Superchería salvaje

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Un relato de FAGLAND para Supersticiones

 

1.

A la pálida luz de la Luna, el chamán parecía un demonio nocturno contorsionándose arrítmicamente en un frenesí de locura. Llevaba la cara pintada de líneas rojas y negras y el cuerpo sembrado de calaveras blancas. Después de unos largos minutos de ritual silencioso, alzó su puñal y cortó la cabeza de la gallina que sujetaba en su mano izquierda. Luego destripó el ave con la delicadeza de un cirujano y se dispuso a escrutar las entrañas como si en ellas se escondiera la imagen del futuro. Toda la tribu esperaba su veredicto con ansiedad, sus palabras eran tan respetadas como las del propio jefe de los negros. Aquellos rituales prehistóricos eran tan validos para ellos como la ciencia para el hombre blanco.

—Los dioses dicen que no —habló por fin el chamán—. Esta unión es impura y augura desgracias en forma de hambruna y muerte.

Joel tragó saliva y después suspiró largamente. Llevaba semanas convenciéndose de que la boda era la mejor solución y que traería la paz, pero debía haber imaginado que Gomar haría lo que fuese por impedirla. El chamán era un hombre envidioso y artero al que no le importaba el porvenir de su gente. Su preocupación era pura fachada y sus ojos miraban a la hija de Joel con lascivia: la quería para él y esperaría a que muriese hasta el último hombre blanco para tenerla.

Un murmullo dominó la escena, todos los ojos se dirigían ahora al jefe, quien tenía que tomar una decisión. Rongo era un negro joven y bravo en la batalla, no exento de inteligencia y siempre dispuesto a sacrificarse por los demás. Desde luego no era un cobarde, pero la superstición le hacía débil, y era incapaz de llevar la contraria al chamán.

—La boda no se llevará a cabo —sentenció Rongo no sin cierto pesar por su parte, pues la muchacha blanca era lo suficientemente atractiva para despertar su interés. No le quedaba otra opción que renunciar a ella.

—¿Habrá tregua? —Preguntó Joel, pero sabía la respuesta antes de que llegara.

—Si no hay boda, no hay tregua —dijo el jefe con la terquedad propia de su raza. Las leyes ancestrales daban pocas soluciones a los conflictos entre tribus, que solían continuar hasta el aniquilamiento de una de las partes.

—Las fuerzas de los dos bandos son muy parejas, ya lo sabes. Si continuamos la guerra, acabará en una masacre. Los dos nos quedaremos sin pueblo que gobernar.

—Pasará lo que tenga que pasar —replicó impasible el jefe de los negros.

La diplomacia había quemado todos sus puentes, para Joel sólo cabía apechugar con la decisión y volver con los suyos. Egoístamente, debía sentirse contento de que su hija no acabara en las manos de uno de esos salvajes negros, pero Joel siempre veía más allá; el sacrificio personal era una de las cualidades que requería su puesto. Desde los veinticinco años llevaba una existencia dura, cuando abandonó su tierra natal y naufragó en el continente negro con trescientos hombres a su cargo. Un vigor inagotable le permitió levantar un próspero campamento en una tierra donde los foráneos eran el enemigo natural de los nativos.

Sin nada más que hacer, Joel se marchó junto con los cuatro hombres que formaban su guardia personal. El cielo lucía despejado y lleno de estrellas, pero en la tierra todo era oscuridad y sombras alargadas. Los mosquitos los molestaban incluso a aquellas horas de la noche, aunque lo que más inquietaba era saberse vigilados.

A ambos lados del camino se distinguía el intenso y rencoroso brillo de ojos salvajes. Los nativos les perseguían a una distancia prudente, llevaban semanas siguiendo todos sus movimientos y cada vez parecían más audaces. Por lo que Joel sabía podían ser decenas, centenares o incluso millares de hombres de piel cobriza y cuerpo escuálido. Todos ellos vestían calzones de piel de leopardo y lucían collares de dientes de animales y enormes pendientes en las orejas.

—Ahí están otra vez esos malditos Vigilantes —susurró Rodrigo, el mejor luchador de Joel—, no nos quitan de encima sus odiosos ojos rojos y nunca dicen una maldita palabra.

—Hasta ahora no se han mostrado hostiles, y debemos confiar en que siga así —dijo Joel aparentando tranquilidad, lo cierto es que los Vigilantes le daban escalofríos.

