El hombre del ojo de cristal

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Tomás era nuevo en la ciudad. Había llegado junto con sus padres de otro lugar lejano del norte, por motivos laborales.

 

La empresa en la que trabajaba su padre le había ofrecido un puesto de mayor responsabilidad y, por su puesto, salario. El nuevo destino se trataba de una ciudad pequeña y algo deprimente cuyo único atractivo era un fabuloso castillo, cuyo dueño era un misterioso personaje que rara vez se dejaba ver por las calles de la villa.

 

Debido al carácter abierto de Tomás, no tardó en hacer amigos en el instituto en el que estudiaba, y pronto entró a formar parte de una pandilla de cuatro muchachos, con los que solía quedar. Normalmente, se limitaban a sentarse en los bancos del parque y charlar, porque la ciudad no ofrecía muchas alternativas.

 

Una soleada tarde de un viernes cualquiera, Tomás y sus amigos salieron del instituto y fueron a un cercano quiosco a comprar cosas para comer en el parque. Tomás se hizo con un paquete de pipas y otro de maíz con sabor a queso. Mientras esperaba a los demás, vio a través del escaparate una gran limusina blanca que aparcaba en frente de la tienda. El chófer no salió a abrir la puerta al viajero que sin duda transportaba, sino que la portezuela trasera se abrió y de ella surgió un hombre. Éste entró en el quiosco y echó una mirada al interior. Era alto, de más o menos un metro noventa de altura. Sus blancos cabellos, que caían sobre sus hombros, hacían juego perfectamente con su traje blanco. Se apoyaba en un bastón blanco, y sus impecables mocasines también eran blancos. Pero lo que más impactó a Tomás fueron sus ojos. Su globo ocular izquierdo contaba con un iris de un profundo color azul, pero el derecho había sido reemplazado por un ojo de cristal rojo. Se acercó al mostrador e, instintivamente, los amigos de Tomás se echaron hacia atrás. El hombre compró un par de revistas científicas y se fue tan rápido como había llegado.

 

-¡Santo cielo! –exclamó Tomás, una vez que la limusina se hubo perdido en la distancia-. ¿Quién era ese viejo tan raro?

 

-¿No lo sabes? –respondió Silvia, una chica de la edad de Tomás-. Era el Dr. Márquez, el dueño del castillo.

 

-¿Es el que vive en el castillo? –replicó Tomás-. Pues es bien raro. Y ese ojo de cristal… No sé por qué, pero me da escalofríos. ¿Qué le pasó?

 

Todos giraron la cabeza hacia Luis, el mayor del grupo. Era el que más tiempo llevaba en la ciudad, y como tal, conocía todas las historias que se contaban en torno a la pequeña villa.

 

-Hay muchas historias sobre eso –dijo Luis-. Dicen que antes era marinero, y que una vez cayó por la borda y que un tiburón le arrancó el ojo. También se dice que es científico, y que lo perdió tras producirse una explosión en su laboratorio. Pero la más escalofriante de todas las historias es aquélla que dice que es una especie de brujo, y que tras ese ojo de cristal esconde el suyo de verdad, y que quien lo mira directamente sufre unas terribles consecuencias. Se dice también que hace terribles experimentos para resucitar a los muertos…

 

-Ésas no son más que pamplinas –replicó el quiosquero, irritado-. Nadie conoce al Dr. Márquez, pero lo cierto es que es científico. ¿Por qué, si no, iba a comprar estas revistas científicas tan especializadas?

 

-¿En serio? –insistió Luis-. ¿Por qué entonces han aparecido todas esas tumbas abiertas en el viejo cementerio, tan cerca del castillo?

 

-Escucha –dijo el quiosquero, más calmado-, tú eras muy joven y seguro que no lo recuerdas, pero hace diez años cogieron al culpable, y era el enterrador. Lo confesó todo, pero a la gente le gusta mucho inventar. Ahora largo de aquí, que me espantáis a la clientela.

 

Pedro, un niño enjuto y larguirucho, miró al quiosquero a través de las lentes de sus gruesas gafas de pasta marrón y se dirigió a sus amigos.

