Tormenta eterna en Kios: Capítulo IV

Imagen de Patapalo

La tormenta del día anterior se convirtió en una tempestad. La lluvia azotaba rabiosa las calles empedradas y golpeaba amenazadoramente las contraventanas de los caserones de piedra negra. Numerosos rayos iluminaban el mar embravecido mostrando su magnificencia y los truenos respondían a sus llamadas con violentas protestas. Oscuros nubarrones cubrieron la ciudad durante todo el día, obligando a los ciudadanos a permanecer en sus hogares. El viento recorría las avenidas a vertiginosas velocidades empujando con furiosa determinación a todo ser que osara interponerse en su camino.

El soplo apocalíptico acabó por derribar una enorme estatua erigida el año de la coronación del monarca, la cual cayó arrasando gran parte de la fachada principal de un acuartelamiento de la Guardia de Reos. El destrozo fue considerable, pero las inclemencias del tiempo impidieron dar solución al problema hasta que llegó el ocaso, momento en el que los exaltados elementos parecieron calmarse como por arte de magia. Parecía como si la llegada de la luna, que dejaba entrever su resplandor a través de las nubes, hubiera tranquilizado a sus inquietos espíritus. El viento degeneró en una suave brisa y la lluvia cesó como si se hubiera consumido en sus violentas acometidas contra las piedras milenarias de Kios. El mar controló sus bríos y acabó meciéndose suavemente al tiempo que acariciaba, casi con dulzura, los abruptos farallones que servían de asiento a la ciudad.

Al comienzo de la noche, la luna se abrió paso entre las nubes y bañó con su gélida luz plateada la abatida ciudad. La Guardia de Reos, junto con algunos voluntarios, se congregó alrededor de las ruinas del cuartel y comenzó a descombrar entre maldiciones, gruñidos y antorchas. Poco después de la llegada de la calma se reunieron Dersea y la mujer de la espada en el lugar convenido y, bajo la mirada pétrea del rey Humero, se escabulleron entre las sombras hacia las afueras de la ciudad. Una vez hubieron alcanzado el bosque que coronaba los acantilados la mujer de la espada rompió el silencio.

—Todavía no te he dicho mi nombre.

—Lo sé. Suponía que no lo hacíais para mantener el anonimato ―respondió Dersea entre jadeos. Se giró hacia la mujer, la cual miraba fijamente hacia el interior del bosque.

—Mi nombre es Juna ―dejó escapar con suavidad―. Me alegra ver a gente tan decidida como tú. Estudiamos cuidadosamente a las candidatas, y tu situación dejaba pocas dudas, pero aún así hay algunas que no se atreven a combatir, o incluso que nos consideran unas locas. ―Miró de soslayo a Dersea―. Corremos mucho riesgo poniéndonos al descubierto frente a desconocidas, pero es necesario que lo hagamos para alcanzar la victoria ―sonrió maliciosamente mirando al frente―. Bueno, hoy sabremos si hemos acertado contigo.

Dersea no respondió. Se quedó pensando en las palabras de la guerrera. Parecía que se había metido en un túnel de único sentido en el cual ya no era posible dar marcha atrás. No obstante, aquella mujer le resultaba atrayente, como el modelo de lo que tendría que ser y no había sido por indecisión o por miedo. Además, pensó, al menos habían planteado las cosas claras y transparentes. No podían ser mala gente.

Continuaron avanzando entre las sombras hasta que alcanzaron un pequeño claro resguardado por una enorme pared rocosa. La luna iluminaba tenuemente el lugar. En el centro del claro había una enorme roca granítica cuya superficie mostraba unos intrincados jeroglíficos, vestigios de algún pueblo ancestral. Dersea pensó que la roca provendría de algún desprendimiento y que, al caer desde lo alto de la pared rocosa, habría quedado incrustada en el suelo. Juna le puso una mano sobre el hombro, sacándola de su ensimismamiento. Con voz suave pero firme le dijo:

—Es aquí. Hemos de aguardar hasta que aparezcan los emisarios de Urlen. ―Juna hizo una pausa esperando la reacción de la joven.