Los blancos habían montado su poblado casi en el mismo sitio en el que habían naufragado años atrás. Una empalizada de troncos impedía la entrada a cualquiera que tratase de alcanzar la playa y varios hombres la vigilaban noche y día. Al poco tiempo de su creación, el poblado sufrió un ataque bestial por parte de centenares de negros, pero entonces los hombres de Joel iban armados hasta los dientes y tenían pólvora de sobra; apenas una decena de salvajes consiguieron llegar a la empalizada y allí los pasaron por la espada. Desde entonces, los combates se habían limitado a escaramuzas que aprovechaban los viajes de exploración y las cacerías, momentos en los que había que extremar la precaución.

Cuando Joel y su guardia llegaron al poblado, fueron recibidos con caras preocupadas y algunos rostros compungidos.

—Me avergüenza tener que decirte esto —comenzó uno de los guardias—, pero Darío y Helena se fugaron hace unas horas y nos ha sido imposible localizarlos.

—¡Idiotas! —Exclamó Joel, —di órdenes específicas para que nadie saliera en mi ausencia. Ahora mi hija acabará devorada por un animal, o aún peor, en las garras de los negros. Que todos los guardias del turno de noche sean convocados, habrá diez latigazos para cada uno de ellos, y espero que después del castigo estén agradecidos, porque merecen algo mucho peor.

 

2.

La luz del alba arrebataba destellos dorados del pelo de la muchacha. Completamente desnuda y metida hasta la cintura en el agua del río parecía una sirena; el canto de su risa atraía a su amado con una fuerza magnética que hizo que éste olvidara toda precaución y se uniera a ella en el agua.

Darío estaba realmente impresionado con la fortaleza de Helena. Habían tenido que huir de los suyos y no sabían a dónde ir, pero ella encontraba motivos para mostrar su angelical sonrisa. Vivía cada segundo con intensidad infinita y no había proferido una sola queja pese a llevar toda la noche caminando por el espeso bosque que ofrecía el suroeste.

—¿Qué vamos a hacer, ángel mío? —Preguntó el hombre más para sí mismo que para que respondiera ella—. Estamos solos y alejados de la civilización. Es posible que jamás volvamos a encontrarnos con un hombre blanco, y más nos vale alejarnos de los negros y los cobrizos. ¿Acaso esto es vida?

—Nos tenemos el uno al otro, y con eso me basta —respondió ella al tiempo que le abrazaba con fuerza.

Sorprendido, Darío perdió el equilibrio y acabó sumergido en el agua. Estaba muy fría y resultaba balsámica después del esfuerzo realizado durante tantas horas. Tras el refrescante baño, la pareja se secó al Sol de la mañana y comió un poco de la carne salada que era una de las pocas provisiones con las que habían huido.

Reanudaron la marcha entre las ramas de los árboles. No había ningún camino y tenían que abrirse paso a golpe de machete. La caminata se hacía más pesada por momentos: las ramas arañaban sus cuerpos y los mosquitos parecían atraídos por el olor propio de la mezcolanza de sangre y sudor.

A eso del mediodía encontraron un claro y decidieron parar a descansar. Debían llevar ventaja suficiente a sus perseguidores como para estar tranquilos. Sin embargo, había otros moradores de los bosques que los seguían de cerca. Los vigilantes no habían sido descubiertos por la pareja, pero llevaban casi una hora tras sus pasos. Completamente desprevenidos, Darío y Helena se tumbaron en la hierba y no pudieron reaccionar hasta que tuvieron a los hombres de piel cobriza encima.

Darío no tuvo tiempo de usar su pistola, pues dos hombres se abalanzaron y le separaron del arma. Su puño derecho se hundió en la sien del atacante más cercano y su agilidad de gato le permitió incorporarse con el machete en la mano antes de que el segundo vigilante actuara.

—¡Corre, Helena! ¡Huye tan lejos como puedas! —Exclamó con voz ronca.

La mujer dudó un instante, pero luego juzgó el consejo como lo más sensato y se perdió entre las ramas. Otros dos hombres se unieron a la refriega y un último se lanzó a perseguir a la fugitiva.

