El que acecha a las mujeres
Las injusticias de nuestro mundo moderno quedarían empequeñecidas si la humanidad no hubiese olvidado el reinado del llamado Faraón Negro. Una vez derrocado, los egipcios, como despertados de un mal sueño, hicieron cuanto pudieron por borrar el infame nombre de Nefrén-Ka de todo monumento o papiro. Los escasos testimonios que han sobrevivido dan fe de crímenes tan inenarrables que la mayoría de los eruditos han interpretado que dicho reinado fue sólo un mito, una advertencia sobre las consecuencias de romper el sagrado pacto con las fuerzas creadoras de la civilización para negociar con seres aborrecibles que buscan su destrucción, y entre ellos ninguno tan insidioso y maquinador como el dios sin rostro que engañó a Nefrén-Ka prometiéndole un reinado sin fin.
Sin embargo el mito fue Historia. La prolija crónica de crímenes es cierta de principio a fin, incluyendo la infame desaparición de miles de mujeres, fuera secuestradas en callejones, seducidas con engaños o incluso raptadas en sus propias casas por encapuchados. Todas ellas desaparecieron sin dejar más rastro que la aflicción de sus parientes, que culparon a su impío faraón.
Por una vez, no obstante, debe decirse que el Faraón Negro no era directamente responsable. Como si su maldad no fuera carga suficiente para su pueblo, Nefrén-Ka había abierto las fronteras del país del Nilo a personajes tan despreciables como un poderoso mago que, se decía, había venido desde más allá del meridional reino de Kush para construir su castillo en un desolado rincón a orillas del mar rojo. Le llamaban Sheut (sombra) y no sólo por su piel tan negra como su corazón, pues se rumoreaba que tenía poder sobre las almas de los muertos y que él y sus servidores rendían a un dios desconocido cuyo símbolo era la esvástica de tres brazos o trisquel.
En cualquier caso resultaba insólito un emplazamiento tan lejos de la civilización, provisto gracias a las caravanas que el propio Nefrén-Ka enviaba de forma periódica aunque sin visitarle pues el único visitante autorizado a traspasar los muros del castillo era el hermano mayor de Sheut. Un misterio mayor envolvía al hermano de nombre desconocido, empezando por su inverosímil parentesco pues sus apuestos rasgos eran los propios de un egipcio mientras que Sheut era deforme y negro como los demoníacos ídolos tallados en ébano que adoraban los bárbaros etíopes. Sólo los ojos crueles y penetrantes de ambos eran idénticos y sin embargo Sheut le demostraba una completa adoración que perturbaba a sus servidores cuando su arrogante señor se deshacía en palabras serviles e incluso hincaba sus rodillas para lavar los pies de su hermano mayor con agua perfumada.
Por todo esto se comprenderá la sorpresa de los servidores de Sheut cuando la caravana con provisiones llegó acompañada con una inesperada visitante. Algunos la reconocieron sin haberla visto jamás pues no sólo se hablaba en Egipto de las maldades de Nefrén-Ka sino también de una forastera cuya belleza había rendido a los tebanos hasta el punto de proclamarla la mujer más hermosa de Egipto. El disgusto de Sheut por recibir una visita se apaciguó en cuanto comprobó que los rumores no eran exagerados. Sus ojos sombríos se iluminaron por un brevísimo momento al ver tan delicioso rostro y apenas consiguió fingir indiferencia al advertir la gracia con la que se postró ante él antes de presentarse simplemente como Meryt, su más humilde admiradora.
Aquella noche Meryt cantó y tañó la lira, con los ojos bien fijos en los de Sheut, que no estaba acostumbrado a que una mujer no desviase rápidamente su mirada. Por fuera el semblante de Sheut se mostraba tan impenetrable como el de un lagarto pero por dentro una enorme excitación le hacía vibrar como las cuerdas de la lira a la que Meryt arrancaba notas perfectas con sus dedos finos y ágiles. Pero este dulce vibrar se tornó en ardiente deseo cuando ella terminó y se acercó hasta él sin más envoltura que una gasa de lino que resaltaba más que disimulaba su desnudez. Era obvio que que la joven Meryt había sido bendecida con toda la hermosura que le había sido negado a él. Sheut sólo deseaba estar a solas con ellas y despachó a a sus servidores con un gesto.