—¡Tenéis tratos con los Señores del Mar! ―le espetó Dersea mirándola presa de la confusión y el miedo―. Eso es alta traición. Nos pueden ahorcar a todas por ello. Nos estamos jugando el cuello para hacer tratos con piratas. Si la guardia nos descubre nos ejecutaran como a asesinas.

Juna la observó impasible y esperó con calma a que la muchacha acabará de hablar. Cuando finalizó le puso una mano tranquilizadora sobre el hombro.

—Es necesario derrocar al rey, y unas cuantas mujeres sin armas no pueden hacerlo. Por ello vamos a contratar con el dinero donado por Lua, la hermana del monarca, un pequeño ejército mercenario al mando de uno de los Señores del Mar, Urlen. Hoy decidiremos si les contratamos o no en la asamblea. Todas estamos de acuerdo en que será necesario un pequeño grupo de soldados para reducir a la guardia, pero hemos de juzgar si los hombres de Urlen son los más apropiados.

—¿Por qué ellos precisamente? No creo que sean de fiar.

—Son gente de palabra y están acostumbrados a pelear con los soldados de Kios, lo cual es una gran ventaja. Además, Lua conoce desde hace un par de años a Urlen. Es un fiero guerrero y, aunque bien es cierto que no hace concesiones en el campo de batalla, Lua nos ha asegurado que es un hombre de honor, y que tras cumplir el encargo no intentará mantenerse en el poder. De hecho, le será más producente aprovechar los tratados de alianza que promulgaremos que intentar mantenerse en el trono a la fuerza.

—Confío en que tengas razón ―respondió Dersea mostrando su abatimiento en la voz.

Un leve crujido devolvió el silencio al claro. Ambas mujeres se agazaparon tras la roca. Dersea se sorprendió al ver que Juna empuñaba ya la espada, a pesar de que no le había visto desenvainar. La hoja brillaba siniestra bajo la luz de la luna. Unos matorrales moviéndose captaron su atención. Juna sacó silenciosamente una daga y se la tendió sosteniéndola por el filo. Dersea la agarró temblorosa y se intentó hacer a la idea de que no era un juego ni una cacería, y que quizá tuviera que usar aquella arma antes de que acabara la noche.

Tres bárbaros surgieron de entre la oscuridad y la vegetación, todos ellos armados. El que abría la marcha era un joven rubio. Empuñaba una bella, aunque tosca, espada, a diferencia de sus compañeros, los cuales portaban hachas de batalla. Coronaba su cabeza un casco con cuernos y enmarcaban su cara dos largas trenzas doradas. Una barba rala le cubría parcialmente el rostro, del que destacaban unos ojos dorados de expresión altiva. Los otros hombres, aunque mayores que él, parecían estar a sus órdenes.

Juna les salió al paso, con los brazos abiertos en un gesto de amistad. El joven enfundó rápidamente la espada al tiempo que los otros dos se demoraban tras él. Dersea se levantó y se quedó a una distancia prudencial de Juna y del bárbaro. Éstos intercambiaron unas palabras en voz baja y, tras asentir con la cabeza, el joven hizo un gesto a sus compañeros, los cuales se acercaron hasta la guerrera. Hablaron un instante los cuatro y enseguida Juna reclamó la presencia de su camarada a su lado. Dersea observó más de cerca el rostro de los piratas.

Uno de ellos tenía una enorme cicatriz que le surcaba el rostro por encima de la nariz, provocándole una pronunciada hendidura. El otro tenía la mirada torva del que solamente es capaz de ver enemigos en todas las personas que conoce. Aun así, el rostro que más le impresionó y más miedo le produjo fue el del joven. Sus rasgos eran nobles pero su mirada reflejaba una dureza y una frialdad que Dersea juzgó como ansiedad por derramar sangre. Sin cruzar una palabra se internaron de nuevo en el bosque, esta vez en dirección a la ciudad de Kios.

