La fábrica

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Una fábula sobre la soberbia

 

La fábrica. La omnipresente fábrica. Inmensas salas, tenebrosas naves, corredores interminables. Enjambre de turbinas, sumideros, generadores, hornos, tuberías, bielas, motores, rotores, temores. Hierro y vapor. Ruido y óxido. Siempre en funcionamiento. Siempre produciendo. Nada se detiene en la fábrica. Todo debe continuar rindiendo más y más. Más y más rápido. Más y más grande. Sea lo que sea.

Gracias a Dios, alguien vigila y cuida para que todo vaya bien...

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El despacho del Director es luminoso, amplio. Lo reforma anualmente, a pesar de que esa contingencia nunca se contempla en los presupuestos. Inconcebible. ¿Cómo va a hacer bien su trabajo si no dispone de un ambiente adecuado, digno de su categoría? ¿Qué pensarían de él sus colegas? ¿Cómo le respetarían sus subordinados? No, el despacho debe renovarse como tarde una vez al año, con los mejores materiales y el mobiliario más suntuoso. Salga el dinero de donde tenga que salir. Siempre hay partidas demasiado hinchadas, como las de renovación de maquinaria obsoleta, o la de adquisición de arneses de seguridad. En cambio otras, como las de indemnización por accidentes, siempre se quedan cortas, cavila apático el Director, incapaz de relacionar ambas cuestiones. Tiene el cerebro demasiado ocupado en elegir el color de la tapicería de su nuevo tresillo. Debe ser bien grande y cómodo para que quepa su orondo trasero de morsa.

Su labor se ve interrumpida por la aparición de un sudoroso hurón que, con los brazos llenos de papeles y chillando histérico, irrumpe en el cuarto como una exhalación, tropezando con todo a su paso.

—Señor Director, señor Director —su vocecilla refleja un claro tono de preocupación rayana en el pavor.

—¿Qué pasa?, ¿qué escándalo es éste? ¿Cómo se atreve, jovenzuelo impertinente, a interrumpirme en mis importantes labores? ¿Se cree que aquí estamos para haraganear? Salga inmediatamente y rellene una instancia si quiere hablar conmigo. —Se vuelve a las grullas que le acompañan y comenta indignado—: Ah, las formas, ¡cómo se están perdiendo las formas!

—Señor director, discúlpeme, pero esto no puede esperar. Es terrible, una catástrofe, una tragedia.

—Pero, ¿qué sucede? —Al orondo gerente no le gustan que le vengan con problemas, siempre incordiando.

—Verá, señor Director, todavía no tenemos muy claro por qué, pero se ha producido una subida de tensión que ha pasado desapercibida al controlador y ha puesto en funcionamiento los relés de difusión de gases que nadie sabe cómo pero estaban a su vez conectados con el sistema secundario de refrigeración que insólitamente estaba activado y a su vez ha transmitido potencia extra al circuito principal de generación de energía cuyos parámetros alguien había configurado mal, haciendo funcionar insospechadamente las calderas auxiliares que estaban reparándose sin que nadie las hubiese previamente aislado de la turbina central que al parecer se adquirió sin válvula de seguridad y...

—Resumiendo, chaval, que no tengo todo el día.

—¡Todo va a estallar!

—¿Qué?

—¡Que todo va a estallar, a hacer pum, a volar por los aires en pedacitos!

—Pero... ¿Cómo puede ser? ¿Cómo nadie me ha avisado? Yo no tengo la culpa, no sabía nada. ¡Rodarán cabezas! ¿Qué va a ser de mí...? —Ahora era el Director quien sudaba abundantemente. Se giró hacia el trémulo huroncillo y agarrándole de la pechera de su traje le espetó—. ¿No se puede hacer nada?

—Bueno, sí —repuso la temblorosa criatura—. Según el viejo búho de la división de ingeniería, si se cierra la llave de la tubería nueve de la sala de máquinas, el excedente de calor se expulsará al exterior y el peligro habrá pasado, al menos hasta que se revise la instalación y podemos adoptar una solución definitiva.