 

-Vayamos al parque –dijo-, y disfrutemos del festín. Tomás, considérate afortunado. No hace un año que has llegado aquí y ya has visto al Dr. Márquez. Yo en cinco años, es la tercera vez que lo veo…

 

-Pues sí que está recluido en el castillo –murmuró Tomás-. Menudo individuo sin vida social.

 

Los cuatro amigos dejaron el quiosco y fueron caminando hacia el parque. A esas horas había más tráfico del habitual, porque la gente salía del trabajo y cogía el coche para volver a sus casas. Otros preferían ir a pie, por lo que se cruzaron con hombres trajeados que llevaban maletines negros, jóvenes estudiantes que apretaban sus carpetas contra el pecho y señoras que empujaban carritos de la compra. En quince minutos, las murallas que rodeaban el parque se hicieron visibles. La entrada permanecía abierta. Era un gran portón de bronce, sujetado a la muralla por enormes bisagras. A un lado del portón, sobre la piedra, había un placa con el nombre del parque: “Parque Reina Isabel”. El grupo atravesó el portal, ante la atenta y suspicaz mirada del viejo vigilante, un hombrecillo menudo y malhumorado.

 

Los chicos siguieron su camino hasta la gran pista circular del centro del parque, sin hacer el menor caso al vigilante. En la pista, un grupo de niños jugaba al fútbol, utilizando como porterías los dos accesos a la pista, cosa que irritaba al guarda. Alrededor de la pista, había varios bancos ocupados por parejas en actitud amorosa y ancianos que daban de comer a las palomas y que gritaban con voces agudas cuando un balón pasaba cerca de ellos. Los cuatro amigos se sentaron en uno desocupado, Tomás y Silvia en el asiento y Luis y Pedro sobre el respaldo.

 

Al principio empezaron a hablar sobre el incidente del quiosco, mientras devoraban y bebían los productos que habían comprado. Ver al que llamaban “El hombre del ojo de cristal” era algo fuera de lo común, y era inevitable que el tema cayera en la conversación. A medida que avanzaba la tarde, fueron cambiando de temas, y poco a poco se fueron olvidando de ello.

 

Sin embargo, Tomás seguía pensando en el Dr. Márquez. Cuando se despidió de sus amigos y regresó a casa, se sentó ante la mesa de la cocina con sus padres. Su madre había preparado una rica cena para los tres, pero el chico casi ni se había dado cuenta. En sus pensamientos sólo llegaba a ver una cosa: el rojo fulgor del ojo de cristal.

 

Al día siguiente, Tomás se levantó cansado. Había tenido horrendas pesadillas, todas relacionadas con el Dr. Márquez, y alimentadas con las historias que había contado Luis. No desayunó, y a la hora del almuerzo tampoco comió mucho. Cuando sus padres le preguntaron si le pasaba algo, él se limitó a responder que no tenía mucho apetito. A la tarde, quedó para salir con sus amigos y les expuso lo que le ocurría.

 

-¡Venga! –exclamó Luis-. No son más que historias que cuentan para asustar a los niños. Ya oíste ayer al quiosquero.

 

-Lo sé –respondió Tomás-. Pero aún así, ese hombre me pone nervioso. Vi algo en su mirada que me puso los pelos de punta.

 

-No te preocupes –dijo Silvia, tomando una mano de Tomás entre las suyas-. No es más que un viejo cascarrabias que odia a todo el mundo.

 

Pedro, que hasta ese momento había permanecido callado, y al ver que su amigo no se tranquilizaba, se levantó de un salto del respaldo del banco y se volvió a sus compañeros.

 

-Escuchad –dijo-. ¿Por qué no vamos a dormir hoy a casa de mi hermano?

 

-¿Ir a dormir a casa de Juan? –replicó Luis-. ¿Por qué habíamos de hacer eso?

 

-Con su ayuda podríamos colarnos en el castillo del Dr. Márquez –respondió Pedro-. Ya lo ha hecho varias veces. A veces se cuela en el castillo con sus amigos para hacer botellón.

 

-¿No sería un poco arriesgado? –preguntó Tomás-. ¿Y si nos pillan colándonos? No veo muy razonable tu plan…

 

Pedro sonrió con confianza y volvió a sentarse en el respaldo.

 

-No te preocupes por eso. Hace tiempo que encontró un acceso lejos de la puerta principal. Bueno, id a casa y pedid permiso y todo eso. Nos veremos después a las nueve y media.