—Os he mostrado mis humildes habilidades. Seguro que el gran Sheut tiene verdaderos portentos que mostrarme.
Acostumbrado a que las mujeres sintieran una repulsión incontrolable, Sheut no pudo negarse:
—Nadie visita mis aposentos pero haré una excepción.
Así pues, la condujo hacia las estancias más secretas de su castillo. Tuvieron que caminar un rato antes de llegar al sótano más profundo, oscuro como la boca de un cocodrilo antes de que una luz irradiase de la misma piedra del techo. Pero ni la extraña luz ni el desmesurado espacio de la estancia que se sostenía sin el auxilio de ninguna columna captaron la atención de Meryt. Sus ojos eran sólo para los incontables sarcófagos dispuestos por toda la cámara. Antes de que abriese los labios para preguntar, Sheut habló en una lengua olvidada y se abrió uno de los sarcófagos. Como era de esperar había una momia en su interior. Lo que no era de esperar es que la momia se retorciese con vida como la crisálida de una mariposa, y la metáfora es afortunada porque al incorporarse los vendajes cayeron para descubrir a una muchacha, desnuda salvo por el grosero collar de hierro que aprisionaba su delicado cuello y que parecía más apropiado para guardar el ganado que adornar la belleza natural de una mujer. En cualquier caso su notable belleza hubiera despertado la lascivia de cualquier hombre, o al menos si sus ojos muertos e inexpresivos como los de un pez no extinguiesen su deseo. Se arrodilló ante Sheut con una reverencia y sin que por un instante su semblante mostrase emoción alguna.
—Está viva y también muerta. Su ka permanece pero su cuerpo obedece todas mis órdenes.
—Es increíble, jamás imaginé semejante poder sobre la vida y la muerte. Oh, poderoso Sheut, tiemblo de pensar en que algún día mi belleza sucumbirá a los estragos del tiempo. Ayúdame, cuéntame tus secretos y seré totalmente tuya.
Así que era eso, pensó Sheut con condescendencia. ¡Vanidosas mujeres! Pero tenía razón: sería una lástima que el tiempo estropease lo que no podía ser mejorado. Él lo evitaría y también le revelaría sus secretos. Satisfaría su curiosidad explicándole cómo aquellas muchachas habían sido primero asfixiadas y luego encadenadas a su voluntad con complejos rituales. Le explicaría que el proceso más tedioso había sido extraer sus sesos a través de los orificios nasales y que pensaba hacer lo mismo con ella, con el mayor de los cuidados, eso sí, para no estropear su perfecta nariz. También le explicaría que antes de todos estos procedimientos pensaba violarla y sería la primera y última vez que podría al menos protestar e intentar resistirse por su lujuria porque después no sería más que un objeto sin voluntad que sólo sacaría del sarcófago para satisfacer su lujuria. Sí, sería real y completamente suya.
Sin embargo, le pareció que merecía algo más que el resto de desdichadas, todas las cuales habían recibido esas explicaciones. El placer de enloquecerlas de terror sólo era menor que el placer lascivo de violarlas después. Meryt merecía una distinción, pensó al sentir su embriagador perfume, tan distinto a su propio aroma a cuero viejo que no había conseguido eliminar con ningún perfume. Le relataría una historia que ninguna otra había escuchado, una historia que había empezado milenios atrás con una aberración que merodeaba sigilosamente por los bosques, asesinando a cuantos aterrorizados humanos sorprendía hasta el día que encontró a una pareja de jóvenes amantes. Entregados al frenesí de darse placer no advirtieron al monstruo que contuvo su ansia asesina hasta que consumaron. Nunca había prestado atención a los humanos pero aquello despertó su mayor interés. Arrojó al muchacho por los aires y apresó el cuerpo de la muchacha con sus tentáculos babosos, que se enroscaban como serpientes alrededor de su cuerpo y de sus extremidades, examinando cada rincón de su cuerpo con tanta avidez que no tardó en reventarla.
