella tomó sus manos. Eran las manos de un muerto y, aun así, calientes. Llenas de ese suave tintineo con el que la vida tirita en el cuerpo.
Tantos años en el desierto dieron sus frutos-continuó. Lo que antes estaba incompleto, ya no lo está. He dominado todos sus secretos, y hasta podría obrarlos en ti si solo me lo ordenaras. Y como si lo hubiera ensayado, dijo que saldría a caminar por la ciudad para que ella pudiera pensarlo en soledad.
Vivimos en esta vida, viviremos en la siguiente- fue lo último que dijo.
Cuando Samid regresó ella seguía desnuda, con los pies descalzos y la voz enronquecida. Fumó todo el día, intentado olvidar lo que acaba de escuchar, pero consciente del daño que aguantaban sus pies al caminar sobre el áspero ladrillo del suelo. El silencioso desgaste, el cansancio, los molestos callos, y hasta el temor de la sangre.
Ella creyó.
Acordaron realizar el ritual en la antigua tumba de Samid, un largo y vacío pasillo subterráneo. Samid no pudo prometer si aquello dolería, o cuánto podría tardar en traerla de regreso. Ella se acostó en suelo frio, miro el cuchillo y no cerró los ojos hasta sentir la primera puñalada. La muerte fue un grito interminable, alargándose como el más fino de los hilos, pendiendo entre su último suspiro y el primero, al final del cual Samid la esperaba en su alcoba en la ciudad. Samid preparó como disculpa su almuerzo favorito. Había demorado años en revivirla y la guerra continuaba. Luego del primer cigarro de su nueva vida, Perla caminó hasta el espejo. Él dijo:
Cierra los ojos, y piensa en alguien, en quien sea- y ella recordó a una vecina a la que envidiaba su cabello. Sin abrir tus ojos, mi querida Perla, concéntrate en tu piel y, al igual que las serpientes, deshazte de lo innecesario. Y al abrirlos allí estaba aquella mujer, de pie, con la misma sonrisa de boba con que la recordaba. El cabello rubio y brillante, tan hermoso, que decidió mantener como suyo por algunas semanas más.
Los cambios continuaron. Eran tan fáciles como abrir un cajón, elegir unos zapatos y salir caminando. Si por la calle veía unos labios que le gustaran, un tono de ojos, o hasta una determinada postura, ella los memorizaba y los agregaba a su colección. Nunca volvía a casa siendo la misma mujer. Llegó a tener tantos rasgos que podía elegir sus favoritos, aquellos con los que mostrarse fuerte o misteriosa. Otros, más cómodos para ir a un Bar, o incluso unos más acordes para un baile de gala. Algunos sutiles, y otros drásticos. Todos igual de fáciles y divertidos.
Pasada la primavera, Samid opinó que podrían utilizarlos en la alcoba. Al principio eran elecciones obvias, como la altura o el grosor de sus cuerpos con los que intentar algo diferente. Luego fue cambiar de color, de edad, o hasta de rostro, de tal modo que podían tener en la cama a quienes ellos quisieran. Perla jugó un tiempo con algunos viejos enamorados o galanes de teatro, aunque pronto decidió que quería regresar a ser Perla, y a que él fuera Samid. Pero por más que ella insistiera, él continuó exigiendo transformaciones. El amor siempre cede, y Perla se acostumbró al desfile de mujeres. Todas las que él quisiera, desde demorarse para elegir el correcto grosor de sus labios, o hasta introduciendo cambios de improvisto en el propio acto. Más de una vez se transformó en la que parecía ser su “favorita”: una mujer menuda, de muslos gruesos y ojos verdes, que creyó sería su esposa en su anterior vida.
A su vez empeoró la convivencia. Su hombre era uno más acostumbrado al silencio y a los dioses que a tratar con los mortales. En su capricho llegó a prohibirle que hablara con otros hombres, que fumara entre comidas, y hasta a la obligó a adoptar ciertos gestos según la apariencia que tomara para así completar la transformación. Si ella se negaba, Samid empleaba su magia para obrar en ella los cambios que se le antojaran. La tenía bajo su control, y no dudó en emplearlo para castigar la más pequeña falta a su mujer, como cuando alargó su nariz porque consideró que ella le mentía, hacer caer su cabello por llegar tarde a una fiesta, o acortar unos centímetros el largo de una de sus piernas para así verla cojear.
