Tormenta eterna en Kios: Epílogo

Imagen de Patapalo

La ciudad de Kios sobrevivió imperturbable a la matanza que en su seno se había llevado a cabo. Sus hombres y mujeres siguieron consagrados a la guerra y a sus crueles deidades. Los dioses del Mar Gélido extendieron su dominio y el testimonio de dolor y muerte de los descendientes de Orlik cayó en el olvido. Nadie ocupó el trono de la Dama Espectral. Nhao creó una asamblea de capitanes encargada del gobierno efectivo de la ciudad estado. La ley marcial marcaba las vidas de sus ciudadanos y las campañas de guerra tiñeron de sangre los mares del norte. La profecía de Kela se cumplió y Nhao no volvió a abandonar la ciudad; su acero nunca hubo de medirse de nuevo y la tristeza y la desesperación quebraron su corazón.

Cain llegó a nuestra tierra en un crudo invierno, la única estación digna de presentárnoslo. Nadie sabrá con certeza nunca cuáles fueron sus orígenes, ni si la historia que os he relatado es la de su vida o la de un desconocido. ¿No sigue siendo, acaso, mi buen amigo un extraño en tierra extraña?

No creo que importe ya ninguna de estas elucubraciones.

Afuera las hojas caen yertas, fulminadas por un invierno que devora al agónico otoño como una fiera salvaje que se nos quiera llevar al Averno. El viento aúlla como si supiera de mi legado y me maldijera por ello. Es el mismo soplo de los dioses que azotó las calles de Kios en los días sangrientos que marcaron a mi compañero y que destruyeron a sus hermanas. Idéntico huracán que acarició el tempestuoso mar del norte, inconcebible en su bravura para las gentes de las montañas.

La lluvia bañará pronto este valle, pero yo ya no podré contemplarla. Únicamente quedará de mí este pobre legado, la temblorosa confesión de mis miedos y ansiedades, plasmada a modo de cuento en estas hojas y aderezada con la nebulosa memoria de un viejo. Es ahora cuando me doy cuenta de lo poco que he vivido y de lo frágil que será mi náufrago recuerdo en este drakkar de papel. Sólo temo que los tempestuosos mares del futuro no me sepulten en la oscuridad eterna.

Noto el frío aroma de la muerte inundando la estancia. Su siniestra firma está estampada en los ojos de los cuervos que acechan mi ventana. La presencia de los carroñeros me indica lo que mi humilde condición no me permite ver; qué exquisito alivio el saber que no habré de contemplar el rostro de mi verdugo. Carece mi sangre del fuego que se requiere para contemplar el rostro de la Dama de la Guadaña, aunque sólo fuera un instante antes de entrar en sus dominios.

Resuena en mis oídos la suave melodía de un pífano. ¿Será el heraldo de la Dama Siniestra que anuncia mi pronta llegada al reino de los muertos? Sería el mayor privilegio de mi vida si se tratase de un duende, aquel hábil narrador que trajo hasta nosotros el eco de la triste historia de Kela. Puede que sean sólo delirios de mi trastornada mente los que me hacen creer que oigo música cuando únicamente debería escuchar el viento y mi propia respiración. Delirios que hayan trastocado la leyenda del perverso Akhul y hayan confundido los hechos en fantasías, delatando mi demencia de viejo decrépito.

Veo bajar a Cain de su casa en la falda de las Montañas Grises, donde él mismo erigió su hogar, en la tierra que nadie quería para sí. Sus profundos ojos grises siguen sugiriéndome la desesperación de aquellos días en su tierra natal. La cicatriz que delata su pasado brilla bajo el sol de invierno como prueba de lo que él jamás ha querido desvelarnos. Su voz ronca, quebrada de males y heridas, no llegará a consolarme en este día aciago ni podrá recriminarme por lo que ya he escrito, pues el ocaso del día llega y con él el de mi vida.

El sol se hunde en el horizonte, dispuesto a ceder su fuego a las hogueras del infierno que aguardan mi alma. Por el poniente se sumerge siguiendo su curso natural y pronto el final del mío seguirá a este agónico crepúsculo. Escribiendo estas letras siento cómo el frío beso de la muerte me conquista por las manos y las piernas como un húmedo y maligno humor. La vela se consume a mi lado y al desaparecer su luz me veo en los brazos de la más cruel de las amantes.

Que los dioses se apiaden de mi espíritu.

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