Capítulo IV: Los nigglobs

Imagen de Gandalf

Cuarta entrega de Elvián y la espada mágica

Cuando Elvián abrió los ojos, no pudo ver más que oscuridad. Miró ansiosamente de un lado al otro buscando algo familiar, y por un segundo pensó que estaba en el estómago de un gusano gigante. Eso, o muerto. Poco a poco, sus ojos se fueron acostumbrando a la densa oscuridad y empezó a distinguir las formas del lugar donde se encontraba. No estaba en el interior de ningún gusano, estaba claro. Era una especie de cuarto o habitación. “Puede que esto sea el limbo”, pensó Elvián, y se estremeció.

 

Entonces, se dio cuenta de que estaba envuelto en delicadas sábanas y que una áspera manta le tapaba. Se incorporó y las sábanas cayeron a un lado. Estaba sentado en una cama de piedra, y un poco más allá llegó a distinguir una puerta. A través de una rendija entraba luz, y gracias a ésta distinguió una mesilla de noche al lado del lecho. Sobre su superficie reposaba un cristalino vaso de agua.

 

Agarró con ansiedad el recipiente y empezó a beber, casi sin darse cuenta de la creciente claridad que empezaba a formarse en el cuarto. Entonces lo vio: en un rincón oscuro distinguió dos pequeñas luces rojas, una junto la otra, que le observaban como diminutos ojos de carmín. Apoyó el vaso en la mesilla, pero lo puso en una esquina, y cayó y se quebró contra el suelo. Elvián desvió la vista de los dos luceros que lo contemplaban y centró su atención en los restos de cristal.

 

-No te preocupes –dijo una voz chillona y alegre-, fue culpa mía. Creo que te he asustado.

 

Elvián miró de nuevo hacia el oscuro rincón y vio que las dos pequeñas luces se apagaban y volvían a aparecer, todo eso en un abrir y cerrar de ojos. “Claro”, pensó, “son ojos. Eso ha sido un parpadeo”. Las dos luces se acercaron un poco más y adquirieron mayor precisión, y pronto su dueño se hizo visible. Era una criatura bípeda de escasa altura. Dos orejas puntiagudas destacaban en un rostro alegre y parecido al de un duende. La nariz, larga y aguileña, parecía oler el ambiente. Su pelo negro caía sobre sus hombros enjutos y las patillas le llegaban casi hasta la quijada.

 

-¿Quién eres? –preguntó Elvián-. ¿Qué eres? ¿Un duende?

 

-No exactamente –respondió la criatura-. Soy un nigglob, y a los de mi raza se nos conoce como “duendes de los desiertos”, aunque a los nigglobs no se nos puede considerar como duendes. Mi nombre es Piri.

 

-¿Qué ha ocurrido? –dijo Elvián rascándose la coronilla-. El gusano…

 

Piri se acercó un poco más a la cama y miró a un lado. Inmediatamente, los candelabros de la mesa que estaba contemplando se encendieron, iluminando la habitación.

 

-¡Ah, el gusano! –exclamó-. ¡Por poco no lo cuentas, amiguito! Si llego a tardar un poco más, habrías sido víctima del monstruo. También pude salvar a tu caballo.

 

-¡Trueno! –gritó Elvián-. ¿Sigue vivo?

 

-Cuando lo encontré estaba muy débil –dijo Piri con calma-, pero nuestros veterinarios pudieron reanimarlo y ahora se recupera en otro cuarto. Es un caballo muy fuerte, otro no lo hubiera contado.

 

El príncipe retiró las sábanas y se sentó en la cama. Se frotó el rostro con ambas manos y miró otra vez al nigglob.

 

-¿Qué fue del gusano? –preguntó-. ¿Dónde está ahora?

 

-Lo que queda de él estará donde lo encontré –respondió Piri-. Sus trozos pronto empezarán a descomponerse.

 

Elvián miró incrédulo al hombrecillo que tenía delante.