La mirada de los Vigilantes era indescifrable, apenas pestañeaban y miraban a su oponente como si una densa bruma se interpusiera entre ellos. El silencio y la actitud recelosa de los atacantes era tal que parecía que un muro de cristal los separara. Darío tampoco se atrevía a iniciar las hostilidades. De repente, con una coordinación que parecía fruto de una coreografía los salvajes se abalanzaron contra su presa rompiendo la barrera del silencio con sus estridentes gritos de guerra.

Con un amplio giro de su muñeca, Darío alcanzó con su machete las costillas de un Vigilante, pero el arma quedó allí encajada y sus desesperados tirones no pudieron liberarla. Un cuchillo se clavó en su brazo izquierdo, él lanzó una patada al agresor y empujó con toda la fuerza de su tren superior. Desgraciadamente, quedó a merced del tercer atacante, quien le golpeó con la parte plana de su hacha. La sangre cegó a Darío y un golpe aún más fuerte lo condujo a la inconsciencia.

 

3.

—Quiero a la chica, traédmela y seré generoso con vosotros.

—Pero eso es imposible, poderoso Gomar. Estará escondida en el pueblo y la empalizada está vigilada. ¿Cómo vamos a llegar a ella? —Fue Hunegar el silencioso quien replicó al chamán. Él fue el único que se atrevió a protestar. —Tus órdenes son una sentencia de muerte.

— ¡Necio díscolo y arrogante! ¿Acaso os mandé alguna misión que no pudierais cumplir? ¿No eres tú más sigiloso que una pantera de caza? ¿No es Dambar fuerte como un león? Además, tengo algo que os facilitará las cosas. —El chamán dejó ver un saquito anudado. —Esto es polvo del sueño, lanzadlo al aire y los guardias dormirán profundamente durante horas.

—Siento haber protestado —se disculpó el salvaje con humildad—, debí suponer que tendrías un plan. Ese polvo mágico es todo lo que necesitamos.

—Así es. Y ahora partid. La noche ha de ser el velo que os proteja de miradas indiscretas. Y no temáis, pues yo ya he visto el éxito de vuestra empresa.

Tras despedirse con un leve asentimiento, Hunegar y Dambar abandonaron la aldea con cuchillos en los taparrabos y la bolsa de polvos del sueño colgando en el costado del primero.

La luz de la tarde teñía la jungla como un pañuelo escarlata alrededor de una bombilla. Las dos figuras de ébano caminaban con paso seguro en su serpenteante camino, y ni una rama rota, ni pisada alguna delataban su avance experto y coordinado. Si Dambar el león era ya sigiloso, su compañero parecía un fantasma que levitara en la tierra cubierta de zarzas y hierba.

El rumor del agua les avisó de la cercanía de su destino, por lo que los dos negros decidieron esperar a que el Sol abandonase definitivamente los cielos para continuar. La hora ideal para su incursión debía ser la que transcurría entre la puesta del astro dorado y la salida de la Luna. En ese lapso de tiempo la negrura estigia reinaba en la zona cegando a los hombres que se encontraban alejados de las antorchas.

Hunegar el silencioso fue el encargado de hacer el primer movimiento, un escalofrío le recorrió la espina dorsal cuando vio los reveladores fuegos que rodeaban el puesto de guardia. Entre la densa vegetación y la empalizada había un claro sumido en la semioscuridad. El negro abandonó la espesura y tanteó el viento: soplaba hacia el puesto de guardia, lo que era perfecto.

Dio un pequeño rodeo y recorrió los últimos metros arrastrándose como una serpiente. Estaba a apenas una veintena de pasos, distancia que le pareció adecuada, no podía acercarse más al círculo de luz que trazaban las antorchas.

Contuvo la respiración y abrió el saquito de los polvos mágicos. Los dejó a merced del viento para que los llevara a su destino. Mientras esperaba resultados, apretó la mandíbula y retorció las muñecas tan fuerte que sus dedos palidecieron por la falta de riego.

La reacción tardó en llegar, pero lo hizo con rotundo éxito: los tres guardias cayeron al suelo como marionetas sin hilo.

Hizo un gesto a su compañero y se reunieron a la luz de las antorchas. Cruzaron la puerta y se encontraron con un poblado soñoliento. Tras la empalizada, el hombre blanco se sentía a salvo en sus chozas hasta entonces inalcanzables.