Había nacido un insaciable depredador de mujeres. En lenguas hoy extintas los primitivos le llamaron el depredador babeante, el cazador lujurioso y el que acecha a las mujeres. Temido por los humanos, para los suyos se convirtió en una vergüenza, empezando por su propio hermano, que decidió humillarle ofreciéndole un avatar humano a un infame precio que fue rápidamente aceptado.
Aryas fue su primer avatar humano y a cambio de su dignidad pudo ser el más apuesto de los hombres, tan perfecto que los más perspicaces intuían un poder inhumano y oscuro a pesar de sus cabellos dorados como los rayos del sol. Para los hombres fue un líder y para miles de mujeres el objeto de un amor incondicional e imprudente que pagaron muy caro. Aquella criatura no podía amarlas, sólo desear sus cuerpos con la codicia de un niño que desea más juguetes que romper sin miramientos. Muchas perecieron víctimas de su deseo brutal y desenfrenado, otras vivieron para darle hijos y éstos, los Arios, fueron caudillos entre los hombres y conquistaron todos los países entonces sin nombre entre Iberia y la India, ofreciendo después de cada conquista a las más hermosas cautivas como tributo a su lujurioso padre. Eran tiempos felices para él salvo el momento de pagar el precio exigido por su hermano con cada puesta de Sol. Entonces se arrodillaba con todos sus súbditos y tocaba el suelo con la sien para salmodiar una oración en honor a su propio hermano y proclamarlo dios creador del universo, su voz se desgarraba y sus súbditos confundían con arrebato religioso lo que era rabia contenida al recordar que no era más que un lacayo. Al menos hasta el día que se rebeló y se proclamó dios a sí mismo y el trisquel su símbolo.
Durante un breve tiempo su dicha fue completa. Luego vino su furioso hermano. Ni siquiera pidió explicaciones sino que procedió inmediatamente a arrancarle los dientes, la piel y finalmente los grises ojos para reducir al más apuesto de los hombres en un repulsivo guiñapo. Se disponía a matarle finalmente cuando su hermano suplicó y aquélla fue la prueba de la degradación por años de convivencia con los humanos, pues la compasión y el amor fraternal son debilidades desconocidas entre los de su especie. No obstante su hermano mayor le dejó vivir por porque si la debilidad de uno era la lujuria, la debilidad del otro era la vanidad. Necesitaba ser adorado por uno de los suyos, tener un lacayo al que ofender y humillar. Por eso no le había matado al nacer como al resto de sus hermanos. No sólo le dejó vivir sino que, entre risas, le concedió un nuevo avatar humano otra vez, pero esta vez tan grotesco y repulsivo que no pudiera olvidar que no era más que una sombra del poder de Nyarlothotep, emisario de los dioses y corruptor de los patéticos humanos.
Al despertar con el recuerdo de las horribles carcajadas de su hermano, Sheut supo que de algún modo había revelado sus secretos sin siquiera abrir los labios y que ella había explorado en su memoria.
—¿Qué me has hecho? —susurró con los sentidos todavía embotados.
—Yo también tengo mis secretos —respondió ella, sonriendo ahora no con dulzura sino con burla—. No soy tan ignorante, conozco bien tu magia para esclavizar las almas y la he roto.
Antes de que pudiese hacer otra pregunta, ella le respondió mostrándole un sencillo medallón de arcilla sin más adorno que tres jeroglíficos grabados que reconoció al instante: el sagrado nombre de Isis, cuyo culto había sido abolido por Nefrén-Ka. Lo reconoció con facilidad porque no pocas de las sacerdotisas más jóvenes y bellas habían acabado bajo su poder. Pensó que los rumores sobre sacerdotes y sacerdotisas de los antiguos dioses que conspiraban en la clandestinidad eran ciertos. Nefrén-Ka no había derrotado del todo a sus enemigos porque había subestimado su astucia y poder. Aunque Sheut había cometido el mismo error, ignorando las numerosas señales en ella de un encanto sobrenatural propio de una consumada hechicera.