 

Acordado esto, cada uno de los cuatro amigos regresó a su hogar para avisar a sus padres de que iban a dormir a casa del hermano de Pedro. Éste, por su parte, llamó a su hermano y le contó sus planes. Juan se mostró encantado con la idea. No tenía ningún plan para esa noche, y además se llevaba de maravilla con los amigos de Pedro. Los padres de Tomás no pusieron ninguna objeción a la petición de su hijo, y a la hora convenida quedaron los cuatro en el portal de Juan. Pedro llamó al porterillo y su hermano contestó con su habitual voz ronca. Abrió el portal y el grupo subió a la quinta planta. La puerta de la casa de Juan ya estaba abierta, y éste ya les esperaba en el salón.

 

Era un hombre de unos treinta y dos años, alto y delgado. Llevaba una raída camiseta de los Rolling Stones y unos vaqueros llenos de agujeros. Su pelo, moreno y despeinado, le llegaba a los hombros, y su mentón estaba adornado con una barba de unos tres días. Con la mano izquierda, sostenía una Mahou a medio tomar, y con la otra se llevaba un cigarrillo a los labios.

 

-¡Hola, chicos! –exclamó-. ¿Qué tal todo?

 

-Muy bien –respondieron Tomás, Silvia y Luis al unísono.

 

 

-¿Qué tal en el trabajo? –preguntó Luis.

 

-Tuvimos mucho chollo esta semana –dijo Juan-. Demasiado para mi gusto –guiñó un ojo-. El taller va viento en popa a toda vela. ¿Queréis beber algo?

 

Los cuatro negaron con la cabeza y Juan, tras asentir con la cabeza, dio un largo trago a la cerveza.

 

-Bueno –dijo-. ¿A qué hora tenéis pensado que vayamos al castillo?

 

-Yo quería ir cuanto antes –replicó Pedro-. Si estás listo, ahora mismo.

 

-No seas tan impaciente. Todavía no habéis cenado, y es conveniente esperar a que sea más tarde para ir allá. En caso de que algo ocurriese en el castillo y lográramos escapar, estaremos mucho más a salvo si nadie nos ve ir. Iremos sobre las doce y media. Ahora sentaos y mirad un poco la tele mientras yo atiendo la cena.

 

Los cuatro amigos obedecieron a Juan. Éste, tras dar el último trago a la Mahou, se dirigió a la cocina. Veinte minutos después, les llamó y cenaron un plato de espaguetis con tomate, y una salsa especial que siempre hacía el hermano de Pedro. Durante la comida, Juan bebió otra cerveza y charlaron amistosamente. Una vez terminada la cena, Juan recogió la mesa y fregó los cacharros, no sin antes fumarse un cigarro y tomarse otra Mahou. Vieron un rato la televisión y a eso de las doce y veinte bajaron al aparcamiento del bloque. Tomás estaba nervioso y hubiera querido alargar la velada, pero no dijo nada. Juan abrió la puerta automática del garaje y sacó su Volkswagen Golf. Entonces, montaron los cuatro y el coche salió disparado por la carretera.

 

Fue un viaje de una media hora larga. El castillo estaba más lejos de lo que parecía a simple vista. En vez de dirigirse a la entrada principal, Juan tomó un desvío que rodeaba el castillo, y aparcó a unos veinte metros de la muralla trasera. Esa parte del muro estaba envuelto entre una espesa maleza. El hermano de Pedro les dijo que bajaran del coche, y sus acompañantes obedecieron. Entonces, echó a andar hacia la muralla con paso decidido.

 

-Espera –dijo Pedro corriendo tras él-. No tendremos que saltar ese muro tan alto, ¿verdad?

 

-Nada de eso –replicó Juan-. Es mucho más sencillo. Confiad en mí y no hagáis ruido.

 

Juan se internó entre la maleza y detrás fueron los demás. Tomás, Silvia, Luis y Pedro quedaron asombrados al ver una gran grieta en la superficie de la pared, lo suficientemente grande para permitir pasar a un ser humano. Una vez del otro lado, todo era más fácil. No parecía haber vigilancia de ningún tipo, y las puertas permanecían abiertas.

 

-Alguna vez entré en el castillo –comentó Juan-, pero nunca tuve el valor suficiente para investigar, o quizás es que no estaba lo suficientemente borracho.