 

-¿Quieres decir que has acabado con él? –exclamó.

 

-Sí –contestó Piri como si eso fuese lo más normal del mundo-. Los nigglobs conocemos los secretos de la magia, y somos más poderosos que los duendes. Bueno, que todos no. Ainata, la Reina de las Hadas, es el ser mágico más poderoso. Pero ahora cambiemos de tema: tienes que presentarte ante el consejo de nigglobs. Queremos saber a dónde ibas y por qué te adentraste en el desierto de Kelbo. Además, has hablado en sueños de la Espada Mágica.

 

-¿La Espada Mágica? –repitió Elvián-. Debe ser mi sueño. Últimamente sueño con una espada custodiada por dos criaturas de fuego.

 

-¿No sabes nada sobre la historia de la Espada Mágica? –dijo Piri-. Es igual, ya lo sabrás. Ahora vístete: nuestro jefe, el poderoso y anciano Naglaf, te espera en el consejo.

 

El nigglob abrió la puerta con rapidez, salió y la cerró, todo en un instante. Por su parte, Elvián se quitó el estrafalario pijama verde con que le habían vestido y se puso sus ropas de príncipe. Recogió algunos trozos del cristal del vaso que había tirado y salió de la habitación.

 

Se encontró con un laberinto de túneles que iban de un lado para otro. Vio a varios grupos de nigglobs recorriendo varios de los pasadizos, pero él no tenía ni idea de a dónde tenía que ir. Cuando estaba decidido a volver a su habitación, notó una leve presión sobre su hombre derecho. Se volvió y se encontró con los brillantes ojos rojos de Piri.

 

-Yo te guiaré a la Sala del Consejo –dijo el duende de los desiertos-. Aquí podrías perderte y no encontrar jamás el camino de vuelta.

 

Le hizo una señal para que le siguiera y juntos avanzaran a través de túneles interconectados entre sí. Elvián se fijó en los rostros de los demás nigglobs, y descubrió que, como los humanos, cada uno de ellos tenía una cara distinta y totalmente reconocible, al contrario de lo que ocurría con enanos, orcos y trolls, que, a los ojos de un hombre, todos eran iguales. Elvián siguió admirando la impresionante galería de túneles y, en algunos momentos, Piri se veía obligado a volver atrás a por él, que se retrasaba mirando algún detalle.

 

Después de un tiempo caminando, llegaron a un corredor terminado en una puerta de piedra blanca. Piri la empujó y ésta se abrió hacia dentro. Al otro lado había una estancia ocupada por una mesa de mármol presidida por un nigglob visiblemente anciano, de largas barbas blancas y ojos cansados, aunque astutos. A los lados había otros nigglobs, todos diferentes entre sí.

 

-Gran Sabio –dijo Piri mirando al anciano-, éste es el humano que encontré en el desierto. Su nombre es…

 

-Deja que lo diga él –le interrumpió el viejo-. Joven humano, ¿cómo te llamas?

 

-Mi nombre es Elvián -respondió el infante-, príncipe de Parmecia.

 

-Es un honor tenerte como huésped, Elvián –dijo el anciano-. Yo soy Naglaf, líder del clan de los nigglobs. ¿Qué asuntos te traen al desierto de Kelbo?

 

-Ocurrió que, hace unos días, la princesa de un reino llamado Écalos fue secuestrada por un brujo –respondió Elvián-. Su padre, el Rey Tristán, está decaído, y me dio tanta lástima que me ofrecí a liberarla. Al parecer, la torre del brujo está pasado el desierto de Kelbo.

 

Naglaf arqueó las espesas cejas canosas y miró con intensidad al príncipe.

 

-¿Te refieres a Malvordus? –exclamó-. Chico, eres muy valiente si te quieres enfrentar a él. No es el brujo más poderoso, pero tiene su peligro. Además, con tu espada no podrás vencerle.