—Pues entonces, no hay problema —respondió aliviada la morsa—. ¿A qué espera? Baje inmediatamente a la sala de máquinas y dé orden de que se cierre la llave ésa.

—Pero... Yo soy del departamento de supervisión —dijo el hurón ajustándose las lentes—. Nosotros no bajamos a la fábrica. Somos administrativos de nivel 4. La fábrica es sucia y lúgubre.

—Bueno, no puedo pedir a alguien de su nivel que abandone la zona de oficinas. Mande el mensaje a través de alguien antes de que sea demasiado tarde. ¿Es que lo tengo que hacer yo todo? ¡Qué sería de la fábrica sin mí!... Ah, tienes razón, querida, ese color sí que es moderno, y combina estupendamente con mis ojos.

Una hora más tarde un indolente hipopótamo bajaba pesadamente las escaleras hasta la sala de control del sector D. Llamó a la puerta. Minutos más tarde golpeó con más fuerza, indignado por no haber obtenido inmediata respuesta. Estaba a punto de irse cuando un maloliente cerdo en camiseta le abrió y miró de arriba abajo, intrigado por cuál sería el motivo que había hecho acudir a un estirado de las plantas nobles hasta allí.

—Me mandan para deciros que tenéis que cerrar una llave en la sala de máquinas, y rapidito, que debe ser urgente. Que siempre estáis perdiendo el tiempo. Holgazanes...

—Qué llave...

—¿Cómo?

—Que qué llave hay que cerrar. Hay muchas llaves.

—Pues la que sea. Encima de que bajo a decíroslo, tengo ahora también que hacer vuestro trabajo.

—Si no me dices cuál...

—Pues la cinco, mismamente, que parecéis tontos.

—La cinco pertenece al sector C. No es aquí —y cerrando la puerta le dejó con la palabra en la boca.

No le quedó más remedio al hipopótamo que regresar contrariado y cabizbajo, rumiando que todos los problemas le caían a él, además de ser, seguro, el que más trabajo sacaba de la Fábrica. Ingratos. Aunque eso sí, no tenía ninguna intención de ir al sector C. Hasta ahí podíamos llegar, él no estaba para esas cosas. No era el criado de nadie. Así que, dos horas más tarde, aprovechando que un chimpancé de mantenimiento había subido a cambiar una bombilla y de vuelta pasaba por allí, le traspasó el encargo y se despreocupó.

Por su parte, el chimpancé, a mitad de camino, se percató de que era la hora del almuerzo. Los de mantenimiento tenían además diez minutos más por convenio. Era un privilegio que se habían ganado a pulso y no pensaba desperdiciarlo. Le gustaba ver cómo el resto, al acabar el descanso, regresaban abatidos de vuelta a sus puestos, y ellos en cambio podían permanecer risueños en la cafetería viéndoles partir con fingida lástima. Pero para eso eran los de mantenimiento: “Oficiales de servicios dispersos”. Nada menos.

Así que cuando llegó al sector C se había olvidado por completo del recado que le había dado el pedante del conserje, que, además, le caía fatal, siempre tan engominado. Sólo al coincidir en los vestuarios con el encargado del sector C saliendo de turno, recordó vagamente que tenía un aviso que dar.

—Oye, bielas, me dieron un encarguito para ti de los de arriba. Pero no me acuerdo bien qué era...

—Que les zurzan a los de arriba. Por mí como si se cae el edificio. He acabado mi jornada y me voy.

—Era algo sobre cerrar una llave de la sala de máquinas, la tres, o la cuatro. No sé. Tú veras.

—Pues si mañana me acuerdo, vale, y, si no, que muevan el culo y bajen ellos. ¡Para lo que hacen!

Al día siguiente toda la fábrica estaba atestada de vapor, y hacía un calor insoportable. Las paredes ardían. El encargado, sin embargo, no le dio mayor importancia; bajó a su cuchitril, y se sentó, como cada mañana, a leer una vieja revista de hojas pringosas en el excusado. Sólo al cabo de un rato le vino a la mente la conversación con el mono. Llamó a su ayudante el armadillo y, a través de la puerta del retrete, le ordenó bajar a la sala de máquinas y decirle al fogonero que cerrase la llave... siete.

