Los 27 errores del rey Rodrigo II

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Segunda entrega de este relato de Maundevar

 

La antigua cámara de Rodrigo; el dormitorio del duque, del gobernador de la Bética, una de las más importantes demarcaciones del reino. Khindas palpó con su mano la superficie fina y delicada de la seda verde que cubría el camastro sobre el que se había sentado. La luz fluctuante de las lámparas de aceite que colgaban de las paredes hacía bailar los brillos de la exquisita tela. Un tejido como aquel fue con probabilidad elaborado por algún artesano de Oriente, de alguna gran ciudad de las tierras de Bizancio. Para el sayón, ese mundo era algo tan lejano como los mismos sueños.

De joven le contaron una vez un cuento, un relato sobre ese mundo de sueño. Recordó con profunda nostalgia aquella época: vivía del botín que el gobernador de Septa les cedía por las batallas en las que participaban. Eran razias terribles; un día estaban aliados con un jefe bereber, para después traicionarlo y apoyar a su enemigo. Mantener el statu quo, le explicó una vez el líder de su quingentena; la única forma de permanecer vivo en una fortaleza como aquella, rodeada de bereberes sedientos de sangre, era asegurarse de que ninguno de ellos alcanzara un poder hegemónico como para dar importancia a la existencia de un pequeño puerto godo en su territorio. Fue en aquella pequeña ciudad de soldados, una fortaleza donde tabernas, prostíbulos y barracas de tropa convivían hacinados en un trajín de sangre y alcohol, donde conoció en una ocasión a un peculiar navegante ostrogodo. Fue él quien le habló de Constantinopla; fue él quien le contó en una ocasión que las riquezas más exultantes y los palacios más suntuosos del mundo conocido se encontraban en aquella ciudad; sus calles reflejaban la luz del sol como si de un hermano del astro rey se tratara. Aquella urbe, aquel imperio de Oriente era el origen de la tela sobre la que se sentaba en aquel instante. Cuánto deseó Khindas viajar a aquellas tierras; algún día embarcaría como guardia personal de algún adinerado navegante, se dijo hacía ya muchos años; o de algún comerciante bizantino de los pocos que visitaban las costas de los godos de Hispania, se repitió durante su juventud; pero no fue así. El contacto más cercano que tendría jamás con las tierras de su cuento lo notaba en aquel instante bajo la palma de su mano; aquella fina seda de Oriente; aquella fina seda de ensueño. Ahora tan solo quería salir de la pesadilla en la que se había embarcado; salir de aquella prisión y volver al norte, volver a su hogar; que retornara Rodrigo y él descansar.

El viejo guerrero suspiró volviendo a la realidad. Algo muy extraño había sucedido durante la asamblea. Le parecía haber vivido aquella situación con anterioridad. Según sus confusos recuerdos, la muralla llevaba ya dos días derribada. La primera reunión en la que se decidió cómo iba a repararse ya se había producido. Pudo anticiparse al comentario de Godosteo sobre el uso de los refuerzos de madera para la futura empalizada; era una sensación tan extraña.

Fue por ese motivo que se encontraba en la habitación del duque, sentado en su cama, frente al cofre que trajo Rodrigo tras su coronación. Portó aquella pequeña caja de plata desde un conocido palacio de Toledo. Era un arca guarnecida en oro y piedras preciosas; y Khindas recordó con claridad la expresión de su señor cuando le hizo reunirse con él en sus aposentos. Nunca antes le vio un semblante parecido; vivió batallas y escaramuzas con su duque, a las que siempre se enfrentó con una expresión de claridad y entereza, pero cuando le habló de aquella cajita de plata, fue distinto; había miedo en sus ojos. “Que nadie la abra jamás” le ordenó cediéndole la llave de su cámara.