Perla sería todas las mujeres que él quisiera, y al mismo tiempo, ninguna.
Una tarde, Perla tuvo la desgracia de romper una taza de porcelana. Irritado, decidió que el mejor castigo sería arrebatarle su ojo derecho. Dio un chasquido, y este cayó al suelo. Samid lo sostuvo en su mano y ella rogaba, arrodillada, que la perdonara.
Ya ni recuerdo si tus ojos eran de este u otro color; y sinceramente, me da lo mismo- y guardó el ojo en su bolsillo. Ella se arrastró por la casa como tantas otras veces, siguiéndolo mientras él la ignoraba como a un perro callejero. No había en su rostro odio o placer. Solo un extenso y delgado gesto que, ella dedujo, sería de aburrimiento. Llegaron a una galería inferior, vacía, y con una sola puerta con candado. Al abrir la puerta, Samid apretó el ojo hasta hacerla gritar.
Camina- y ella entró a una habitación larga y angosta. Él la acompaño y cerró rápidamente, como si no quisiera que los siguiera ni el más mínimo hilo de luz. Cada vez que ella trató de hablar, él apretaba lo suficiente su ojo para callarla. Aguardaron en silencio, y ella comenzó a escuchar la respiración de otras personas a su alrededor. Y cuando se acostumbró a la penumbra, descubrió apoyadas contra la pared, de pie, una hilera de momias. Quietas y secas, como raíces, pero todavía con vida. Eran todas las novias de las que Samid se hartó, marchitas en la oscuridad, pero incapaces de morir. Y entre el grotesco orden con que se presentaban, Perla advirtió que había un espacio vacío, esperándola.
Obligada, apoyó su espalda contra la pared. Sin luz, la gente como nosotros- dijo Samid- no puede existir. Me encantaría poder matarte, haría todo esto mucho más fácil; pero desgraciadamente, no sé cómo hacerlo. Esto es lo mejor que puedo ofrecerte: en cuatro días te secaras por completo.
Samid continuó hablando. Excusas que solo él parecía creer. Perla lloró en silencio, y recordó que, antes de servir el Té, había fumado un cigarrillo en el jardín. El encendedor seguía en su bolsillo, y su luz podría mantenerla con vida y ayudarla a escapar. Pero Perla oyó como a su alrededor ascendía el tímido y expectante murmullo de sus semejantes. De alguna manera ellas la habían descubierto, y pudo sentir que llevaban un odio que ni la muerte podría deshacer. Pero aceptaban su destino, y lo único que pedían a Perla era una pisca de luz para liberarse una última vez.
Perla dejó de sentir miedo.
Al girar la piedra, bastó con la primera chispa para despertarlas y que se abalanzaran sobre él. Todas y cada una de sus olvidadas bocas vacías chillaron, con el mismo grito, el nombre de Samid. Supo que esa era su oportunidad y corrió hacia la puerta. Pero a mitad de camino cayó al suelo. Su pierna izquierda se había alargado como un remo, y los dedos de su pie derecho se retorcían como los de un enfermo de polio. Aún envuelto por la maraña de sus sombras, Samid no la dejaría ir. Perla se desgarró en una multitud de transformaciones, pero ella continuó arrastrándose, aun cuando llegó a convertirse en un charco de piel podrida y huesos molidos: ninguna forma que pudiera imponerle sería peor que la pesadilla que a él le aguardaba si alcanzaba la puerta.
Al llegar afuera solo necesitó de unos pocos segundos de luz para recuperarse y cerrar la puerta. Aguardó acostada contra el marco, soportando todos los cambios hasta que, simplemente, dejaran de suceder.
Por primera vez en mucho tiempo disfrutó de la quietud de su cuerpo.
Bastaron unos pocos ladrillos para silenciar los últimos crujidos. Adoptó la forma de un Coronel inglés y obtuvo una autorización para regresar a su país. Todas las noches en su camarote, sola, con un espejo y una antigua fotografía de su adolescencia, ensayó las más minuciosas transformaciones para recuperar lo que ella creería debía de ser su rostro, el verdadero y único. Había decidido que lo usaría por el esto de su vida. Cuando bajo del barco llevaba el mismo rostro con el que había partido hacia Egipto. Solo agregó algunas arrugas y, como recordatorio, un parche en su ojo derecho, al que tendría que justificar inventándose alguna divertida historia.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.