Baraka
Malditos los ambiciosos. Y su castigo será la ambición y serán insatisfechos en su vida y su muerte.
[...]
Malditos los que desean la vida eterna. Y su castigo será la vida eterna y padecerán hambre y sed por siempre.
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Del Génesis apócrifo de Astiages, el medo.
Él se acerca por detrás a su compañero Abu, que mira cómo se desangra el anciano, toma su barbilla y la estira hacia atrás con la mano izquierda. Con la otra clava un estilete de sección triangular en la clavícula y luego hace palanca hacia la derecha. Un par de chorros del rojo zumo humano y nota la falta de resistencia. Deja que el cuerpo se deslizara hacia el suelo, donde éste se rebozóa en su propia sangre.
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Un sótano en una excavación arqueológica privada de Aledo, región de Murcia, verano de 2016
—Don Facundo, es por ahí.— El joven le indicaba al señor que farfullaba medio asfixiado por el esfuerzo. Cuando don Facundo logró meter el enorme culo y la camisa —carísima— sudada por el agujero en la losa, protestó:
—¿Pero no era una puerta?
—Sí, don Facundo, pero el armario que la simulaba debió rehundirse o pudrirse, o vaya usted a saber. Ahora, ésta es la entrada. Hay unas ruinas mucho más antiguas que las de esta falsa sinagoga. Espere que le alumbro bien. Según el plano del hebreo, el túnel llega hasta unos sesenta pasos hacia el noroeste. Por cierto, ¿podría preguntarle, si no es mucha molestia, por lo que piensa hacer con «eso» cuando lo encuentre?
El joven alumbraba la calva que descendía por un metro y medio o dos de escaleras de madera improvisada.
—¿Que qué? Pues te lo voy a decir. Sacarlo de aquí, y venderlo. Nchis, y todo lo que podamos llevarnos. Luego firmas el certificado histórico y construimos encima. Que ya está bien que los que levantamos este país estemos con las tontás de siempre. Que nos abrasan a impuestos nada más que para pagar a sindicalistas, moros y vagos...
—Bien pocos que paga usted, jajaja.
—Calla, que eso sólo lo sabemos tú y yo. Pero, vamos, lo que te interesa, que sí, que la comisión de siempre.
Descienden otro tramo sobre una escalera añosa esculpida en caliza y ven una puerta que parece de piedra. El joven, cargado con un par de linternas de obra, pata de cabra, piqueta y demás herramientas, ataca la puerta. Con algo de esfuerzo, logra abrirla. Apenas hay un descanso que se prolonga hacia la izquierda de la marcha y al frente con escaleras que, de nuevo descienden. Cuando llegan al pie de éstas, el joven se percata de que junto a al puerta hay una estatua de barro; una especie de guerrero sin armas toscamente moldeado.
—¿Eso estaba ahí antes?
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Sitio de Aledo, tienda del rey taifa de Sevilla al-Mutámid, verano de 1089.
El visir y Yusuf permanecen postrados, tanto que el amuleto en forma de trisquel arrastra por la alfombra. El rey reflexiona. Echa de menos a Abenamar, a pesar de su traición; él sabría cómo resolver esta crisis, presionado como está por los almoravides, los rumí y sus propios correligionarios de otras taifas. Al fin, despierta de su ensoñación. Se sirve él mismo de la tetera:
—Bien, Yusuf. Usaremos las dos puertas que nos propones. Pero ha de ser en tres días. El emir Tasufín, a quien Alá confunda, nos obliga a un asalto diario por turnos y entonces es cuando me volverá a tocar. Y presiento que nuestro buen Abu Muhammad de Murcia no tardará en vendernos a los rumí. Dime, ¿podrás?
—Señor, el momento es ideal. Mi primo estará de guardia en el portillo que os digo. Cenaré con ellos. Son cinco. Echaré en el fuego el tósigo y, con la excusa de hacer lo que la naturaleza impera, saldré de la guardia. En el momento en el que veáis el candil moverse, será en el que vuestras tropas podrán comenzar a acercarse y dar aviso a los de la entrada del pasadizo por el que llegué hasta aquí. A los pocos minutos, abriré el portillo. Los tomaréis entre dos frentes y antes del alba la fortaleza será vuestra.