No sabían cuál de todas las chozas guardaría a la chica, así que caminaron entre las sombras esperando a algún enemigo descuidado al que arrancar la información. Los cuchillos de los negros siempre volvían locuaces a los prisioneros.

Transcurrieron unos minutos hasta que oyeron una puerta y escucharon una voz de hombre.

—Vale —decía—, llenaré el maldito cubo, bebes más agua que un pez.

Apenas había dado diez pasos cuando un brazo le rodeo el cuello. Trató de revolverse, pero un pinchazo en la garganta le convenció para estarse quieto y bien callado.

—Dinos dónde se encuentra Tamara. ¿Cuál es su choza?

—La muchacha huyó anoche, jamás pondréis vuestras sucias manos en ella.

—Mientes —le susurró al oído Hunegar—. O nos conduces a la chica o mueres.

—Está bien, está bien —pronunció apresuradamente el hombretón amenazado. —Seguidme hasta ella.

—Muévete muy despacio —ordenó el negro sin aflojar la presión de su cuchillo.

El hombre blanco se acercó a una choza de madera grande, la luz se filtraba por una ventana cubierta con cortinas de seda. Hizo una pausa para coger aire y llamó a la puerta golpeándola con los nudillos.

—Ábreme princesa, traigo el agua que pidió.

Pasos amortiguados sonaron en el interior.

—Os abriré enseguida —contestó una voz que parecía femenina, pero bien podía ser impostada.

Una especie de sexto sentido hacía de Hunegar un hombre peligroso. Igual que un antílope detecta la presencia del león, él pudo presentir una trampa. En un breve instante se decidía la vida y la muerte de aquellos hombres, pero fue el amenazado quien hizo el primer movimiento. Aprovechando su enorme corpulencia, agarró el brazo armado del negro y se agachó lanzándole por los aires y haciéndole chocar de manera brutal contra la puerta. La maniobra fue astuta, pero jamás le abría librado de la muerte si dos hombres no hubieran desequilibrado a Dambar.

Como un león herido de muerte, el negro peleó con los tres hombres blancos y los contuvo durante un buen rato. Las espadas, que tenían un mayor alcance que el cuchillo de Dambar, hirieron a éste con una decena de feos cortes. La pérdida de fluido vital fue debilitando al intruso, quien desafiaba las leyes de la naturaleza con su indómita vitalidad. Viéndose completamente superado, lanzó el cuchillo y murió matando, lo único que pedía un guerrero de su tribu ruda y salvaje.

—¡Era un auténtico demonio! —Exclamó uno de los supervivientes—. Ha matado a Santiago.

—Y habría acabado conmigo si no hubieseis entendido mi mensaje.

—Salimos por la puerta de atrás en cuanto oímos esa tontería del agua. ¿Ese otro está vivo? Estoy seguro de que el jefe querrá mantener una bonita charla con él.

 

4.

Las tinieblas se fueron matizando gracias a los focos de luz que abarcaba su visión. La mirada vidriosa de Darío fue recuperando su nitidez poco a poco, como también volvieron los recuerdos de lo sucedido.

Estaba atado a un poste de pies y manos, y lo que había distinguido como puntos de luz eran braseros y antorchas que humeaban en el aire limpio de la mañana. En cuanto pudo reunir unas pocas fuerzas, tironeó de sus ataduras hasta que éstas hicieron correr unas gotas de sangre por sus muñecas. Estaba tan indefenso como un ciervo en un cepo, y lo peor era imaginar lo que aquellos locos cobrizos harían con él.

Una decena de nativos hablaban entre ellos. Sus facciones parecían bestiales a los ojos de Darío, si bien sus miradas indomables tenían rasgos claramente humanos, y sus frentes planas y largas les otorgaban el aspecto de pensadores.

Cuando se dieron cuenta de que el cautivo había recuperado la consciencia, se acercaron, con el que parecía el cabecilla al frente: un hombre algo más alto, viejo y de espalda encorvada por los años. Se distinguía claramente de los demás por su rudimentaria corona de cuero, hojas secas y flores.

—Al fin despiertas, empezaba a temer que Qua-Hor te hubiera golpeado demasiado fuerte —dijo el jefe de los nativos con una media sonrisa en sus gruesos labios—. Muerto no habrías sido de mucha ayuda.

