Ronin
Todo un clásico de John Frankenheimer protagonizado por De Niro
Ronin se ha convertido en un gran clásico de las películas de acción y, desde luego, no le faltan méritos para ello. La poesía del propio título, que al final tampoco tiene tanto peso en la historia más allá de retratar la naturaleza de los personajes, la belleza de la imagen, el buen ajuste de los diálogos y el tono sobrio de la trama, las trepidantes persecuciones y los tiroteos... Sin duda, hay material para el disfrute de la película.
En este artículo, no obstante, me gustaría hacer hincapié en un elemento que, a mi parecer, le da una dimensión que no encontramos con frecuencia en otras películas del género: la verosimilitud. No es que Ronin pretenda ser razonable, que de hecho no lo es: las batallas campales que montan a lo largo de toda Francia hubieran movilizado (ahora lo sabemos sin género de dudas) muchos más efectivos policiales (y seguramente del ejército) que esos entrañables gendarmes en modestos coches de baja gama. Sin embargo, sí que consigue una cercanía que permite imaginar, tal vez soñar, que algo así puede estar pasando a la vuelta de la esquina.
La elección de los escenarios es, sin duda, clave, desde el bar de barrio al comienzo de la historia, uno de tantos que podemos encontrar en París, hasta los lugares donde se producen los encuentros cruciales de la historia: los túneles, los soportales junto al Sena, el anfiteatro de Arlés, las calles de Niza... Habituados a ver estas epopeyas en la América idealizada por el cine, de repente las tenemos en casa, como aquel que dice.
En esta línea, el reparto es crucial: irlandeses, franceses, americanos, rusos... pero que suenan de verdad. De hecho, los cambios de idioma en la versión original son una baza importante, porque da la dimensión humana de una operación internacional. En el retrato de los mismos cuentan mucho los pequeños detalles, los cigarrillos que se echan o las aficiones que tienen (como pintar a los ronin del título), pero también las pequeñas ausencias, que ayudan a no poner en entredicho la credibilidad de un montaje que, a todas luces, es excesivo. El no revelar el contenido del maletín o dejar en la penumbra las motivaciones de unos y otros, permitiendo que el espectador rellene los huecos, favorecen la atmósfera de la película.
Por concluir, creo que merece mención especial John Frankenheimer, el director, quien renunció a muchos efectos especiales ya disponibles en la época para dar, precisamente, esa sensación de cercanía, de realidad, y quien consigue que no se riña con el espectáculo que sin duda se espera en una película de estas características. A él (y a los conductores y los sufridos actores que montaron en los coches) le debemos unas persecuciones que han hecho historia. No tienen quizás los vehículos más impresionantes, más lujosos o más rápidos que se hubieran visto, pero te ponen los pelos como escarpias porque todos hemos conducido o transitado por calles y carreteras como las de la película.
En definitiva, Ronin se la jugaba a un combinación complicada: la del gran espectáculo con la cercanía, explosiones, grandes calibres y muchos kilómetros por hora pero a la vuelta de la esquina. Gracias al carisma del reparto y de la ejecución, se llevó la mano, y, por ello, podemos seguir disfrutándola con toda su emoción años después por muchos avances que haya habido en el campo de los efectos especiales o de los especialistas.
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buena peli
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