—Está bien. Si cumplís, recibiréis el oro que pedís, las propiedades marcadas por vos serán respetadas y el emir tendrá noticia de que sois un buen creyente. Posiblemente seréis al único que deje con vida, lo cual ya sería una buena recompensa. Podéis marchar. ¡Ah!, si no cumplís, tomemos o no Aledo, os juro que alguien os encontrará: Martín de Villalba, mi verdugo, ha logrado mantener vivo a un desollado por seis días.
—Quedaréis satisfecho mi señor. —Yusuf, en un gesto nervioso se toca las tres espirales de su colgante.
Yusuf tomó con premura el camino del pasadizo acompañado por el guía al que había de mostrárselo. Tenía muchos asuntos que arreglar en Aledo antes de que cayese.
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El mismo subterráneo que antes, verano de 2016
—¿Lo ve? Es increíble. Son murallas fenicias. Todo esto que hay a nuestra derecha son los dos pisos del interior de la muralla. El cuerpo de guardia y las plataformas de vigilancia. Tiene dos mil quinientos años... ¡Y no está en un puerto!
—Sí, sí, muy bien, arf, ¿queda mucho?, arf
—Otros veinte metros por este túnel, prácticamente lo que llevamos andado.
Prosiguen la marcha por el terreno escabroso a la luz de las linternas hasta llegar a un ensanchamiento que, además, se hunde unos metros en el terreno.
—Aquí es. ¿Ve el bajorrelieve de la derecha? Es una especie de templo enterramiento. Mire, en el frontispicio hay una procesión. Varios sirvientes de baja estofa preceden con urnas votivas, después los de mayor rango y, por último, los sacerdotes o hechiceros cargando el cadáver de su señor y todo presidido por el dios Moloch. Mire, mire, ahí abajo, todo el proceso de embalsamamiento. Esta tanatopraxia era totalmente desconocida hasta hoy. Por supuesto, debía estar reservada a los más ricos o poderosos.
—¿Ves tú? Éstos sí que sabían. Los servicios sociales son para el que se los pueda pagar. Eso es sabiduría de la universidad de la calle y no de la que has ido tú.
—Ahora bajaremos hasta donde está la guardia y después llegaremos a la cámara mortuoria. Y tendremos el tesoro. O eso dice el plano.
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Aledo sitiada, verano de 1089
Yusuf ha estado muy ocupado robando y asesinando. Después de la toma será muy rico y no debe haber testigos. Tan solo le quedan dos víctimas esta noche: el judío Ismael ben Zacut y la propia mezquita. Un proyectil catapultado, quizá el último del día, silva y se estrella en un tejado a pocas manzanas de allí. Están demasiado cerca de la muralla.
La casa del hebreo se emplea a modo de sinagoga o pequeño templo, aunque no sea rabino. De él dicen que es un cabalista de fama y que tiene una enorme fortuna en oro bajo su cama.
Su cómplice Abu y él entran por una de las ventanas de la azotea y bajan hasta donde el judío descansa junto a su mujer. Un lecho en una habitación separada de la cocina. Se nota que no es pobre. Hay una pequeña bujía que alumbra al cabalista mientras anota algo en un enorme libro sin encuadernar. La mujer está en el lecho. Abu le susurra:
—Él tiene balaka. O peor, el ES balaka. Es sagrado.
—Olvídalo, él es un perro infiel y muy rico. Tú a por él y yo a por ella.
—No, es balaka y...
—O lo haces, o te mato aquí mismo.
La mujer yace asesinada. El estilete metido en el ojo hasta el cerebro la mató casi sin que se diera cuenta. El hombre, sin embargo, está todavía vivo. Agoniza a medio degollar con la espalda apoyada en la pared y en el colchón de lana. La sangre borbotea al ritmo de los estertores de su garganta. Con un hilo de voz siseante, advierte:
—¡No, no lo hagáis! No está vivo. Esta casa es su guardia... Y el gólem no os dejará salir... —Lo dice garfeando con la mano que no se ha llevado al cuello. De cuando en cuando mira hacia el armario. Y muere.