— ¿Por qué me habéis atacado? No os hemos hecho ningún daño, jamás hemos tenido ningún problema.

—¡No empieces a lloriquear, cínico hombre pálido! Sabemos que planeáis nuestra ruina, la leyenda de nuestro pueblo nos advierte sobre vosotros. Estamos condenados, hombre pálido, el tiempo se nos escurre entre los dedos como si fuera arena—. Los ojos del viejo se entrecerraron—. La Profecía dice que seremos exterminados por el hombre blanco dentro de tres días, incluso vuestra llegada fue anticipada, pero hemos ignorado el peligro hasta que la condenación estaba ya muy cerca. Por eso hemos pasado a la acción.

—No sé de dónde sacáis esa absurda idea. Los salvajes parecéis regiros por extraños códigos y supersticiones, pero no son más que cuentos de niños.

—¡Idiota! —Exclamó el jefe cobrizo al tiempo que le propinaba una sonora bofetada. —La profecía es sagrada y se cumplirá. No sé como unos centenares de hombres pueden vencer a dos mil guerreros, pero así será. Una cosa es segura, no moriremos sin presentar batalla.

— ¿Vais a matarme? —Preguntó Darío.

—Tu destino está en tus manos. Si nos ayudas a entrar en tu poblado, tu vida será perdonada.

— ¿Confiáis en que no alertaré a los míos? Sois demasiado ingenuos.

—Sabemos que no lo harás porque contamos con un elemento que garantiza tu lealtad. ¡Traed a la chica!

El corazón de Darío dio un vuelco y su rostro se tornó ceniciento cuando vio a Helena semidesnuda y maniatada en brazos de dos sucios salvajes. Meneó la cabeza negando para sus adentros y no pudo más que aceptar las cosas como eran.

Traicionar a los suyos era indigno de alguien como él, pero no podía fallarle a Helena, a ella no.

—Lo siento, amor mío. —Sollozó la muchacha—. No pude correr lo bastante.

—Está bien —pronunció Darío a regañadientes—. Os ayudaré.

—Has hecho la elección correcta —dijo satisfecho el cobrizo—. Aunque es una lástima, me habría encantado clavarte un puñal en esa piel pálida que tienes.

 

5.

El humo del incienso aromatizaba la cabaña de paja donde dormía el jefe de los negros. Sentados encima de una piel de tigre, cuatro hombres decidían el destino de su tribu con la misma tranquilidad con que se decide lo que se va a cenar.

— ¿Dónde están Hunegar y Dambar?

—Desaparecieron ayer, creo que fueron de caza —respondió el artero chamán.

—Si no han vuelto, quiere decir que han caído en manos de nuestros enemigos —dedujo el jefe Rongo sin alejarse demasiado de la realidad.

—Nuestra gente está cansada de escaramuzas y victorias insignificantes —intervino un guerrero fuerte como un oso—. Si queremos ganar la guerra, hay que exterminar al hombre blanco.

—Mucha gente morirá y quién sabe qué bando conseguirá la victoria. Es muy arriesgado.

—Ayer realicé el Ritual de guerra, y los dioses no podían sernos más favorables. Es ahora o nunca.

—Ya sabéis como acabó la primera vez, no puedo arriesgarme a otra carnicería.

—Entonces tenían sus poderosas armas de muerte invisible. Llevan mucho tiempo sin usarlas. La intuición me dice que ahora son más débiles.

—¿Por qué rechazaste la tregua si no era para derrotarles en combate? —Añadió el único que no había hablado hasta entonces.

—¿Esa es la decisión final del consejo?

Los tres interlocutores asintieron con la cabeza.

—Tengo que pesar. Tendréis una respuesta esta misma tarde.

Cuando se quedó solo, Rongo se sumió en una profunda meditación. Contaba con unos cuatrocientos guerreros, otras tantas lanzas y cuchillos y unos cien arcos con setecientas flechas. Lo ideal para acabar con sus enemigos sería hacerlos salir de su poblado, pero ni todos los proyectiles incendiarios lo consiguieron la primera vez, ¿por qué ahora iba a ser diferente? Por otra parte, si conseguían asaltar la empalizada minimizando las pérdidas tendrían buenas opciones en el cuerpo a cuerpo.

