Veraspada VII

Imagen de Capitán Canalla

Séptimo capítulo de la novela de fantasía de Capitán Canalla

 

—Debemos irnos, la chapuza perpetrada por el brujo no ha alcanzado esta zona, pero no es seguro, los escombreros están como cabras dijo aquello totalmente en serio. Aquella noche había pasado algo realmente extraño que le tenía intranquilo y había estado tomando notas mentalmente. Necesitaba compartirlas con alguien para estar seguro pero creía que se acercaba algo gordo—. En la playa gris habrá botes y tengo un amigo en el barrio del puerto que puede ayudar al chico.

La mujer negó con la cabeza. Estaba sentada en la mesa con la cabeza de Helar en las piernas.

—Le está subiendo la fiebre. No sé si podrá soportar un viaje por la bahía.

Helar sonrió tétricamente, y pese a su lamentable estado habló con una lucidez asombrosa.

—Y no aguantaré mucho más aquí, de una forma u otra estoy jodido. —Tomó aire e hizo un intento de incorporarse que terminó con un evidente latigazo de dolor, vómitos y, al fin, palabras—: Vámonos… y no me dejéis en ninguna esquina o mi fantasma os atormentara.

—Míralo, sigue teniendo sentido del humor. Eso es bueno. Sin apenas esfuerzo pero con mucho cuidado, el mago recogió al herido y comenzó la marcha.

 

Los ángeles habían vuelto al hogar de los fieles, muchos de los cuales habían dado su vida por la llegada esa noche. Una de las criaturas, le pareció que era aquel que había llamado Antaras, portaba en sus fuertes manos al primogénito de la ciudad. Su armadura estaba rota y cubierta de sangre y vómitos, su piel morena presentaba multitud de cortes menores y tenía el brazo izquierdo roto. En definitiva, su estado era lamentable, pero estaba vivo.

Al lado de Antaras estaba Ursalan, quien traía un hacha.

Con una imagen le hicieron saber que ya estaba hecho.

El profeta asintió, cogió un cuenco de barro repleto de cenizas y le hizo al primogénito la marca de los fieles. Una mera formalidad, pero los rituales eran importantes.

—Cenizas, solo quedarán cenizas cuando nuestras almas se vayan tras la llegada. Ahora eres uno de nosotros, un fiel.

Los ángeles habían desaparecido. Sabía que esperaban colgados del techo de alguna de las estancias más profundas, pero no importaba. Salió al largo pasillo donde se habían instalado muchas familias. Pidió a unos pocos que se llevasen al hijo de la reina a la plaza de las columnas rojas y le diesen de beber de un frasco. Y su hacha.

La llegada estaría más cerca aún gracias a su sacrificio.

 

—El ladrón escapó por las cloacas, patrón. —El mercenario estaba de pie detrás de Polep Krin, era el jefe de la compañía contratada para vigilar su pequeño palacio. En su voz había inseguridad. Aquella noche él y sus hombres habían podido hacer las cosas mucho mejor—. Le capturaremos.

—Silencio.

Durante largos e incómodos latidos solo escuchó el ruido de una esclava limpiando la sangre del suelo. Era la de la hija de Tiwon Dux, dueño de una de las fábricas más importantes de la ciudad.

—Diez de mis invitados han sido heridos, una ha muerto. Hoy, ahora, abandonaréis las dependencias que os facilité “y mañana os estaréis preguntando como habéis acabado en un foso lleno de sodomitas”—. Ya.

—Sí, patrón.

Bebió lo que quedaba de caldo amargo antes de pasar a la siguiente cuestión, menos seria pero más personal.

Habían robado en sus archivos toda la información que había almacenado y ordenado sobre sus hombres de armas. Era evidente que había sido el asesino: lo concreto de su hurto le delataba a los ojos de cualquiera que conociese la naturaleza de sus obsesiones. Ya había ordenado hacer venir al maestro interrogador Mise’Rat de su retiro en las plantaciones. El resto era cuestión de tiempo: ya había soltado a los sabuesos.

