Capítulo VIII: El juicio

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Octava entrega de Elvián en Las intrigas de la corte

Elvián fue encerrado en la celda más alta de la más alta torre, conocida como la Torre Blanca. Fue arrojado al suelo del calabozo sin la más mínima consideración, y los carceleros observaron al muchacho con desprecio.

 

Nadie dudaba que el joven príncipe fuera culpable. Las evidencias eran demasiado claras para eso y todos se sentían engañados por la aparente bondad del heredero al trono. A pesar de que Elvián proclamaba su inocencia, sus excesivos modales y pedantería provocaron que ninguno de los celadores le creyese.

 

Resignado, el joven príncipe desistió de intentar convencerles y se recostó en la dura cama que tenía en la celda. Sólo quedaban tres días para el juicio, pero él presentía que sería una larga espera. Poco a poco, Elvián se fue sumiendo en un sueño intranquilo hasta que se quedó dormido por completo. No sabía cuánto tiempo había estado dormitando cuando un vigilante le despertó para traerle el almuerzo.

 

Habían preparado para él un pan especialmente duro y una carne igual de rancia. El guardia sonrió con cinismo, mostrando las amplias hileras de dientes picados, o lo que de ellos quedaba. Sin embargo, Elvián no le daría el placer de verle sufrir por la comida, así que recogió la bandeja y empezó a comer con mucha educación, sin mostrar en su rostro ni un ápice de la repugnancia que sentía por dentro. Esto irritó al centinela, que se volvió con un gruñido y bajó de la Torre Blanca refunfuñando.

 

Al segundo día de su estancia en la cárcel, Elvián recibió una inesperada visita. Estaba comiendo las porquerías que le traían cuando vio un par de siluetas que ascendían por las escaleras. Cuando se acercaron, reconoció en ellos a su hermano Fleck y a Zelius. El rostro del príncipe enrojeció de ira y se lanzó hacia su hermano, intentando agarrarlo a través de los barrotes. Sin embargo, Fleck había previsto esta actitud y saltó hacia atrás, alejándose de su alcance.

 

-¡Te mataré! -aulló Elvián- ¡Vengaré la muerte de nuestro padre!

 

-¿Quieres relajarte? -replicó Fleck-. ¡Yo no lo hice! -“Al menos no físicamente”, se dijo para sus adentros.

 

-En eso te creo -dijo Elvián, furioso-. Tú no tienes el valor suficiente, aunque tu amigo Zelius…

 

-Eso no es cierto -intervino el aprendiz de Mago-. Sé que no te caemos bien, pero eso no es motivo para culparnos del crimen.

 

Elvián miró con intensidad a Zelius. El aprendiz de Mago titubeó, inquieto. Parecía que le estuviese atravesando el alma con sus intensos ojos azules.

 

-No os creo -dijo al fin el joven príncipe- y nunca lo haré.

 

Ante la sorpresa de Elvián, tanto Fleck como su consejero se echaron a reír. El hermano del heredero al trono le miró, todavía sonriente.

 

-Veo que no eres fácil de engañar -dijo-. Entonces, creo que no te lo podemos ocultar por más tiempo. Efectivamente, nosotros nos encargamos de la muerte de nuestro amado padre.

 

-¡Lo sabía! -rugió Elvián-. ¡Guardia! ¿No ha oído eso?

 

Fleck y Zelius volvieron a estallar en malévolas carcajadas, esta vez con más intensidad.

 

-Será mejor que no gastes tu voz -susurró el aprendiz de Mago-. El guardia está hechizado. Tendrá otra versión de esta conversación, con que lo que cuentes de nosotros no te valdrá de nada. Reserva tus fuerzas para el juicio.

 

El hermano de Elvián y Zelius salieron de la estancia prorrumpiendo en fuertes risotadas ante la furiosa mirada del heredero al trono.

 

Al día siguiente, recibió la visita de Astral. Le contó lo que le había ocurrido con Fleck y Zelius, y el hechicero frunció el entrecejo, meditando. Distraídamente, se rascó sus blancas barbas a la altura de la barbilla y clavó sus ojos grises en el pobre chico.

 

Había tomado una importante decisión, una decisión que haría que fuese mirado con otros ojos por los habitantes de Parmecia. Astral suspiró entristecido y miró a los suplicantes ojos de Elvián. No sabía por qué, pero el viejo Mago sabía que el muchacho decía la verdad.

 

-Está bien -dijo, al fin-, te defenderé en el juicio.

