Conciliábulo de sabandijas

Imagen de Patapalo

Un relato de fantasía críptica de Patapalo

 

Las resbaladizas criaturas se arremolinaban en las gradas del anfiteatro. Acomodadas en los escalones cubiertos de moho, más o menos erguidas sobre las piedras húmedas, contemplaban a las maestras de la ley departiendo en el centro de la sala.

─¡La pala! ─declamaba con afectación una anciana sabandija alzando la susodicha herramienta─. Instrumento que sirve para cavar, para hendir la tierra, ¡pero que también es usado, a traición, para dar muerte!

La muchedumbre, conmocionada, se inclinaba para captar con mayor precisión la esencia de la pala. Estiraban sus cuerpecillos miserables observando detenidamente el objeto con un brillo absurdo en sus ojos, como si fuera la primera vez que lo vieran, como si fuera algo increíblemente exótico.

─Esta pala ─tomó el relevo otra maestra, haciendo sisear su lengua bífida─ dio muerte a una de las nuestras hace un siglo… ¡y a otra ayer! ─Un murmullo indignado se alzó en las gradas. La sabandija lo calmó con un gesto apaciguador de sus manos sin ocultar la sonrisa ladina que deformaba su rostro─. Sí, un sencillo granjero, que jamás daño alguno había hecho a las de nuestra especie, la empuñó para cavar una zanja, y en vez de realizar el trabajo, devino homicida incontrolado.

─¡Pamplinas! ─protestó otra de los magistrados.

─¡Imaginad sus ojos inyectados en sangre! ¡Su rostro de jabalí enloquecido!

─¡Absurdo!

─La propia espada incita a la violencia ─repuso la sabandija cuando la anciana, con la mismísima pala asesina en las manos, impuso silencio. La vieja le observó recriminadora antes de intervenir:

─Es hora de que hable nuestra hermana. El resto guardaremos silencio mientras explica su parecer.

La maestra de la ley que había protestado durante el discurso de su compañera, y que ahora disfrutaba del turno de palabra, hizo una teatral pausa durante la cual estudió al auditorio. La teoría de su predecesora había inflamado los ánimos: ¡cuán aterradora resultaba aquella pala, capaz de incitar tan aciagos comportamientos! Sin embargo, también había captado voces discrepantes, protestas movidas por la razón que desestimaban aquel desatino. “Una simple herramienta”, mascullaban, “nos estamos bebiendo el juicio”. Su responsabilidad, pensó, era dar forma al pensamiento dispar, hacerlo aparecer tan categórico que la cizaña se agostara.

─Sustancia y accidente ─entonó con tono académico─. No se puede confundir el medio con la causa. Si no hubiera habido pala, el campesino hubiera utilizado otro objeto para dar muerte. El mal estaba en su mente, no en la herramienta…

─Que ya ha matado dos veces ─intervino, maliciosa, la otra alimaña. Una mirada furibunda de la anciana le hizo callar, pero el escepticismo ya había calado entre el público.

─…y si no hubiera habido herramienta alguna, hubiera usado una piedra. ¿Prohibiremos las piedras también? ─Cerró su discurso con una sonrisa triunfal, segura de que, ante tal razonamiento, la razón se haría oír.

Pero la masa no se atiene a razones, y no da vergüenza vituperarlas desde su seno. Y así fueron alzándose voces hasta convertirse en arrolladora marabunta: “¡Mentirosa! Las piedras no han hecho nada; la pala, sí”. “Que la entierren, que entierren la pala y nunca más vuelva a empuñarla nadie”. “Yo también he visto a mi vecino, apoyado en su pala, contemplando el horizonte con mirada extraviada.” “Detened la locura: ¡desterrad las palas!”

Como una avalancha, los ánimos se fueron caldeando hasta el paroxismo. El auditorio saltó de las gradas y devino juez, y esa misma noche se levantó una gran hoguera en la que ardieron todas las palas que encontraron.

En el furor de la catarsis, las sabandijas fueron a buscar a todo aquel que tuviera una pala, y tras confiscarles el terrible objeto, los fueron poniendo bajo vigilancia. A aquellos que no se mostraban dóciles los encerraban en el manicomio, y, terminada la caza de brujas, ya no se oían más gritos discordantes en la comarca.

Por fin tranquilas, con las terribles palas reducidas a cenizas, las sabandijas pudieron conciliar el sueño. Sin duda, era mejor vivir en un mundo en el que hubiera que cavar con las manos que en uno que permitiese las palas. Después de todo, tampoco eran tantos los tesoros escondidos bajo tierra.

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