Bourbon
Una nueva historia de relatos del rebaño
La petaca subió y bajó en un único y rápido movimiento, produciendo aquel característico sonido, una mezcla del tintineo metálico del tapón que choca contra el recipiente y el borboteo del líquido del interior. La noche se presentaba más fría de lo habitual, y Oso exploraba vías alternativas para entrar en calor.
Oso era un apodo que el joven había elegido a voluntad, al igual que habían hecho los demás integrantes del rebaño. Lo extraño es que en ningún momento lo hizo pensando en su voluminoso físico, sus cebados brazos o su vello greñoso. Ahora que lo pensaba, ni siquiera recordaba por qué lo había escogido.
Se encontraba en la azotea de un viejo edificio de dos plantas, sentado sobre una tumbona de plástico que había rescatado semanas atrás del ruinoso sótano de aquella misma casa. Bebía a solas a merced del paralizante viento nocturno, soñando despierto sin siquiera cerrar sus claros ojos aguamarina, contemplando las estrellas sin realmente verlas.
—Esos dos están tardando demasiado —había dicho un rato antes Gata, retirando el moreno y liso pelo que caía sobre su frente para dedicarle una preocupada mirada a Lobo, el líder del rebaño—. ¿Estarán bien?
—Será mejor ir en su busca —había dicho este levantándose como accionado por un resorte, y por eso Oso había tenido que hacerse el héroe, empuñando su revólver y adentrándose a solas en la noche que reinaba más allá de la cálida luz que brotaba de la hoguera, más allá del blanquecino halo de los focos dispuestos en la entrada del garito.
Eso había ocurrido al menos dos horas atrás, quizá tres.
Hacía un buen rato que Halcón y Camel se habían ido para buscar no se sabía qué cosa en la ciudad. Claro que nadie le había obligado a Oso a ir en busca de los dos jóvenes. Probablemente Lobo hubiese ido él mismo, si Oso no hubiese insistido tanto en buscarlos personalmente. Después de todo, parecía que realmente era peligroso estar ahí fuera, si se daba crédito a las historias de algunos de los miembros del rebaño, quienes aseguraban haber visto fieras salvajes en las calles.
Y tras lo ocurrido con Garra y Serpiente...
Pero Oso, a pesar de lo que hubiesen creído los otros, no había salido a buscar a Halcón y a Camel, ni tenía la menor intención de hacerlo. No era que no le preocupasen sus amigos... o quizá sí que era eso, no le preocupaban, pero en un sentido distinto a lo que se podría imaginar. No le preocupaban por el simple hecho de que sabía que podían apañárselas perfectamente solos, como cualquiera de los demás. Probablemente Lobo se excedía protegiéndoles.
¿Es que no se podía estar más de una hora fuera del garito sin que cundiese el pánico?
No iba a buscarles, en realidad habían sido la excusa perfecta para que él pudiese irse sin soportar las quejas del líder del rebaño. Lobo odiaba que “vagabundease por la ciudad” —como decía él—, pero encontrarse a solas en el centro de la ciudad era uno de los pocos placeres que le quedaban a Oso, y no estaba dispuesto a renunciar a él, por muy paternal que pudiese mostrarse nadie. ¿Después de todo, qué podía pasar?
El tapón de la petaca tintineó, el líquido borbotó y la garganta del joven volvió a arder durante un breve y placentero instante.
Quizá la solución era... No, ¿qué estaba haciendo? No había salido a pensar. Bueno, sí, pero desde luego no en sus problemas, ni en los de nadie. Estaba cansado de rumiar desgracias: las bombas, la ciudad, los lobos... Él quería pensar en palabras, en imágenes, en colores, en miles de cosas que parecía haber olvidado. Quería sentir el aire fluyendo alrededor de él en forma de brisa sin que el ruido de las conversaciones apagase su sonido, sin que la ceniza y el humo de la hoguera viciasen su olor. Quería... quería oírse pensar, solo para comprobar que todavía recordaba cómo hacer aquello de no pensar en nada. Dedicó un breve instante a analizar aquel pensamiento tratando de encontrarle algo de lógica; al parecer el licor comenzaba a hacer su efecto.
Alzó el codo, y comprobó satisfecho cómo sus razonamientos se bifurcaban hasta diluirse según bajaba el nivel del líquido dentro de la petaca. Finalmente se tumbó, apoyando su nuca entre las dos manos, abarcando con su mirada la oscura bóveda celeste al completo.
Pero por mucho que tratase de embotar su mente, sus pensamientos le guiaban una y otra vez al mismo callejón sin salida. Sin remedio se atormentaba con las mismas preguntas que tantas otras veces habían rondado su cabeza, como si no pudiese evitar que manasen de la brecha que el alcohol había abierto en la hasta entonces inquebrantable presa de su autocontrol. ¿Cuál fue el motivo de la explosión? ¿Quién podría hacer tanto daño deliberadamente, y por qué? ¿Es que nadie va a venir en nuestra ayuda? ¿Por qué no nos vamos sin más, por qué no huimos lejos de aquí? ¿Volverá alguna vez a ser todo como antes?
Pero había otras mucho peores, preguntas cuya respuesta Oso imaginaba, cuestiones que sencillamente no se atrevía a responder. ¿Somos los últimos? ¿Es que realmente no queda nadie más con vida? Y la peor de todas: ¿Por qué me siento solo entre el resto y no cuando vengo a beber aquí?
La petaca se irguió de nuevo tapando parcialmente la visión de Oso, quien permanecía tumbado sobre el frío plástico. Pero el frasco de metal permaneció más tiempo del necesario en aquella posición, antes de que el joven bajase la mano por última vez, una vez agotado el dorado —y más que preciado— contenido, mientras sus párpados se separaban en un rictus de sorpresa.
Dos o quizá tres luces surcaban el firmamento.
—¡Joder! —gritó sin poder reprimirse al tiempo que saltaba de la tumbona, llevándose la mano a su revólver.
—Tranquilo grandullón —dijo una voz a sus espaldas, y Oso volteó su cintura lentamente, como si se tratara de la torreta de un tanque de carne y hueso, para descubrir el rostro de su interlocutor a apenas un metro de él—. Dime, —dijo este torciendo el gesto en una deliberadamente lenta sonrisa—. ¿Queda algo en esa petaca?
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