La parte más salvaje del jefe anhelaba la batalla tanto como el consejo, pero cuando se ponía a pensar en los motivos, veía la irracionalidad de la guerra. Los blancos apenas habían molestado, realmente vivían atrincherados en una cala pequeña y sólo salían a por víveres. La enemistad que les enfrentaba estaba basada en un odio racial que no podían explicar las palabras.

Rongo dio un largo trago de su infusión de hierbas y removió los posos con aire distraído. Desentumeció los músculos con los estiramientos que hacía cada mañana y completó su rutina paseando alrededor de su aldea. Finalmente tomó una decisión: lanzarían una nueva ofensiva, y para bien o para mal, sería la última.

 

6.

La Luna llena peleaba por brillar en un cielo plagado de nubes.

—Parece que va a llover —comentó Jorge a sus compañeros de guardia.

—Sí, la maldita humedad hace que me duelan los huesos—. El hombre que había hablado cogió una antorcha de su nicho y la aplicó a un montón de ramas y hojas que se apilaban en el suelo—. Con esto entraremos en calor.

—Parece mentira —dijo el tercer guardia—, pero hoy se cumplen diez años desde que naufragamos aquí. Quién iba a pensar que pasaríamos el resto de nuestras vidas tan lejos de casa.

—Aún puede pasar cualquier cosa, yo no renuncio a volver al hogar —replicó Jorge—. Puede que de aquí a un año estemos a bordo de un nuevo barco, navegando a toda vela y con el viento soplando gentil en nuestras mejillas.

—Siempre has sido un soñador, por mi parte agradezco seguir vivo y poder… ¡Aaaahh!

El bueno del guardia no pudo terminar su agradecimiento, pues una flecha emplumada se le clavó en la garganta.

— ¡Nos atacan! ¡Alarma! —Gritó Jorge al tiempo que hacía sonar la campana del puesto de guardia.

Su compañero no tardó en cerrar la empalizada y poner la pesada tranca. En menos de dos minutos todo el poblado estaba en pie. Algunos se vestían a toda prisa y otros repartían armas por doquier.

La primera línea ocupó las posiciones altas de la empalizada con las poquísimas armas cargadas de las que disponían.

Los negros pasaron a la ofensiva al mismo tiempo que llegaba la lluvia. Las flechas incendiarias volaron trazando arcos que las hicieron caer en tierra y chozas por igual, pero los cubos de agua y las precipitaciones se bastaron para que el fuego no se extendiera.

Los negros vieron con desilusión que su primera táctica no daba resultado, así que después de cuatro o cinco ráfagas decidieron pasar al ataque directo, mucho más acorde con su carácter decidido e impulsivo. Las hachas y las espadas brillaron como puntos de luz mientras los salvajes recorrían el espacio que les separaba de la empalizada.

Un grito de guerra ronco y sordo atronó amenazante. Los defensores apretaron los dientes, pero ninguno disparó, a la espera de la orden de su jefe. Joel observaba el avance de los nativos, que embestían con rapidez cegadora, ávidos de sangre. Tragó saliva y carraspeó mientras dejaba pasar los agónicos segundos.

— ¡Fuego! —Gritó Joel en el último momento.

Los disparos acallaron momentáneamente los gritos de guerra. Una fila de nativos cayó, todos ellos muertos por unas armas que no comprendían. Hubo un instante de duda en las tropas negras, su avance se vio frenado. Entonces fue Rongo quien tomó la iniciativa y corrió como alma que lleva el diablo a la cabeza de su guardia personal. La osadía de su jefe exhortó a los suyos para que reanudaran el ataque.

Los hombres de Joel no tenían más munición, por lo que sólo les quedaba esperar el cuerpo a cuerpo con la ventaja de la altura a su favor; estaban decididos a proteger la empalizada hasta la muerte.

Los negros portaban pequeñas escalas que pronto se pegaron a la empalizada y se mantuvieron bien sujetas mientras decenas de salvajes subían por ellas con la agilidad de cabras montesas.

La primera sangre corrió a favor de los defensores, cuyos tajos hicieron caer a sus víctimas como si fueran fruta madura. Sin embargo, los muertos eran reemplazados por nuevos negros ávidos de sangre. Por el flanco derecho llegó la primera conquista nativa cuando cuatro negros se afianzaron en la plataforma.