 

Avanzaron sigilosamente hacia la abierta puerta trasera. El corazón de Tomás latía con rapidez, pero intentaba con todas sus fuerzas mantenerse sereno. El interior de aquella parte del castillo era oscuro y frío. No había luz eléctrica, pero Juan tenía una linterna de bastante potencia con la que alumbró el camino. El lugar parecía algo vacío, sin ningún adorno, y un poco más adelante había una sencilla puerta de madera. Juan se acercó a ella y apoyó una oreja en su superficie. Al no escuchar sonido alguno, giró el pomo, pero la puerta estaba cerrada a cal y canto. El hermano de Pedro sonrió para sus adentros y sacó un clip de uno de los bolsillos de la chupa de cuero que se había puesto antes de coger el coche. Lo desplegó e introdujo en la cerradura. Después de un rato dándole vueltas al clip, escuchó un chasquido y lo guardó de nuevo en el bolsillo. La puerta se abrió y pasaron a la nueva estancia. Tampoco parecía haber luz eléctrica, pero el lugar estaba iluminado con velas colocadas en preciosos candelabros. Era un amplio pasillo con numerosas puertas a ambos lados. Algunas de ellas permanecían abiertas y mostraban un interior sin interés alguno.

 

-Bueno –dijo Juan entre susurros-. ¿A dónde queréis ir ahora?

 

-No lo sé –respondió Tomás en voz baja-. Tenemos que encontrar algo que nos muestre a qué se dedica en realidad el Dr. Márquez. Supongo que tenemos que encontrar un laboratorio o algo parecido.

 

-No creo que sea ninguna de estas puertas –murmuró Juan-. Seguro que tiene una puerta diferente. Quizás esté más adelante.

 

Caminaron un gran trecho durante el cual permanecieron callados. Las paredes de ambos lados estaban llenos de cuadros y grabados de diferentes épocas, y todos parecían representar al mismo personaje: un anciano de ropas tan blancas como sus largos cabellos y barbas y de duros ojos azules. Casi sin darse cuenta, llegaron a la puerta delantera del castillo. Juan miró por la cristalera de la entrada y no vio ni rastro de la limusina del Hombre del ojo de cristal, y llegó al convencimiento de que no se hallaba en el castillo. Suspiró profundamente y miró a su hermano y sus amigos.

 

-De momento no hay peligro –dijo a media voz-. El Hombre del ojo de cristal no está en el castillo. Por ahora podemos buscar con tranquilidad. ¿Qué camino tomar ahora?

 

-Allí hay unas escaleras –respondió Luis mirando hacia atrás-. A lo mejor el laboratorio está allá abajo.

 

Juan asintió y se dirigió a las descendentes escaleras. Bajó con cuidado y esperó a sus acompañantes. En ese nivel ya había luz eléctrica, aunque de una forma un tanto rudimentaria. Ni lámparas ni bombillas alógenas, sino simples bombillas corrientes que colgaban del techo. Se trataba de otro pasillo con puertas a los lados, pero al final había una sala oculta tras un doble portón. Hasta ahí se acercaron los cinco con paso dubitativo. Juan empezó a empujar el portón y para su alegría se abrió hacia dentro.

 

Efectivamente, del otro lado había un amplio laboratorio, aunque bastante anticuado. Había estanterías con extraños frascos a lo largo de las cuatro paredes. En el centro había una camilla provista de correas y al fondo una mesa repleta de libros y papeles y algunas probetas que contenían extraños líquidos rojos y azules. A un lado de la mesa veíase una pizarra con extrañas fórmulas. Pedro se acercó a la mesa y tomó un libro bastante voluminoso y con pinta de ser muy viejo, aunque estaba bien conservado. El único título que encontró en el volumen fue “Foedus Alquimiae”. Lo hojeó un poco, pero el libro estaba escrito en latín. Silvia se acercó por detrás de él y miró la tapa del libro. Entonces abrió desmesuradamente los ojos.

 

-¡No es posible! –exclamó-. ¿No sabes lo que significa el título?

 

-No –respondió Pedro, dejando el libro sobre la mesa-. A mí es que el latín se me da mal, tú bien lo sabes.