Se desplazaron en silencio, nerviosos, fustigados cada uno por sus propios miedos, hasta que desembocaron en pequeño templete situado al borde de un fuerte desnivel. Dersea se asomó y observó la ciudad dormida a sus pies. Sólo había luz en uno de los barrios de la enorme polis. Supuso que sería la Guardia de Reos intentando adecentar la ruina en la que se había convertido su fortaleza. Entretanto, Juna, con la ayuda de uno de los bárbaros, había levantado una de las losas que formaba parte del suelo del templete. La guerrera se introdujo la primera, desapareciendo en las sombras de los subterráneos. Tras ella fueron entrando los piratas, desenfundando previamente sus armas. Una punzada de miedo e incertidumbre espoleó a Dersea que, instintivamente, desenvainó también su arma. Los guerreros apenas le dedicaron una mirada, pues no esperaban ningún mal de ella. La joven respiró una profunda bocanada de aire y, finalmente, se reunieron todos en el estrecho túnel.

Colocaron de nuevo la losa y encendieron un par de antorchas para alumbrarse. El pasadizo estaba parcialmente inundado, pues la construcción era antigua y el agua vertida durante la tormenta diurna se había filtrado hasta formar grandes charcos que les lamían los pies hasta los tobillos. Juna se dirigió al grupo con voz potente y clara:

—Cruzaremos estos pasajes hasta la sala de asambleas. Para más seguridad saldremos por los túneles del oeste una vez hayamos concretado los términos de nuestro acuerdo.

Los tres emisarios asintieron impasibles y siguieron a la guerrera cuando ésta se internó en los retorcidos corredores. Dersea cerraba el paso, intentando mantener la compostura y parecer peligrosa. Le hubiera gustado tener la determinación de la mujer de la espada o el toque, casi mágico, de la anciana. Al recordarla tocó sin darse cuenta el amuleto con forma de sílfide que le había sido entregado la noche anterior. Un leve estremecimiento le recorrió el cuerpo, pero por más que lo intentó no detectó el motivo ni el origen de éste. Tenía el vago presentimiento de que algo no marchaba bien, pero al no poder concretarlo en nada lo achacó a lo extraordinario de la situación. Dicho sentimiento se entremezclaba, además, con una improbable sensación de paz interior que le intrigaba más que le preocupaba.

Pensó que quizá se debía a la seguridad que le proporcionaba ir armada o a que quizá había conseguido encontrar por fin una forma de luchar por lo que siempre había defendido. Esta explicación le complació sobremanera y, aunque no estaba muy convencida de que el método que estaba utilizando era el más apropiado, se sintió muy pagada de sí misma. Aún absorta en sus pensamientos, Dersea entró en la sala de asambleas cerrando la comitiva. Allí se encontraba, como la noche anterior, la fantástica corte de aquella reina sin trono, enferma, como su hermano, de una ambición incontrolada. Todas las presentes se encontraban visiblemente nerviosas, excepto Lua, la hermana del rey, y la anciana espectral que, al igual que la noche anterior, vestía como una aparición.

Los bárbaros se descubrieron las cabezas y se arrodillaron ante la dama, la cual, como era costumbre en ella, ocupaba aquel trono milenario. El joven desenvainó su espada y lo apoyó, paralelo al suelo, sobre su rodilla desnuda. Con una voz vigorosa y melodiosa entonó a modo de saludo:

—Yo, Hunos, hijo de Urlen, he traído mi acero para postrarlo a vuestros pies y elevarlo a vuestro servicio. Que desde este día hasta aquél en que expire nuestra alianza seamos como hermanos en la paz y en la guerra.

Con gestos teatrales Lua se acercó hasta el joven y lo levantó tomándolo de los hombros. Con voz suave contestó a su saludo con la formalidad que correspondía.

—Nos sentimos enormemente halagados por vuestra presencia aquí, oh, heredero del Clan Kastah. Que la ayuda que nos brindáis ahora podamos recompensárosla con largueza en el futuro.

Los tres guerreros se pusieron en pie y Hunos sonrió a Lua. Fue una sonrisa espontánea, fuera del protocolo, única pista que podría haberle mostrado a Dersea cómo era realmente aquel pirata antes de que se desarrollasen los hechos que le mostrarían, con su dureza, la nobleza de aquel príncipe saqueador. Con una mayor suavidad en la expresión se dirigió a las congregadas.

—Tenemos ya pertrechados al centenar de guerreros que, a las órdenes de mi padre, tomarán el palacio real durante el alzamiento. Los términos de la alianza son aceptados por nuestra gente tal y cómo los planteasteis en un principio, pues nos parecen justos y asequibles. Procederemos pues cómo quedó acordado.