Krin estaba nervioso además de furioso, pero no lo aparentaba, no delante del servicio, pues aunque fuesen esclavos de crianza no era recomendable mostrar algún tipo de debilidad.

No era solo por el robo, claro; estaba el ataque de aquellas ratas de escombro que había tenido un inesperado éxito. Habían muerto centenares de mercenarios y tres familias destacadas, y uno de los príncipes estaba desaparecido. ¿Cómo habían entrado? ¿Con ayuda desde el interior del barrio, quizás de algún mercenario de la muralla?

Tenía que indagar en aquellas cuestiones, pero después de ocuparse otras más inmediatas.

—¿Ya han terminado los trabajos de limpieza? —No hizo esa pregunta a nadie en particular, sencillamente no era necesario al ser una certeza que iba recibir una inmediata respuesta. Además, odiaba personificar en exceso a su patrimonio.

—Sí, amo respondió un anciano pero vigoroso eunuco—. No queda ningún cadáver en los alrededores de la propiedad ni dentro de ella.

—Haced que los lleven a la Roca de los Piadosos se acercó un momento a una mesa y cogió un enorme tomo que había envuelto en pielesjunto con esto. Todo ha de llegar a Lax.

—Sí, amo. —El esclavo cogió el objeto con temeroso respeto y se marchó.

El nagrón llevaba semanas pidiéndole de forma insistente aquel manual de recetas antropófagas.

 

El viaje en bote tuvo un comienzo abrupto: varios escombreros les asaltaron en la playa gris con sus pequeñas dagas desenvainadas. Como no, fueron directos a por Ur’el, quien los mutiló con evidente asco. Mientras buscaban unos remos decentes con los que poder emprender su huida no dejaron de oír sus lastimosos quejidos.

La mujer los degolló como gorrinos pero Helar tuvo pesadillas intermitentes durante todo el viaje. Después de vomitar dos veces aquello se acabó. El ardor era demasiado fuerte y se daba asco a sí mismo, no dejaba de pedir perdón con voz pastosa.

Y con la consciencia vinieron los mareos y el miedo. Odiaba el mar por ser algo que le daba miedo y estar lleno de monstruos que poblaban sus pesadillas. Ser de monte es lo que tenía.

—Te estás poniendo amarillo. Sgrunt estaba delante suyo. Se había quitado el abrigo para darle calor y no calarlo de sudor. Tenía sus enormes brazos llenos de aros de metal y gruesas venas parecían a punto de estallar cuando se esforzaba con los remos—. No vomites encima del abrigo, que es de los buenos.

Helar cerró los ojos y se puso a rezar por primera vez en meses.

Debajo de él solo había muerte. Y peces asquerosos.

Llenos de espinas.

 

Los muchachos sacaron a otros escombreros de una casa ruinosa. Tenían armas pero eran pocos y débiles; reducirlos había sido fácil. Muchos lloraban al ser encadenados y arrastrados a la caravana de castigo. Zaram sintió algo de lastima por ellos, ya que la mitad serían ejecutados y la otra mitad expuestos en las calles de la ciudad y obligados a comer los restos crudos de sus compañeros; por otro lado, que se jodiesen.

Había un par de come ruinas bastante monos. Iba a tener que hacer algo con ellos antes de que acabasen en un plato.

De pronto alguien le llamó, uno de los veteranos, ¿quizás Tyged?

Sí, era él: aquella concatenación de palabras malsonantes solo podía ser suya. El canoso espantapájaros de piel blanca venía corriendo hacia él. Había algo raro en su cara.

¿Estaba sonriendo?

—¿Qué pasa, Tyged?

—La polla, señor, la puta polla. ¿Adivina qué pedazo de cabronazo hemos encontrado rodeado de bastardos folla piedras reventados como putos granos a base de hachazos?

—Dilo ya.

—¡Al príncipe Seete!

—¡Joder!

Quizás hoy la reina les concediese un contrato en su palacio.

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