Dejando entrar al monstruo

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Breve reflexión sobre un tabú vampírico que siempre me ha resultado tremendamente ridículo: la necesidad del chupasangre de ser invitado para entrar en casa de las víctimas.

 

Siempre he creído que es importante echar la vista al pasado a la hora de escribir, ya que hay grandes claves escondidas tanto en los textos clásicos como en el mismo folklore que pervive en nuestro imaginario popular. En alguna otra ocasión, de hecho, he escrito ya sobre elementos de este acervo que de tanta utilidad puede resultar; hoy me centraré en uno que me ha intrigado largamente por considerarlo tan pueril como incomprensible, y al que por fin he creído encontrar el sentido: el tabú que impide a los vampiros entrar en una casa si no han sido invitados.

 

Hay que reconocer que, a priori, resulta bastante peregrino el concepto. Y no precisamente porque reste efectividad al monstruo, puesto que, narrativamente, da mucho juego en combinación con un elemento ineludible en este género literario: la estupidez humana. Todos recordaremos vívidamente la sensación que provoca saber que un personaje está haciendo lo que no debe sin que podamos evitarlo, ya sea bajar a un sótano con una vela o bajar del coche cuando se cala en mitad del bosque. Es como paladear la debacle antes de que se genere.

 

No, este tabú resulta peregrino por ser una limitación al vampiro, sino porque no queda muy claro de dónde sale semejante idea, a qué responde. Del mismo modo que asumimos rápidamente que la plata, como símbolo universal de pureza, sea una buena arma contra los seres de las sombras, o que un crucifijo encarne la fe que puede mantener a raya a las tinieblas, aceptamos que un vampiro tenga que evitar la luz solar o que no pueda atravesar un curso de agua -símbolo de la vida que fluye-. Pero, ¿de dónde demonios sale lo de requerir una invitación para entrar? Desde luego, no de la aristocracia de Drácula -no es una cuestión de etiqueta- ni de su efectividad como elemento narrativo con el que crear tensión -que sería consecuencia, en cualquier caso, no causa-. El origen, como cabía esperar, está en algo ancestral.

 

Me di cuenta este verano, tras leer dos novelas en particular. Una, Déjame entrar, de John Ajvide Lindqvist, desenterró la cuestión al rescatar este tópico del vampirismo dentro de una trama por lo demás bastante novedosa; otra, Blaze, de Stephen King, me dio la clave para interpretar ese particular tabú al desubicarlo del contexto vampírico.

 

En un momento dado de la novela del autor de Maine nos encontramos con un personaje de gran corazón dispuesto a adoptar en su familia a un huérfano procedente de una institución, digamos, conflictiva. Como lectores, sabiendo cómo en semejante trama las cosas se tuercen siempre que pueden, sabemos que está a punto de cometer el error que anhelan los vampiros: va a invitar a entrar en su hogar al monstruo.

 

No me refiero a que el monstruo sea el chico en sí -que claramente aparece en la novela como una víctima más- sino a que éste es el portador de los problemas, del "mal" si queremos optar por un discurso maniqueo, y a que una vez "dentro", integrado en la familia -como término concreto de uno más amplio: la realidad de la persona que abre su casa-, ya no podrá salir. Al menos, no fácilmente.

 

Éste es el significado que encuentro en la necesidad de ser invitado que tiene el vampiro. El mensaje es claro: si te atrincheras en tu casa, en tu reducto personal, los monstruos se quedarán fuera. Sólo los ingenuos y los imprudentes abren sus puertas y vulneran la seguridad de ese espacio que establecimos, ya en la edad de piedra, en las cavernas, amparados por el fuego.

 

Es un tabú maquiavélico, porque todos sabemos que, en el fondo, nadie puede vivir aislado en su burbuja, negándose a invitar a cualquier persona que no sea él mismo -porque de fiar, al 100%, no hay nadie, como nos recuerdan estas novelas-. Como seres gregarios que somos, no podremos evitar vulnerar nuestra defensa, arriesgándonos a que el vampiro, libre de la restricción, se aposente en nuestros dominios quién sabe con qué funestos resultados.

 

Y es precisamente en esa dualidad que finge acotar mucho el ámbito del monstruo, cuando en realidad le deja tantas puertas abiertas, donde reside la fuerza del tabú. Porque al final no sabríamos cuál es un horror peor: si vivir totalmente aislados, o dejar que el monstruo entre (sobre todo cuando unimos un segundo elemento al mito: el impulso de regresar con los seres queridos tras la transformación que sufren los vampiros). Sin duda, resulta algo inquietante, incluso para los que vivimos en una sociedad en la que las puertas se cierran con llave.

 

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linton
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qué curioso artículo, no he podido evitar reirme ante semejante idea y además algunas reflexiones son bastante interesantes!

La imaginación contra el poder

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Dennx
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Gran parte de relatos vampiricos, se generaron en epocas en que la enfermedad rondaba bastante, asi como cierta decadencia moral.

Muchas veces que alguien de una familia enfermara ,resultaba en el contagio de toda la familia, curiosamente dejar al enfermo afuera significaba la salvacion para la familia, en otras palabras, dejar entrar la maldad significaba irremediablemente la expancion de la misma al seno familiar, de ahi que tambien ciertos tabues sociales se convirtieran en causa de vampirismo. una extraña especie de efecto moralizante para mantener un nivel de pureza al interior de hogar.

For we who grew up tall and proud In the shadow of the mushroom cloud Convinced our voices can't be heard We just wanna scream it louder and louder louder http://profiles.yaho

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Patapalo
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Muchas gracias por los comentarios. Lo que comenta Dennx es muy cierto: la sombra de la enfermedad está ahí también, y tiene mucho peso sobre todo en lo del familiar que vuelve de la muerte como portador de muerte.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Panamuel
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Muy interesante el artículo. Y creo que bastante acertado el razonamiento.

Aunque estoy convencido de que en la casa de un hobre de alma sucia el vampiro ya puede entrar sin invitación. Porque ya la tiene. Pero en la del hombre temeroso de Dios debe apelar a su ingenuidad o su estupida bondad para poder entrar y corromperlo. Porque de otra forma el propio vampiro sería más poderoso que Dios, el cual no puede proteger a sus hijos de él.

Esa sería otra posibilidad, sin duda. ¿De que sirve ser puro y devoto si no te da ventajas frente al mal? La fé, como muchas otras cosas, también es interesada.

Tres condiciones se requieren para ser feliz: ser imbecil, ser egoísta y tener buena salud. Pero bien entendido, si falla la primera condición todo está perdido (Gustav Flaubert)

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