El inquietante ruido de miles de golpes desde dentro de los sarcófagos confirmó sus peores temores y antes de que tuviese tiempo de maldecir su estupidez, un ejército de momias abrió sus sarcófagos dispuesto para la lucha, aullando de rabia con tanta fuerza que Sheut recuperó al fin la plenitud de sus sentidos y entendió que se había terminado su farsa. Meryt las había liberado del infame hechizo pero lo que no podía hacer era devolverles su humanidad. Habían sufrido hasta enloquecer de dolor y sólo la muerte apaciguaría a aquellas almas atormentadas. Volcaron su odio infinito contra Sheut y le derribaron como a un pelele para matarlo a golpes. Pero aquello no fue el final de la lucha sino el principio porque tan pronto como Sheut abandonó el mundo de los vivos se reveló la verdadera naturaleza del mal que había venido a Egipto. Meryt era una mujer valiente pero al ver los tres tentáculos que brotaron desde el cadáver de Sheut y la rapidez con que crecían entendió que su magia tenía límites y era el momento de confiar en sus pies. De hecho sólo esquivó la muerte gracias al tiempo que aquellas a las que había liberado le concedieron. Con el mismo ímpetu con el que se habían alzado contra el tirano que las había despojado de toda dignidad se arrojaron ahora sobre la abominación que era el origen de todos sus males. Con su humanidad habían perdido el temor pues preferían la muerte a la vida y pelear con los puños desnudos contra un mal al que no podían derrotar. Sus patéticos golpes se estrellaban contra los tentáculos que eran ya gruesos como columnas y eran una y otra vez barridas como hormigas hasta que de la criminal labor de años del infame Sheut no quedó más que pulpa, vendajes y sangre.
Los servidores de Sheut no oyeron nada de esto pues aquella cámara secreta no pertenecía a nuestra misma realidad. Ignoraban la la masacre ocurrida debajo de sus lechos y también que habían dejado de ser útiles a su señor. Sólo despertaron de su sueño cuando la tierra tembló bajo sus pies antes de resquebrajarse y revelar por fin el monstruoso significado del trisquel que habían adorado. No eran rayos de luz sino demoníacos apéndices de una criatura sin cabeza, brazos ni nada remotamente antropomórfico, sólo tres tentáculos más gruesos que ningún árbol, de un material duro como la roca y cuya negrura repulsiva estaba salpicada por millares sarpullidos brillantes que no eran sino órganos visuales sin párpados ni iris.
Todo intento de huir fue inútil. Si Sheut había sido torpe y desgarbado, su verdadero ser era diabólicamente rápido, pivotando sobre sus tentáculos de una forma tan antinatural como letal. Los que no tuvieron la fortuna de morir antes aplastados o barridos como escarabajos descubrieron que la criatura les reservaba un último y horroroso secreto cuando se abrió una cavidad bajo el lugar en que se unían los tres tentáculos. Aquellos desdichados miraron arriba para descubrir una boca que no tenía mandíbulas ni dientes, sólo tentáculos viscosos que le servían como brazos para cazar a sus presas y conducirlas hasta la negrura infinita que guardaba dentro de sí, el infierno en vida en el que los sicarios de Sheut purgaron sus crímenes si es que no continúan allí. Habían rendido culto durante años a una monstruosidad que no debería existir y a cambio recibieron el dolor y la muerte.
Ni siquiera después de devorar hasta al último de sus antes servidores la criatura se sintió saciada. Es más, pensó en completar su tarea asesina con su propia destrucción, tan grande era la humillación de haberse dejado llevar por su lujuria hasta el punto de olvidar toda precaución y ver arruinado su proyecto. ¿Valía la pena vivir en una humillación permanente como la sombra de su poderoso hermano? Por un instante deseó la propia muerte pero luego recordó a las mujeres. ¡Ah, las mujeres! No podía evitarlo. La mera evocación de los preciosos cuerpos de su perdido harén antes de despedazarlos y mutilarlos sin piedad reavivar el ardor lujurioso y cruel. No necesitaba más para arrastrarse otra vez ante su hermano, soportar sus risas y mendigarle un cuerpo humano. Todo para volver a la caza sin fin y seguir siendo en su interior sólo un monstruo cobarde y repulsivo que acecha a las mujeres.
Siento llegar tan tarde y no haber participado antes pero no tenía nada claro que fuera capaz. Estoy muy oxidado. Prometo leer y comentar los otros relatos. Un saludo.