Entonces es cuando Yusuf decide matar a Abu con su estilete. Si es tan pacato para matar a un puto viejo, de la mezquita ni hablamos. Además tiene prisa y de todas formas, lo tenía que asesinar hoy. Sí, eso es, tiene prisa. Tiene que llegar a la mezquita, matar al imán y vaciarla. No buscarán culpables: están los malditos rumí que serán colgados mañana. Acaricia el amuleto tribolado.
Aunque mira en el colchón apartando a la vieja, se dirige enseguida hacia el mueble. Lo aparta y ve la puerta.
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Un templo en el subterráneo de Aledo, región de Murcia, verano de 2016
—¡Joder!, ¿qué mierda es ésta?
—Pise por aquí. Según el plano, ésta es la guardia del noble. Ahí debe estar su pequeño ejércino.
—Joder, joder, joder... ¡esto es un muerto!
—No, es la guardia. Mire a ése. ¿Se da cuenta? Está tumbado y hay una flecha entre sus costillas. Debieron asetearlos a todos.
—¿Y a éste también?
El joven arqueólogo corrupto se acercó hacia donde señalaba su jefe. Un curioso esqueleto, con ripios que parecían de un tejido por encima en lugar de una armadura broncínea coriácea del resto.
—Parece mucho más reciente. —Se agachó para examinarlo mejor.— Fíjese en que tiene una especie de amuleto en la mano. Sí, es una triple espiral de un alambre que parece oro. Y el cráneo tiene un agujero perfecto, ¿no se lo parece? Como si se lo hubiesen trepanado con una broca.
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El mismo subterráneo, verano de 1089
Yusuf avanza por el subterráneo con la bujía de la habitación en la mano. Cierta inquietud se apodera de él cuando le parece que la estatua de arcilla se ha movido hacia la puerta, medio cerrando el paso. Pero ha continuado hacia adelante y hacia abajo. Tiene que llegar pronto al tesoro. Hay un montón de piedras por el suelo y una puerta muy ancha pero algo baja, quizá porque está medio enterrada. Allí hay muchos esqueletos. El oro debe estar cerca, porque ve una pared al fondo y algo elevada. No hay más sitio donde buscar.
Un ruido le sobresalta. Quizá salió desde detrás de esa especie de altar. Un siseo, como de unos pies que se arrastran. Las sombras hacen temblar a los muertos que les rodean. Tiene miedo. Pero no el miedo a lo vivo que ha tenido durante toda su vida. Guardias que le persiguen, políticos que le traicionan, asesinos que le amenazan. No, es distinto. La bujía tiembla mucho más. Se agarra el amuleto y, algo encogido, retrocede uno o dos pasos.
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El mismo templo, el mismo subterráneo, verano de 2016
—¿Eso es un altar?
—Creo que no, es un sarcófago. Será difícil subir hasta ahí por los escombros de los escalones.
—¿Y el ruido?
—¿Qué ruido?
—¿Alguien arrastra los pies?
—...
—...
—¡Ooooosstias! ¿Qué cojones es eso?
Las luces oscilan conforme las suelta el arqueólogo y caen entre los guerreros milenarios. El estruendo del cinturón de herramientas disimula los berridos del magnate del ladrillo.
—¡No me dejes aquí, cabrón!
Sus manos se arañan con las piedras derrumbadas del templo y las suelas de piel de sus zapatos italianos, que sólo aprecia por su precio, resbalan en cada paso.
La lámpara oscilante del casco del arqueólogo se vuelve un momento al escuchar el berrido. Éste comienza con un grito desesperado y acaba con un largo lamento. No, a él no lo cogerá.
Apenas le quedan unos metros hasta la puerta de piedra que ha quebrado. Sube las escaleras. Pero se detiene. La estatua de arcilla parece haberse movido. Lo comprende. Es un puto gólem. Al instante siguiente está a los pies de la escalera sangrando por los oídos. Un guantazo dado por un guerrero de arcilla es así de contundente. Está ahí para impedir que cualquiera... o cualquier cosa, salga del subterráneo.
Apenas puede moverse. Ni oír. Pero sabe que el ser se le acerca.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.