Capítulo III: El desierto de Kelbo

Imagen de Gandalf

Tercera entrega de Elvián y la Espada Mágica

 

El desierto de Kelbo había reducido sus dimensiones desde el fin de la Primera Edad, aunque todavía era un lugar muy peligroso y aún pervivían sus principales obstáculos, los gusanos de arena gigantes.

 

Hacia allá se dirigía el joven príncipe Elvián montado sobre su inseparable Trueno. El calor estaba empezando a aumentar, pero el paisaje apenas cambiaba. El infante sabía que era debido a la barrera mágica que una vez había creado La Gran Bestia para detener el avance del desierto, aunque ya no era tan potente como lo había sido en el pasado.

 

Elvián dormitaba sobre el cuello de Trueno tras mucho tiempo de viaje. Entonces, un frenazo repentino del caballo lo despertó bruscamente. El príncipe abrió un poco los ojos, pero se le abrieron como platos involuntariamente al ver el desierto de Kelbo delante de él. Era algo espectacular. La pradera por la que viajaban acababa súbitamente y las arenas del terrible desierto continuaban donde tenía que estar la hierba del campo. Elvián le indicó a Trueno que siguiera caminando, pero el corcel parecía algo reacio a continuar su avance.

 

–Venga, Trueno -le dijo al oído-. No nos podemos echar atrás ahora. Sé que no te gusta, pero tenemos que atravesar este desierto. No lo podemos bordear, porque va del norte al sur de Nortia. Por favor, haz un esfuerzo.

 

El caballo pareció recapacitar y, poco a poco, avanzó hacia las cálidas arenas. A paso lento y penoso se adentró en el calor insoportable de Kelbo en toda su extensión.

 

La marcha era lenta y agotadora. Elvián sudaba a raudales, y el príncipe notaba que a Trueno le ocurría otro tanto de lo mismo. El sol se elevaba implacable sobre un cielo de un azul agobiante, carente de nubes. Las arenas del desierto quemaban bajo los cascos del corcel, y era incapaz de aguantar siquiera un rato con la pezuña sobre ellas.

 

Pero la noche no era mucho más agradable. Si durante el día las temperaturas ascendían hasta límites insospechados, al ocaso un viento congelante y un frío extremo recorría el lugar. Si Elvián no hubiera podido encender una hoguera para calentar sus huesos, hubiera muerto congelado. Pero lo peor aún estaba por llegar…

 

Al día siguiente, reanudaron la marcha. Debido al calor y al cansancio, avanzaban a un ritmo más pausado que el día anterior. El viaje hacía más mella en el corcel, porque él era quien realmente andaba. Fue por esto por lo que el príncipe decidió desmontar y acompañar a su caballo a pie. Entonces comprendió el terrible cansancio que debía notar el purasangre. La marcha se volvió insoportablemente agotadora para el príncipe, aunque no se quejó.

 

Pasaban las horas sin que el paisaje cambiase lo más mínimo. Elvián sólo alcanzaba a ver un desierto de dunas que se perdían en el horizonte por todos los puntos. Si esto era terrible, peor era el hecho de haberse quedado sin agua. Compartió las últimas gotas de la cantimplora con Trueno y luego prosiguió la marcha. Guardó la garrafa por si lograba encontrar un oasis en el inhóspito paraje. Era sabido que antes había dos en Kelbo, pero se sospechaba que habían desaparecido en el Gran Cataclismo.

 

Trueno caminaba a un ritmo cada vez más lento. Elvián sabía que la fatiga estaba haciendo mella en el corcel. Éste había hecho un esfuerzo mucho mayor que el joven príncipe, y parecía que estaba pagando las consecuencias. Elvián jamás llegó a pensar que avanzaría más rápido que el purasangre. Miró a la cabeza de Trueno y pudo leer dolor en sus ojos. El corazón del muchacho se contrajo por el pesar y corrió a ayudar a su compañero.

 

Media hora después, el caballo sintió que se le escapaba el último aliento de fuerza y se desplomó sobre la arena.

 

–¡No, Trueno! –gritó Elvián–. ¡No te rindas!

 

El príncipe corrió a su encuentro y lo abrazó, pero Trueno no respondía a la llamada de su amo. Elvián miró al caballo y las lágrimas se le escaparon de los ojos. Hundió la cara en su cuello y sollozó hasta que sintió que se le secaban las lágrimas. Se levantó y miró con ojos enrojecidos por el llanto al horizonte. Después contempló el cuerpo caído.

 

–Lo siento, Trueno –dijo–, pero no voy a poder darte sepultura, amigo mío. Voy a tener que dejarte aquí.

 

Elvián siguió caminando, sin volverse hasta que una duna le ocultó la vista del caballo. El príncipe miró atrás, suspiró y continuó su marcha. En ese momento, notó un movimiento bajo sus pies. El muchacho miró alrededor, pero no vio más que enormes dunas de arena. Pero sintió de nuevo el movimiento, esta vez más cercano, y éste se transformó en un violento temblor que sacudió la arena y que hizo que Elvián casi perdiese el equilibrio. El príncipe miró de nuevo a todos lados y vio atónito que algo bajo la arena avanzaba hacia él. Y era grande.

 

De repente, la enorme cabeza de un monstruo emergió. Su piel era blanca y lechosa y su cabeza una enorme boca circular llena de colmillos. A cada lado tenía un diminuto ojo negro. El cuerpo de la criatura era largo y estaba dividido en anillos. Era, sin duda, un gusano gigante de arena.

 

Aunque en la Primera Edad era bien sabido que los gusanos de arena gigantes sólo podían ver el movimiento, en la Segunda Edad era algo casi desconocido, y por supuesto Elvián no era un superdotado, por lo que desenvainó su espada con rapidez y se movió de un lado al otro mientras observaba al monstruo. El gusano vio al príncipe y se lanzó contra él. Por su parte, el muchacho golpeó la dura piel de la criatura con la hoja de su espada, pero el cuerpo del monstruo era demasiado resistente y el arma rebotó y se le escapó de las manos.

 

El último movimiento había agotado a Elvián y cayó de rodillas, sin aliento. Y aunque el príncipe no se movía, el gusano sabía exactamente dónde estaba, y abrió la boca dispuesto a engullirle. Elvián miró las fauces que se acercaban y aceptó su destino. Al mismo tiempo, algo llamó su atención, un ligero movimiento de la arena a su derecha. Seguro que eran más gusanos, pensó. Volvió a fijar la mirada en el monstruo, y perdió el conocimiento. Después, todo fue oscuridad.

 

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