 

-Ahí pone “Tratado de Alquimia” –ante la pasividad de su amigo, Silvia dijo-. La Alquimia era el mítico y antiguo arte de convertir el plomo en oro. Apostaría a que esas fórmulas de la pizarra tienen algo que ver con eso. Nunca había visto fórmulas como ésas.

 

Juan, Luis y Pedro parecían asombrados y pasaban de mirar el libro a mirar la pizarra, y viceversa. Pero Tomás estaba ensimismado en sus propios pensamientos. Se había acercado a una estantería donde había animales en frascos con formol, y se había quedado mirando la momificada cabeza de un tití. Era una cabecita menuda y arrugada. De repente, los ojos del mono se abrieron y se clavaron en los del muchacho. Tomás dio un paso hacia atrás, horrorizado, e intentó llamar a sus compañeros, pero ningún sonido brotó de su garganta. Tampoco importó mucho, porque la cabeza del tití se abrió y lanzó un terrible chillido que alarmó a los demás. Aterrados, los cinco amigos salieron corriendo del laboratorio y cerraron los portones, donde el tití seguía chillando.

 

-Así que era verdad –dijo Luis entre jadeos-. El Dr. Márquez hace experimentos para resucitar a los muertos, y lo consigue…

 

-Vámonos de aquí –replicó Juan-. Este lugar me empieza a parecer siniestro. Nunca más volveré al castillo.

 

Con paso apresurado, los cinco subieron las escaleras y se dirigieron al pasillo, pero el ruido de un motor los detuvo. Juan se acercó a la cristalera y vio que la limusina del Dr. Márquez acababa de aparcar frente a la entrada. La puerta del conductor se abrió y salió un hombre que vestía un raído y sucio uniforme rojo. Al estar de espaldas, sólo pudo ver de su cabeza una mata de pelo grisácea y larga. Pero, cuando el chofer se dio la vuelta para abrirle la puerta a su señor, descubrió horrorizado que su cabeza no era más que una calavera, todavía con algún trozo de carne podrida.

 

Juan apartó a sus compañeros con la mano y les hizo correr delante de él. Detrás de ellos, el Dr. Márquez abrió la puerta y vio a los fugitivos huir por el pasillo. Sonrió de forma poco agradable y cerró el ojo sano. Cuando los otros llegaron junto la puerta trasera, descubrieron que volvía a estar cerrada con llave. Como un loco, Juan cogió de nuevo el clip y lo introdujo de nuevo en la cerradura, pero estaba tan asustado que se le cayó al suelo y estuvo un buen rato palpándolo hasta que dio nuevamente con él.

 

Mientras tanto, el Hombre del ojo de cristal había avanzado un buen trecho del camino, con una calma espeluznante. Sus blancos mocasines apenas hacían ruido en el suelo de piedra. Juan había logrado introducir de nuevo el clip en la cerradura, y ahora pugnaba por desbloquearla. Cuando lo consiguió, abrió la puerta con violencia y salió corriendo. Volvió la cabeza hacia atrás, sólo para descubrir que el Dr. Márquez había impedido que sus cuatro compañeros lograsen huir. Los retenía con un brazo sorprendentemente fuerte.

 

-¡Huye! –gritó Pedro-. ¡Huye y llama a la policía! Este tío no se atreverá a hacernos nada.

 

El Dr. Márquez sonrió divertido y observó con calma la huida del hermano de aquel que había gritado. Juan llegó hasta su coche, subió a toda prisa y arrancó. Estaba tan nervioso que, nada más dar marcha atrás, se le caló. Esperó unos segundos y volvió a arrancar. Dio media vuelta y fue carretera abajo, un poco más aprisa de lo que debiera. Cuando se dio cuenta, intentó levantar el pie del acelerador, pero una fuerza misteriosa e invisible se lo impidió. De repente, perdió el control del coche y se dirigió directamente contra el tronco de un árbol, acelerando cada vez más. Se planteó soltar el volante y tirar del freno de mano, pero sus manos parecían como pegadas a él. Con horror, se percató de que no llevaba puesto el cinturón de seguridad. El choque fue tan fuerte, que Juan salió disparado fuera del coche, atravesando el parabrisas, y su cabeza se estrelló contra el tronco, abriéndole el cráneo. El capó se empapó con su sangre y con un líquido amarillento que brotaba de su cabeza. Los sesos se desparramaban sobre el capó y caían en la hierba.