Mientras descendía por las angostas escaleras de caracol hacia su destino, el armadillo maldecía su suerte de no haber sido apreciado en su valía y acabar destinado como ayudante de aquel pedazo de jabalí. Él, que casi había terminado la escuela. Seguro que era por envidias. Incultos. El tiempo ya les pondría en su lugar.

Cuando por fin llegó, las paredes temblaban y los remaches saltaban por doquier. La fábrica se quejaba como un animal herido, pero todos la ignoraban como si realmente no estuviesen dentro de ella.

—Fogonero, que dicen que cierres la válvula.

Una rata vieja, llena de cicatrices, acompañada de otra más jovencita, asomaron sus hocicos por un agujero.

—¡Qué válvula, ni qué niño muerto! ¿De qué estás hablando?

—Eh, a mí me tratas con más respeto, que soy el ayudante del encargado. Pues la válvula, la llave ésa. Si no se te dice nada más, es porque será la primera. La uno... Ratas. No servís para nada.

El curtido roedor escupió al suelo mientras observaba cómo aquella presuntuosa criatura se marchaba sin dar mayor explicación, ufano con la deducción que acababa de hacer. Miró a su aprendiz y le dijo:

—Ya me parecía a mí que estas sacudidas no eran normales. Desde luego que hay que cerrar la llave. Pero no la uno, que estos petimetres no se enteran ni de qué va la vaina. Tú, ve al pasillo de atrás y me cierras la ocho. Ésa es la que hay que cerrar. Llevo ya aquí muchos años como para saber lo que hay que hacer y lo que no. Me van a enseñar a mí esos lechuguinos.

El pequeño ratón, que no tenía mucho cerebro, se dirigió a cumplir la orden de su jefe. El único problema era que no sabía leer, y claro, por muy señalizadas que estuviesen las llaves con su correspondiente cartel, pues no podía adivinar qué llave era ésa que tenía que cerrar. Como tampoco quería que nadie supiera que no sabía leer y se riesen de él, decidió echarlo a suertes y cerrar la que tocase.

Al hacerlo, por un momento pareció que la fábrica se doblaba sobre sí misma para, a continuación, expulsar por una tobera una cantidad inmensa de gas oscuro como la pez que escapó produciendo un sonido estridente. Al rato, todo había vuelto a la normalidad, y cada cual siguió con sus quehaceres, refunfuñando con lo injusta que era la vida con ellos.

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Sí, es verdad, en la fábrica nunca pasa nada. Pero alguien, en algún lugar, debe estar riéndose a carcajadas.

 

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Félix Royo
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Muy interesante. Coincide a la perfección con el organigrama que conozco de la Opel

El genio se compone del dos por ciento de talento y del noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación ¦

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Léolo
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Una pequeña obra maestra

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Nachob
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Jo, así da gusto.

 

Este relato fue la segunda opción para el mundofábrica, pero gustó más el que ahora deberíais todos tener en vuestra biblioteca, y, si no, comprar ya mismo.

 

Sonrisas

 

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Imaka
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Me ha gustado el relato... lo tremendo es que, sin duda, esta basado en hechos reales de muchas empresas grandes...

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Asha
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Después de alguna indirecta directa, y alguna directa indirecta (con toda la razón del mundo), vengo a comentarte lo que me pareció tu relato.
Me gustó mucho como retrataste cada uno de los personajes, me pareció curioso porque cada uno de ellos existe, y antes de leerlo no me había dado cuenta.
Me gustó mucho también los toques de humor que tiene el relato, que te engancha hasta el final. Y tenía dudas de cómo ibas a acabarlo: si bien ó mal. Pero como es algo que se da en muchas empresas, tenía que acabar bien; porque de esta manera no se nota que muchas de las cosas salen bien por casualidad.
¡Merecida enhorabuena! Felicidades.

Todo cabe en lo breve... A.Dumas

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