—Nos alegra oír vuestras noticias, Hunos. Y, en vista de que nuestra alianza ha quedado sellada para el beneficio mutuo, creo que podemos disolver esta reunión, pues aún nos acecha el peligro de la Guardia de Reos, que se revuelve inquieta, pues, cómo si de una señal divina se tratara, hoy el cielo ha desplomado sobre ellos uno de sus iconos.

—Partiremos sin demora entonces.

Dicho esto el joven giró sobre sus talones y, precedido por Juna, abandonó la estancia. Tras él fueron sus dos guerreros y, sin saber muy bien por qué, Dersea. Ya en los corredores la mujer de la espada volvió a hablar.

—Será un honor combatir a vuestro lado, mi señor. Ahora nos reuniremos con tres de nuestras mejores exploradoras para mostraros los puntos claves del interior de la ciudad, así como la entrada por la cual se introducirán vuestras tropas el día señalado, hacia la cual nos dirigimos en estos momentos.

Sumidos en la oscuridad de los pasadizos, Dersea pudo darse cuenta de que se dirigían hacia la puerta del Gran Mausoleo. Al llegar a la base de dicha construcción, Juna recorrió con la antorcha el techo hasta dar con la baldosa móvil que permitía el acceso a la cripta. Una vez la hubo localizado golpeó con el mango de su espada en ella tres veces. Al momento, la losa se deslizó movida desde arriba, y una mujer vestida con una túnica negra se asomó al interior del pasadizo. Ayudados por ella fueron saliendo al exterior uno tras otro.

Cerraron de nuevo el acceso a los túneles y apagaron la antorcha. Con voz queda les explicaron a los guerreros lo que iban a ver, puesto que en el exterior no podrían hablar. Iban a escalar un pequeño repecho de la montaña desde el cual se podía observar el palacio del rey, el cual debían tomar sus tropas. Éstas atacarían desde el interior, puesto que la defensa de Kios estaba dispuesta hacia el mar. Tomarían el palacio rápidamente, antes de que el monarca pudiera organizar a sus efectivos, puesto que éstos serían sin duda mayores que los de los conspiradores. Lua confiaba en que una vez se proclamara reina tras eliminar a su hermano quedarían solamente unos pocos disidentes, principalmente miembros de la beneficiada Guardia de Reos, que serían gustosamente eliminados por los guerreros de los Demonios Nocturnos. Una vez hubiera sido restablecido el orden en Kios, los piratas de Urlen abandonarían la ciudad por mar.

Los tres emisarios de los Señores del Mar escuchaban con atención los detalles proporcionados sobres los puntos claves de la estructura de la ciudad, memorizándolos para poder visualizarlos una vez subieran a la ladera. Terminadas las explicaciones, la comitiva se dispuso a salir al exterior del mausoleo.

La puerta se abrió con un quejumbroso chirrido y el frío nocturno invadió la estancia en forma de soplo de viento. Una exploradora salió junto con el pirata de la cicatriz en el rostro. Hunos observaba el rostro del guerrero muerto mientras el grupo iba saliendo al exterior, agazapados y en silencio. En un momento comenzó el caos.

La exploradora cayó bajo el filo del hacha sin llegar a darse cuenta de la procedencia de aquel ataque. Una jauría de perros se abalanzó, antes de que ésta cayese al suelo, sobre el bárbaro, que instintivamente había desenfundado su propia arma. Dersea miraba, paralizada por el pánico, cómo el grupo de soldados, hacha y escudo en mano, cerraba un círculo mortal alrededor de ellos. Vestían cotas de malla negras como sus perros y protegían sus cabezas con yelmos de cuero, reforzados por anillas como las de los petos, rematados por una corona de colmillos de oso. Había uno adelantado al resto de la formación, en cuyos ojos brillaba una furia asesina deleitada con la sangre recién derramada. Le reconocieron fácilmente como Lirias, capitán de la Guardia de Reos y hombre de confianza del rey.

El hombre de la cicatriz le quebró la cabeza al primer mastín de un diestro hachazo, demorando así el ataque del resto de los perros. Al oír los gritos salieron rápidamente del mausoleo el resto de los conspiradores, con los aceros en mano y la determinación en el rostro. Dersea era la única que no acertaba a actuar.