La lluvia atronó con fuerza haciendo la superficie elevada tan resbaladiza que era casi impracticable. Los negros eran lo suficientemente listos como para limitarse a empujar a los blancos y hacer sitio a nuevos incursores.

No pasó ni media hora cuando las fuerzas en la plataforma se igualaron, defensores y atacantes morían en un torbellino de acero y piedra. Algunos negros estaban tan poseídos por la furia berserker que, heridos de muerte, se lanzaban al cuello de sus enemigos para morderles en su último estertor.

Rongo fue de los primeros en alcanzar el suelo. Junto con veinte de sus mejores hombres atacó el lugar donde Joel esperaba para participar en la lucha. En un instante, los negros siguieron a su jefe igualando las fuerzas.

Después de trinchar a un bravo barbudo y descabezar a otro hombre blanco en dos arremetidas furiosas, Rongo se enfrentó a Joel. El hombre blanco no se escondió tras los suyos; el jamás eludiría una pelea.

Las espadas de los jefes entrechocaron con estridencia, el brazo del blanco estaba más fresco, lo que igualaba la inagotable energía vital de su oponente. Los ataques de Rongo eran directos y carecían de la depurada técnica de su rival, pero no eran por ello menos peligrosos, y mantenían a Joel en una continuada defensa.

La refriega proseguía cuando un grito resonó de la retaguardia de los negros.

— ¡Los cobrizos! —Gritaban con desesperación—. ¡Nos atacan los cobrizos!

El nuevo ejército era mucho más numeroso que el de blancos y negros; además atacaba con la ventaja de la sorpresa y después del terrible precio de la primera contienda. Es irónico qué compañeros de viaje deparan las circunstancias, pero blancos y negros cesaron su lucha para centrarse en los vigilantes.

Joel se tomó un instante de pausa. A su alrededor, sus hombres caían con la facilidad con que se aplasta una mosca. El Mundo parecía girar muy despacio en esos fatídicos instantes, el jefe blanco imploró ayuda a los dioses, pero sin demasiada fe en ser escuchado.

Entonces, desde la parte delantera del poblado se oyeron nuevos gritos que se entremezclaron con el sonido del acero.

— ¡Barco a la vista!

— ¡Una flota entera desembarca en la costa!

Y así la balanza del destino volvió a girar. Hordas de hombres blancos uniformados y preparados para la guerra se unieron a sus compatriotas. La superioridad blanca se hizo evidente, pero nadie huyó y nadie pidió clemencia. Una oleada de acero masacró a cobrizos y negros por igual en una lucha que los supervivientes no olvidarían jamás. Al menos los hombres cayeron con honor.

Uno de los últimos supervivientes fue Rongo, quien se resistía a morir, rodeado por una decena de hombres y tras recibir hasta tres estocadas mortales. En el suelo, los cadáveres hablaban de la fortaleza del jefe negro. Pero al fin, su cuerpo sin vida se unió a los demás.

La lluvia se mezcló con la sangre. En medio del caos reinante, Joel reconoció a Darío, quien parecía superado por los acontecimientos.

—Ha sucedido, al fin y al cabo.

—¿El qué? —Preguntó Joel entre jadeos.

—Los Vigilantes han sido exterminados en su particular día del juicio.

— ¿Qué diablos dices? ¿Dónde está mi hija? —Exclamó Joel.

Entonces la muchacha, que había estado presa en la retaguardia de los cobrizos, llegó hasta su padre y lo abrazó como si olvidara la traición de éste.

—Tenemos mucho de qué hablar los tres, pues ya no hay nada que nos separe. Pero antes dejarme presentar mi gratitud a nuestros salvadores. ¡Cómo de caprichoso ha sido el azar con nosotros!

El jefe se acercó a uno de los grupos de recién llegados y preguntó por el capitán. Varios hombres uniformados de blanco y rojo le acercaron hasta un hombre. Tenía unos cincuenta años y estaba cubierto de sangre, su sonrisa delataba su pasión por el combate.

—Yo soy el Almirante Gabriel, para servirle. El mal tiempo nos trajo hasta ésta playa, apenas pudimos creer lo que estábamos viendo. ¡Hombres blancos tan al Sur! ¡Su historia debe ser apasionante! Pero no me la cuente todavía. Esperemos a que mis hombres traigan las provisiones. Tengo un barril de cerveza ideal para un día como este.

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