 

Elvián lanzó una atónita mirada al hechicero. No se podía creer lo que había oído, no lo llegaba a encajar. Eso significaba que…

 

-Pero Astral… -murmuró-, ¿estás seguro de que lo quieres hacer? Tu reputación…

 

-¡Al diablo con mi reputación! -refunfuñó el Mago-. Mi reputación no vale nada comparada con tu amistad. Sé que no mientes, y no puedo permitir que un inocente pague por algo que no hizo.

 

Elvián mostró una silenciosa gratitud y empezó a llorar, incapaz de articular palabra, aunque no de tristeza ni de amargura, sino de alegría y esperanza. Con el hechicero a su lado, sabía que las cosas saldrían mucho mejor.

 

Y por fin llegó el día del juicio. Elvián fue conducido a la Sala del Tribunal Supremo, encadenado de pies y manos. Se trataba de una enorme habitación circular, alta y grandiosa. Cientos de bancos estaban repartidos formando un círculo, en cuyo centro se encontraban dos estrados y un púlpito. Uno de los estrados era para los acusados y el otro para los testigos, defensores y fiscales. En el púlpito se encontraba el Juez Supremo, que dictaba las sentencias y las penas.

 

Elvián fue llevado hasta el estrado de los acusados, mientras el Juez subía a la tarima a través de unas pequeñas escaleras que tenía en la parte de atrás. A una señal del magistrado, dos guardias abrieron los enormes portones de la sala, permitiendo entrar al público, que fue ocupando los bancos. Detrás de ellos, como dictaban las leyes de Parmecia, entraron el defensor y el fiscal, uno a cada lado de un pasillo que cruzaba el círculo de gradas. Se sentaron en sendos bancos aislados, uno en frente de cada estrado. Astral se sentó junto a la tarima de los acusados y miró con compasión al joven príncipe. Realmente lo estaría pasando mal.

 

-Bien -dijo por fin el Juez-. Se abre la sesión. Por favor, que hablen el defensor y el fiscal.

 

Antes de que Astral pudiera levantarse siquiera, el fiscal se incorporó con rapidez y se acercó al estrado de los testigos, después de mirar despectivamente tanto al acusado como al viejo Mago. El hombre ordenó un momento sus papeles y, mirando al Juez, empezó a hablar.

 

-Para empezar, señoría -dijo-, el príncipe Elvián le llevaba todos los días la cena al rey Brath. Además, también tuvo acceso al laboratorio de Sir Astral. Acuso al príncipe Elvián de leer el libro de encantamientos de Sir Astral, preparar el letal veneno y verterlo sobre la cena del rey con el objeto de matarlo.

 

Hubo un murmullo de aprobación que recorrió toda la sala, lo que obligó al Juez Supremo a golpear con la Orbe de la Ley el entablado del púlpito para imponer silencio. Cuando todas las voces se hubieron apagado, el Juez hizo una señal para que el fiscal se retirase y para que se acercara el Viejo Mago. El fiscal bajó del estrado y volvió a su asiento, mirando triunfalmente al hechicero.

 

Astral se levantó y se subió a la plataforma. Él no llevaba papeles, al contrario que su oponente en el juicio. Sabía de antemano todo lo que tenía que decir.

 

-Bien -empezó-, cierto es todo lo que contó nuestro buen fiscal. Sin embargo, yo creo que el príncipe Elvián es inocente. No tenemos ni una sola prueba que demuestre lo contrario. La acusación del fiscal sólo se basa en indicios y en conjeturas. Por eso quiero defenderlo, señoría.

 

El Juez Supremo sopesó las palabras del viejo Mago, asintió con la cabeza y, después de ordenarle volver a su asiento, llamó a declarar al primer testigo, el cocinero real. El hombre entró en la sala mirando al público, al defensor, al fiscal y al Juez con nerviosismo. Con paso inseguro, subió al estrado y esperó las preguntas. El primero en interrogar al aterrorizado cocinero fue el fiscal, que escrutaba con inclemencia su sudoroso rostro.

 

-Vamos a ver -dijo con voz suave pero intimidadora-. ¿Qué sabes del veneno que mató al rey Brath?

 

-No sé nada -gimió el cocinero-, ¡lo juro! Yo sólo me limité a prepararle la cena, como todos los días. ¡Nunca le haría nada a mi rey!

 

-Tranquilízate -dijo el fiscal-, no he dicho que lo hicieras tú. Bueno, sigamos. ¿Entró en las cocinas alguien más?