Los Guardias de Reos eran una docena y combatían con serenidad, distribuyéndose estratégicamente alrededor de sus víctimas. Los perros cayeron los primeros, no sin antes herir al bárbaro de la cicatriz en el rostro. Hunos intentó organizar una defensa efectiva frente a los experimentados guerreros de Kios, pero les superaban ampliamente en número. El combate iba inclinándose, lenta pero inexorablemente, a favor de la Guardia de Reos. Una sonrisa cruzó la cara del príncipe pirata, fugaz y amenazadora como un relámpago. Entre jadeos se dirigió a sus compañeros en su lengua natal:

—¡Arlan! Protéjelas en la huida hasta el Desesperación. Nosotros hemos venido a luchar con las tropas de Kios y lo haremos hasta la muerte. Jugal, ¿estás conmigo?

—Hasta la muerte, mi príncipe. Hasta la muerte, mi niño. ―Respondió con el semblante congestionado el hombre de la mirada hosca.

Dersea, como si hubiera podido comprender las palabras del joven, despertó de su aturdimiento y se echó a correr hacia la ladera de la montaña. Dos de los guerreros de Kios siguieron con la mirada, instintivamente, a la joven que huía, situación que no desperdició Hunos. Antes de que pudieran volver a girarse hacia el combate le rebanó el cuello limpiamente a uno de ellos, el cual cayó como un guiñapo, todavía girando sobre sí mismo, al suelo. Aprovechando que el príncipe le daba la espalda, otro guerrero corrió hacia él dispuesto a eliminarlo. Juna saltó sobre el guardia y, abrazados violentamente, cayeron rodando por una pendiente hacia la parte baja del cementerio. El príncipe pirata se encaró con el otro soldado que se había girado hacia Dersea y, con un veloz movimiento de muñeca, le cortó los tendones de la mano derecha.

Mientras, el hombre de la cicatriz consiguió abrir una brecha en la defensa de los kianos y huyó por ella junto con las dos exploradoras supervivientes. Fue entonces cuando Hunos y su mentor cargaron el peso de la batalla sobre sus hombros, con la seguridad de que iban a visitar el Walhalla antes de terminar la noche. El hombre de la mirada torva cubría, con la determinación del que sabe que va ha morir, al hombre al que había criado desde niño, manteniendo a raya a cuatro guerreros experimentados. Hunos retrocedió combatiendo hasta estar espalda con espalda con aquél que fue su tutor y le enseñó el arte de la guerra. Dersea no se enteraría hasta el día siguiente de que aquella osada pareja, aun torturados por sus heridas y asediados por unos enemigos superiores en número y armas, consiguieron mandar al infierno a tres guardias más antes de caer derrotados sobre un inmenso charco formado por su propia sangre que, al igual que su vida, se les fue escapando poco a poco del cuerpo.

Dersea trepó hacia la cumbre de los acantilados tan rápido cómo se lo permitían sus miembros entumecidos por el frío y estimulados por el pánico. Jadeaba como un animal y se caía constantemente, pues le era difícil mantener el equilibrio sobre el barro de la ladera. Al llegar a los primeros árboles que crecían en el borde del cementerio detuvo su loca carrera. Allí, apoyó su espalda contra el tronco de un árbol joven e intentó restablecer el control sobre su desbocada respiración. Su corazón, fuera de sí, pugnaba por romperle las costillas y escapar de su pecho.

Los sonidos de la batalla ascendían hasta su posición cómo una siniestra advertencia del peligro que la acechaba. El resonar del acero y los alaridos agónicos de los moribundos, así como los no menos espeluznantes de los heridos, se mezclaban con los gritos de las órdenes y las maldiciones de los combatientes, conformando una música macabra y cruel. Dersea lloraba y temblaba de miedo.