Tras aquel extraño encuentro, los sucesos se precipitaron: el rey marchó al norte; su hijo se fue a Toledo; y él tomó el mando de la plaza. Les llegó al poco la noticia de una razia de witizanos que habían atacado una caravana próxima al valle, y se decidió trasladar la población a la plaza fuerte del collado. Se sumó a aquel infortunio el engaño de un supuesto emisario franco que se presentó en la Puerta Sur a los pocos días. Dijo que había sido enviado junto con una comitiva desde más allá de los Pirineos para ofrecer la colaboración y amistad del gran Eudes, duque de Aquitania; confesó que fueron atacados mientras viajaban hacia el sur; en un bosque, en el mismo paso donde fue asaltada la caravana que alertó al valle. Parecía que la noticia de la entronización de un nuevo rey en Hispania había alcanzado a las tierras más allá de Septimania. Khindas confió en la palabra del legado al observar el pasaje manuscrito que portaba. Otro error del sayón, que se clarificó al descubrir una noche al supuesto mensajero enviando misivas de luz en las almenas de la Puerta Sur. Resultó ser un espía witizano que aprovechó el ataque a la comitiva del duque franco para engañar a los defensores del collado, haciéndose pasar por un representante de Eudes.

Pero lo peor de todo no eran los sucesos en sí, sino que en realidad tras aquella última noche los demás recuerdos se tornaron confusos. Pensó en la cantidad de días que habían pasado desde que descubrieron al witizano en la muralla, y rememoró a lo sumo una o dos noches; pero imágenes de acontecimientos ya vividos le venían a la mente de forma fugaz: la empalizada de Godosteo, los estorninos de Sisberto. Pero lo más terrible era la imagen mortecina de la joven rubia; un fantasma que solo él veía: andando por las calles de la aldea; circundando los muros exteriores; y en ocasiones, observándole de cerca, como intentando extraerle el alma con la mirada. Ese mismo día, la vio cerca de la entrada de la Casa Grande, en una visión fugaz. Al vislumbrarla, los recuerdos de los acontecimientos ya vividos explotaban en su mente, en una maraña confusa y desconcertante.

Con suerte, el origen de su desordenada mente y las visiones de aquel espectro, tendrían su origen en el cofre de Rodrigo. Quizás contuviera alguna maldición, y puede que al conocer dicha fuente, diera con la forma de neutralizarla.

Alzó la mirada, decidido a abrir el arca; pero una repentina visión le hizo caer de nuevo al camastro. El fantasma de la joven se encontraba junto al cofre de plata, acariciando los engarces de las piedras preciosas. Su silueta lucía un tono ocre muy pálido; proyectaba un aura de luz muy tenue, que hacía de su imagen un reflejo siniestro de un ser de otro mundo. De repente se giró sobresaltada, observándole asustada. Era como si no se hubiera percatado de su presencia hasta aquel instante. El espectro agarró con una mano el amuleto de un colgante que portaba y se acercó al viejo guerrero. De forma súbita, otro recuerdo fugaz brotó en su mente: el amuleto; él tenía también un colgante; una joya que le regaló en una ocasión una mujer de las montañas del norte; una prostituta vascona, una esclava de un conde que acabó siendo mujer querida por Khindas; rememoró aquella idea en una imagen lejana y olvidada; la piedra que el colgante sostenía era muy antigua, anterior a los godos; lejana en el tiempo, precedente de los romanos; pieza de una orfebrería tosca y milenaria, pero colmada por el chamanismo de un pueblo antiguo como la misma tierra de Hispania: los pueblos del norte cuya cultura resistió los envites de imperios y tribus extranjeras.

Una profunda emoción embargó el corazón del norteño; los recuerdos eran a cada segundo más nítidos y claros, y la realidad de su entorno, cada vez más abierta a su mirada limpia de velos y maldiciones. Sostuvo con fuerza su amuleto imitando los gestos del espectro; notó cómo una fuerza mágica le retenía la mano que aprisionaba la piedra negra, clavándose las uñas en su misma carne. Algo extraño penetraba su mente: una idea; un pensamiento; una realidad; un susurro en el aire:

—Padre…

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Patapalo
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Está bien este capítulo por la intriga que trae, pero veo un pequeño problema en que se repitan sucesos ya narrados en el precedente, aunque sea desde otra óptica. En un relato creo que es mejor reestructurar las escenas para no dar dos veces la misma información, pues el lector tiene la impresión de estancarse.

Por otro lado, me parece que abusas de los puntos y coma, aunque esta ya es una cuestión estilística.

Por lo demás, me tiene enganchado la historia. A ver cómos sigue.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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