 

-Sí, señor -dijo el chef-. Como siempre, el príncipe Elvián vino para llevarle la cena a su padre.

 

-Entonces -espetó el fiscal-, es muy probable, e incluso lógico, que el príncipe Elvián cogiera la bandeja, envenenase la cena y se la diera al rey, ¿no?

 

-Bueno… -balbuceó el cocinero-, sí…, supongo que sí.

 

-No tengo más preguntas -dijo el inquisidor, mirando con frialdad al Juez.

 

Astral esperó a que el hombre volviera a su asiento y a que el Juez Supremo le hiciera una señal antes de levantarse. Miró al cocinero con amabilidad y se acercó a él lentamente, sin prisas. Cuando estuvo junto al estrado, el viejo Mago suspiró pensativamente y empezó a hablar.

 

-Bien, bien -dijo-. Veo que admites que Elvián pudo envenenar a su padre, e incluso que parece lógico, dadas las circunstancias.

 

-Así es, señor. Yo…

 

-Tranquilo, muchacho -respondió Astral-. No voy a poder desmontar ese argumento, pero también creo que no se puede demostrar. ¿Crees que alguien más pudo envenenar la comida en… la cocina, por ejemplo?

 

-No lo creo posible, señor -contestó el chef-. Estuve en todo momento preparándola.

 

-Lo sé -insistió el Mago-. Pero, ¿no dejaste en ningún momento la bandeja con la cena, por muy pequeño que fuera?

 

-Ahora que lo dice… -meditó el cocinero- sí. Fui a lavarme las manos un momento, pero tardé muy poco. Además, antes de acabar llegó el príncipe Elvián -el rostro del chef se contrajo y exclamó-. ¡Un momento! Recuerdo que antes de que llegase el príncipe Elvián me pareció oír un ruido.

 

-Interesante -murmuró el hechicero-. Entonces, ¿ahora crees posible que alguien pudiera entrar en las cocinas y envenenar la comida en tu ausencia?

 

-Sí -admitió el chef-, y más ahora que recuerdo lo del ruido. A decir verdad, parecían pasos.

 

-Gracias -dijo Astral-, no tengo más preguntas.

 

El juicio se mantuvo en esta línea. Cuando el Juez Supremo llamaba a un nuevo testigo, el fiscal lo interrogaba de manera que el público y el jurado considerasen al joven príncipe como culpable, pero, después, Astral se encargaba de contradecir al hombre y crear una duda razonable que impedía a los presentes condenar a Elvián por el crimen, y esto irritaba tanto a Fleck como a Zelius. Realmente, el hermano del heredero al trono estaba furioso, e incluso pensó en contratar a Gelian para acabar con la vida del Mago.

 

Y por fin llegó la hora del veredicto. El Juez ordenó a Elvián que se bajase del estrado y se acercase al púlpito desde donde controlaba el juicio. El príncipe obedeció sin pensárselo y caminó con lentitud y penosidad debido a las cadenas que oprimían sus muñecas y sus tobillos. Miró con cansancio al Juez y esperó a que el hombre diera su veredicto.

 

-Príncipe Elvián -dijo el Juez, con voz grave-, el jurado y yo mismo te consideramos “no culpable” de los cargos de asesinato y regicidio. Sin embargo, todavía hay demasiadas dudas en tu caso. Por ello me veo obligado a retirarte el derecho a heredar el trono. El próximo rey será el príncipe Fleck, eso sí, cuando cumpla los dieciocho años. Hasta entonces, la regencia recaerá en Sir Astral, según expreso deseo de su majestad el rey Brath.

 

Elvián respiró aliviado y abrazó con gratitud al viejo Mago. Sin embargo, todavía sentía algo de amargura. Fleck no podía heredar la corona. ¿Qué masacres y calamidades propiciaría con su reinado? Había que hacer algo para demostrar la inocencia de Elvián y condenar a su hermano por sus crímenes, y sabía que Astral estaría dispuesto a ayudarle en su tarea.

 

Sólo había tres personas que no estaban contentas. Una de ellas era el fiscal, que había sido humillado por Astral y no había conseguido su objetivo de condenar al Elvián. Las otras dos eran Fleck y Zelius, cuyas esperanzas de ver al joven príncipe encerrado en la Torre Blanca para el resto de sus días se habían desvanecido por completo. Tendrían que recurrir una vez más a Gelian. Seguro que al asesino le encantaría ver muerto a Elvián tanto como a ellos.

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