Se giró de nuevo hacia cementerio y vio cómo el bárbaro de la cicatriz saltaba junto a las dos exploradoras el murete que separaba el bosque de aquel lugar de reposo eterno convertido en una orgía de muerte. Tras ellos, cómo perros de caza, un reducido grupo de guardias de Reos corrían, hachas en mano, dispuestos a darles muerte. Los tres fugitivos se separaron y se perdieron en la espesura del bosque. Una de las exploradoras huyó hacia el lugar que ocupaba Dersea, perseguida por dos guerreros que gritaban como si estuvieran poseídos. La mujer resbaló en la ladera justo cuando pasaba por debajo de Dersea. Ésta pudo leer el pánico en sus ojos, la desesperación de no poder escapar de la muerte. El soldado que iba más adelantado le propinó una fuerte patada en la cara, proyectándola contra un árbol. Lentamente, aprovechando el aturdimiento de la mujer, levantó el hacha dispuesto a ejecutarla.

Algo se encendió en ese momento en el pecho de Dersea. Todos los miedos se disiparon y su espíritu se sobrepuso a los fantasmas del pánico. Aferró con determinación la daga y, con la furia que había tenido enterrada durante largo tiempo pintada en el rostro, saltó sobre el degollador. Chocó violentamente con él y ambos rodaron por el suelo. Dersea se levantó rápidamente y se puso en guardia frente al soldado, el cual todavía se estaba incorporando y había perdido el hacha a causa de la embestida. Dispuesta a matarlo o morir en el intento se volvió a lanzar contra él, esta vez con la daga por delante. Sin casi darse cuenta, le incrustó un palmo de acero en el cuello al no menos perplejo guerrero.

Atónita ante sus propios actos, la llegada de los compañeros del guerrero le pasó desapercibida hasta que un fuerte golpe en el estómago le hizo caer a un lado. Pudo notar el salado amargor de la sangre en la boca. Se intentó incorporar pero un nuevo impacto la tiró de espaldas al suelo. Pudo ver a aquel siniestro guerrero, embutido en su negra armadura, avanzar hacia ella al tiempo que desenvainaba una espada corta. Sus ojos sólo reflejaban odio y desprecio. De repente, una esbelta figura se interpuso entre ella y el soldado. Aun de espaldas pudo reconocerla: era Juna, la mujer de la espada.

A sus ojos, se movía con agilidad y mantenía a raya lo que a Dersea le pareció una horda de guerreros. Todo parecía muy irreal. La vista se le nublaba y la sangre mezclada con bilis le impregnaba la boca. No sabía si la cara la tenía mojada de lágrimas o sangre, si se estaba muriendo o solamente era dolor lo que sentía. Apenas se dio cuenta de lo que ocurría cuando vio caer a Juna al suelo. La guerrera cayó sobre sus rodillas, con el corazón atravesado, y luego boca abajo al suelo. Todo parecía un mal sueño. Una pesadilla dantesca que finalizaría al terminar esa noche de muerte y destrucción. Dersea intentó levantarse, pero sus brazos no le respondían.

Poco después oyó la desagradable voz de Lirias vituperando a sus hombres. El desagradable sonido que producía en la mente de la joven era como una tortura adicional. Lo notó desplazándose hacia ella y, al momento, sintió un fuerte tirón en la cabeza al jalarle éste de los cabellos. La arrojó con la misma violencia con que la había incorporado y gritó a sus hombres.

—Coged a estas dos y llevadlas al Edifico de Justicia. Al rey le complacerá que llevemos a dos prisioneros vivos. A los muertos echadlos al carro; servirán de alimento a los perros de la Arena.

—Señor ―terció una nueva voz―, permítame formar un destacamento con los hombres que no estén heridos para peinar la zona en busca de más sacrílegos y traidores.

—Cómo te plazca, soldado. Nosotros ya hemos finalizado lo que habíamos venido a hacer.

Dersea oyó cómo se alejaba el capitán y poco después notó cómo se elevaba del suelo. Fue entonces cuando perdió la consciencia, mientras acariciaba como un autómata el amuleto de la sílfide y recordaba las palabras de la anciana: “A veces es necesario el sacrificio de unos pocos para alcanzar el bien común”. Con este pensamiento se sumió en las tinieblas, con la tranquilidad y la seguridad de haber obrado correctamente, con la esperanza de que el sacrificio no hubiera sido inútil e intentando convencerse a sí misma de que aquello no era una derrota, sino el comienzo de una victoria. Poco podía imaginarse en ese momento lo que se puede llegar a adulterar una historia dependiendo del punto de vista del que la narra.