 

El Hombre del ojo de cristal lanzó una ligera carcajada, mientras los chicos miraban horrorizados en dirección al bosque. Tomás se volvió hacia el Dr. Márquez y le miró directamente a los ojos.

 

-¿Qué pretendes hacer con nosotros? –siseó, conteniendo la ira.

 

-Nada –dijo con una voz clara y con acento extranjero-. Ya me deshice de vuestro amigo, así que no corro ningún peligro de que se descubra mi secreto.

 

-¿En serio? –dijo Tomás-. Si no hubiera tenido ese accidente… en fin, que todavía podemos hablar nosotros de tus experimentos para resucitar a los muertos.

 

El Hombre del ojo de cristal rió de nuevo y miró casi con aprecio al chico.

 

-¿De veras crees que fue un accidente? –dijo-. ¿Experimentos para resucitar a los muertos? No, amiguito, no preciso la ciencia para hacerlo, porque soy Naïm, el Nigromante. Mirad, por ahí viene vuestro amigo.

 

Los otros volvieron la cabeza hacia atrás y vieron que Juan caminaba hacia ellos, arrastrando los pies y con la mirada perdida. Se paró a unos escasos metros de la entrada, y todos pudieron ver la brecha de su cabeza, por la que se distinguía el cerebro. El Dr. Márquez miró a los chicos y siguió hablando.

 

-Tampoco nadie se va a extrañar de la muerte de vuestro amigo –dijo-. Todo el mundo sabe que bebía, y no es de extrañar que tuviera un accidente, borracho. Me ocuparé de que todo apunte a esa dirección. Ya lo hice cuando usé mi poder para que aquel enterrador confesara haber sido el culpable de todas las tumbas asaltadas. Claro que no fue él. Y vosotros tampoco podréis hablar, porque…

 

El Dr. Márquez se llevó la mano al ojo de cristal y se lo quitó, enseñando a los cuatro aterrorizados amigos el de verdad. En cuanto lo vieron, los chicos percibieron un destello cegador, y luego todo fue oscuridad.

 

*****

 

Tomás se despertó en su cama. Le dolía ligeramente la cabeza, pero tampoco demasiado. Se levantó y se dirigió a la cocina, pensando que era sábado. Cuando vio a sus padres, los encontró preocupados, y vio que en el calendario que era domingo. No recordaba nada del día anterior, era algo muy extraño. Entonces, sus padres se acercaron, abrazaron a su hijo y, suavemente, le dijeron que el hermano de Pedro había fallecido en un accidente de tráfico. Tomás se quedó de piedra. Le parecía imposible, no lo podía creer. Tampoco podía imaginar el dolor que debían sentir Pedro y su familia.

 

A la tarde, él, Silvia y Luis se reunieron con su amigo en el tanatorio. Pasaron las semanas y el dolor por la muerte de Juan se fue mitigando, pero nunca llegó a desaparecer por completo. Pero lo peor llegaba por la noche. Durante el resto de sus vidas, los cuatro amigos tuvieron horrendas pesadillas en las que un hechicero de ropas, cabellos y barbas blancos les decía:

 

-Vuestras almas son mías.

 

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Patapalo
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Creo que lo que más me gusta de esta historia es que no sabía a dónde demonios me llevaba. De algún modo, quizás poco canónico, conseguiste robarme mis buenos momentos de inquietud. Buen trabajo.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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jane eyre
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Me gusta pero me pide una segunda parte, una en la que se den pruebas de que el nigromante se había apoderado de sus almas, tal y como está ahora me deja sensación de final inacabado (aunque a lo mejor es sólo percepción mía). Otra cosita: me chocó la forma de hablar de Juan. Tal y como lo describes no me esperaba que hablara igual que los otros, quizás le hubiera venido bien algún matiz o coletilla que lo afianzara en la imagen de "chico duro" que le adjudicaste.

 

 

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Victor Mancha
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Buen relato, yo no creo que le haga falta una segunda parte, aunque si la escribes por mi estupendo Destacar que me han gustado especialmente los dialogos entre los chicos que me han parecido muy conseguidos. Y ese final da muy, muy mal rollo. Buen trabajo

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