 

-¿En serio? –exclamó Elvián-. ¿Tan poderoso es ese tal Malvordus?

 

-No tiene nada que ver con el poder –dijo Naglaf-. Sencillamente, Malvordus protegió su cuerpo contra las armas corrientes por medio de la magia.

 

-¿Cómo haré entonces para vencerle? –replicó Elvián-. Si no puedo atacarle ni herirle, no podré rescatar a la princesa. El brujo habrá ganado.

 

Naglaf se levantó con dificultad del asiento y caminó hacia Elvián despacio y apoyándose con un bastón, y se puso a dos metros de él.

 

-Hay algo que se podría hacer –dijo el anciano-. Un arma normal no puede lastimar la carne de Malvordus, pero sí un metal especial, un metal mágico.

 

-¿Dónde podría encontrar algo así? –preguntó el príncipe.

 

-En realidad, ya has visto ese lugar. En tus sueños.

 

Elvián miró a Naglaf, intrigado y sorprendido al mismo tiempo.

 

-¿Se refiere a mi sueño de la cueva, los guardianes de fuego y la espada? –preguntó-. ¿Cómo sabe lo de mi sueño?

 

-Los nigglobs lo sabemos todo acerca de los sueños –respondió Naglaf-. Con sólo mirar a una persona no nigglob, sabemos lo que ha soñado. Analicé tu sueño y descubrí más acerca de la cueva que viste. Es una pequeña caverna propiedad de algún rey enano, y allí yace una espada, custodiada por dos guardianes de fuego. Esa espada es mágica.

 

-¿Sabes dónde está la cueva? –inquirió Elvián.

 

-Sí –dijo Naglaf-. Está pasado Kelbo, cerca de la torre de Malvordus. Antes de llegar, debes de atravesar un terrible pantano. Nadie ha logrado atravesar ese lugar jamás, aunque tampoco fueron muchos los que lo intentaron. ¿Quieres ir allí?

 

Elvián sopesó durante un momento el peligro que corría, pero la imagen tristona y decaída del Rey Tristán le hizo ver todo muy claro. Además, sospechaba que necesitaba la espada mágica para resolver sus propios problemas.

 

-Sí, quiero ir allí. Tampoco tengo opción.

 

-En ese caso, no irás solo –dijo Naglaf-. Te daremos agua y comida para el viaje y un nigglob te acompañará –señaló a Piri-. Piri se ha ofrecido voluntario para ir contigo en el viaje. Espero que no te importe…

 

-Para nada –respondió Elvián-. Así mi viaje será más ameno. Os estoy muy agradecido por todo, es un honor para mí haberos conocido.

 

-El sentimiento es mutuo –dijo Naglaf-. Partiréis esta noche. Nosotros nos encargaremos de preparar tu caballo. Ahora, podéis ir a descansar.

 

La congregación se deshizo y Elvián regresó a la habitación donde se había despertado. Allí se acostó y dormitó unas horas. El príncipe despertó cuando Piri entró en su habitación para comunicarle que era hora de partir. Elvián asintió y le siguió hasta el lugar donde tenían a su caballo. Al joven infante se le iluminó el rostro al ver de nuevo a Trueno. El purasangre también parecía alegre de verle a él. El príncipe vio que Naglaf no estaba allí para despedirle. Según le dijo Piri, el viejo chamán estaba en la capilla, orando a los Dioses para que tuvieran un buen viaje.

 

Elvián montó sobre el lomo de Trueno y Piri sobre el de un burro al que llamaba “Coces”. Salieron de la ciudadela subterránea por una abrupta gruta que les condujo directamente al desierto. Era de noche. Piri decía que los gusanos de arena gigantes nunca salían a la superficie al ponerse el Sol. Aún así, a aquellas horas se veían otro tipo de criaturas nocturnas que aprovechaban la oscuridad de la noche para pasar inadvertidas entre los grandes depredadores.

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