 

***

 

Al cabo de unas horas despertó en una fría y malsana mazmorra en lo más profundo del Edificio de Justicia. Estaba cubierta de sangre seca y le dolían todos los músculos y huesos. Parpadeó unas cuantas veces para adaptar la vista a la total oscuridad y miró en derredor. El suelo estaba cubierto de paja y un par de ratas vagaban con impunidad buscando algo de comida. En la esquina contraria a la que se encontraba ella vio otra figura agazapada.

Adivinó, más que vio, que se trataba de la exploradora a la que le había salvado la vida. Era una mujer de unos treinta años que no recordaba haber visto en la ciudad. Tenía el rostro surcado por las arrugas pero su cuerpo se mantenía joven debido al ejercicio constante al que lo tenía sometido. Tenía un enorme moratón en la cara, allí donde el guardia le había golpeado con la bota, y sus ojos estaban cubiertos de lágrimas. Dersea le llamó con suavidad al tiempo que intentaba acercarse hasta ella. El grillete que le aprisionaba las piernas le impidió alcanzarla. La mujer se acercó todo lo que pudo a la joven y en medio de la oscuridad y de la miseria se consolaron mutuamente.

Al rato, la puerta del calabozo se abrió con un desagradable chirrido. Un ausente totalmente calvo entró abriéndole paso al capitán de la Guardia de Reos. Éste llevaba una fea herida abierta en el rostro, justo debajo del ojo izquierdo. Sin decir una palabra, se quedó mirándolas con desprecio. Tras él entró el obispo, embutido en una rígida túnica negra con la capucha cubriéndole la cabeza. Sus ojos eran como dos témpanos de hielo. Con una voz impregnada de odio y asco se dirigió hacia las prisioneras:

—No hay posibilidad de redención para las traidoras y sacrílegas como vosotras. Habéis introducido asesinos en nuestras tierras y profanado nuestros lugares sagrados. No obstante, podréis libraros de la tortura del interrogatorio si accedéis a informarnos acerca del nombre del resto de los conspiradores. ―Hizo una pausa en espera de una respuesta que consideraba improbable―. Dada vuestra actitud me veo obligado a anunciaros vuestra ejecución mañana por la noche tras sufrir todos los tormentos que el capitán de la Guardia, responsable de la seguridad de nuestra hermosa ciudad, crea que son necesarios infligiros.

Tras aquella declaración, los hombres fueron saliendo uno tras otro de la sala. El capitán se demoró un poco para dedicar una sonrisa inquietante a las prisioneras. Éstas, a pesar de esperar lo peor, no recibieron ningún tormento físico hasta el momento de la ejecución ya que, después de todo, el capitán Lirias era un hombre de armas y no un verdugo y, a pesar de su rudeza de trato y su violencia en el combate, seguía considerando un acto de depravación el infligir torturas innecesarias a un enemigo ya derrotado.

Dersea, aunque vencida y dolida por la pérdida de las recién encontradas camaradas, se sentía contenta consigo misma y, a pesar de su inexperiencia, fue ella la que consoló a su compañera de desdichas. Era cómo si la violencia de los hechos de aquella noche le hubieran hecho desarrollarse completamente y le hubieran conferido el valor que había ansiado desde niña. Pensó que no existía una forma más digna de abandonar esa ciudad ingrata y se congratulaba de poder dar testimonio con su vida de la injusticia reinante. La presencia de la dama de la guadaña que tanto le había inquietado de niña parecía no poder perturbarla ahora que era indudable que iba a recogerla a ella.

En el gran caserón de piedra negra, Kela, su hermana gemela no podía ni imaginar el porqué del retraso de su hermana. Al igual que la noche anterior pensó, cuando la vio marcharse, que habría ido a ver a su amado, pero al observar que amanecía y aún no había regresado a su habitación comenzó a preocuparse. Encubrió su ausencia para que su madre no se diera cuenta y no le reprendiera por su actitud y salió a la calle para intentar localizar a Dersea. Difícilmente podría haberse imaginado la situación en que se encontraba su gemela mientras recorría las calles pensando en lo que quería a su hermana y alegrándose por fin de volver a tener algo en común con ella, ansiando volver a los viejos tiempos, cuando eran inseparables y su amor era lo único que les importaba en aquella ciudad que nunca habían abandonado.

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