Baile de máscaras

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Reflexión sobre algunas peculiaridades del oficio de escritor que me ha suscitado la lectura de algunos comentarios por el foro de literatura

 

Escribir, dicen, es un placer privado. Incluso, más de uno se atrevería a decir, solitario. Algunas veces, a pesar de ello, la escritura deviene algo más y, trámite papel, trámite unos y ceros, aquellas ideas y memorias privadas, que dejaron de serlo tanto al plasmarse en palabras, pierden todo atisbo de discreción y quedan a esa intemperie de ojos curiosos que son los lectores.

 

Bueno o malo, condenable o no, sería baladí discutirlo pues, al fin y al cabo, si rondamos por aquí es porque formamos parte del circo, en uno u otro lado. Así, abandonado este primer punto, divagaba yo sobre otro: la identidad del que escribe.

 

Cuando empecé a componer historias en papel, busqué también tener lectores. Estaba habituado a tener público, pero no es lo mismo narrar de palabra que encontrarse con el auditorio a través de lo que queda escrito, que siempre es más traidor precisamente por ser más veraz y menos voluble. Familia y amigos, como no podía ser de otra forma, fueron las primeras víctimas. Y, como tampoco podía ser de otro modo, surgieron las dudas.

 

¿Juzgan a las criaturas o al creador? Hubo ya un artículo titulado Confusiones entre personajes y autores en el que se comentaban las confusiones que se suscitan, demasiadas veces, entre autores y personajes. Sin embargo, aquí la puesta en tela de juicio del susodicho va por otro lado.

 

“¡Qué rabia que me den la opinión por quién soy y no por lo que he escrito!” es lo primero que piensa uno en esta tesitura. Así que busca más allá y, con buena fortuna, publica un libro que llega a lectores anónimos. Con una suerte distinta, publica por ciertas páginas web donde nadie le conoce.

 

Lo paradójico del primer sistema es que la retroalimentación, es decir, el saber qué ha opinado el lector, rara vez llega al escritor de un modo conveniente. En el segundo caso la paradoja es que, rápidamente, uno deja de ser un simple pseudónimo y se convierte en un personaje más o menos unido a uno mismo. Y de nuevo empieza a dudar de si se le juzga por quién es o por sus textos.

 

En medio de tanta paradoja, que el escritor aficionado acepta con alegría porque siempre ha creído que para dedicarse a este oficio hay que ser un espíritu atormentado –aunque sea por cuestiones tan banales como ésta-, surge otra que, aunque improbable, es considerada de lo más normal: el deseo de hacerse un nombre.

 

Claro, es normal que uno no quiera que su familia le juzgue por ser quien es, pero también lo es que la prisa por tener un nombre por el que te reconozcan los lectores sea grande. ¿O no?

 

A mí en esta fase -advierto que soy más simple que un sidral- me dio por fijarme en los nombres de los autores, cosa que no había hecho nunca. No es difícil imaginarse las fantasías: el reconocimiento de tu obra por parte de ese autor que te encanta, el apadrinamiento por tal valor consagrado, la columna semanal donde todo el mundo quiere leer tu opinión. ¿Y por qué querrían hacerlo?, cabe preguntarse. Porque saben quién eres como autor, por supuesto.

 

Y aquí surge de nuevo la duda. ¿Pero no iba buscando yo lectores anónimos para que juzgaran mis textos y no a mí? Con este movimiento pendular, el autor confundido, antes de que sus sueños se materialicen, se pone a pensar ya si no sería mejor buscarse un pseudónimo; o varios.

 

Por supuesto, el ponerse una de estas máscaras puede desembocar en cuestiones todavía más entretenidas. En Francia le pusieron el grito en el cielo a cierto autor consagrado porque ganó un premio usando un pseudónimo. Cabe imaginar que el jurado se sintió puesto a prueba de un modo poco encomiable, pero uno se pregunta por qué.

 

Como ya le pasara al magnífico escritor que es Miguel Delibes, es totalmente posible que una obra de un buen autor sea mala, aunque ésta sea la última y a pesar de que el público de Booket la vote como la primera, o más excelsa. Pero es que además de esto, es decir, de que un buen autor a veces escriba malas obras, pasan otras cosas más rocambolescas.

 

Estaba aquélla del autor que firmaba con pseudónimo inglés y con su nombre real para cubrir el innecesario puesto de traductor ¡que recibía quejas de algunos lectores por la mala realización de este segundo y ficticio trabajo! Sin duda, el nombre y el pseudónimo son importantes, aunque a veces no se pueda prever muy bien por qué.

 

Tal y como declaró Arturo Pérez Reverte sobre sí mismo, hay autores que saben que llevando una guía de teléfonos con tapas a una editorial la van a ver publicada. Más allá de la hipérbole, es indiscutible que una buena trayectoria profesional allana caminos, y en el mercado editorial más, tal vez, que en otros gremios.

 

Así, ¿no es razonable que el autor desee de vez en cuando asumir el reto y dejar que sus nuevos textos se batan solos como hicieron sus hermanos mayores? Después de todo -cabe utilizar la lógica desmentida dos párrafos atrás- el autor ha tenido que ganar en pericia. Al menos, puede apetecerle comprobarlo; eso, o el favor de las musas, o del público.

 

Lo cierto es que, si se medita un poco, uno se da cuenta de que en una actividad, como es la escritura, en la que media tanto la vanidad, era de esperar que se dieran estos casos de inseguridad múltiple. La dualidad escritor escrito no es tal, porque se da con cada una de las obras, ¡con cada una de las líneas!

 

En los talleres de escritores noveles de las páginas web como la que nos atañe, podemos observar estos pequeños microcosmos. ¿Quién es el poblador? ¿Su ficha? ¿Sus textos? ¿Sus comentarios? ¿El tipo que escribió la ficha? El anonimato se destruye una y otra vez con cada línea escrita, porque ésta perfila al escritor. Al mismo tiempo, el perfil creado no es otro que el de un ser anónimo, el famoso Ralph Iron de Olive Schreiner, por lo que no revela a nadie, sino al propio texto. Pero, ¿no es éste, acaso, parte del mismo autor? ¿O sólo si confundimos escrito y escritor? ¿O leemos entrelíneas?

 

La paranoia crece y el escritor novel decide no dejar comentarios con el mismo nombre con el que publica algunos de sus textos. Y digo algunos porque un instinto de conservación hace que deba situar a cada uno detrás de una máscara en concreto. Pero al hacerlo, al mismo tiempo, crece más y más la duda. ¿Éste era el lugar adecuado para esta disertación? ¿No iría mejor bajo otro epígrafe, sobre otra firma?

 

Así, el escritor aficionado atrapado en la página web donde juega a ser escritor publicado, va creando una serie de personajes intermedios entre los personajes de sus textos y sí mismo. Y éstos tienen que corresponder con la imagen dada a través de los comentarios vertidos, de las respuestas de cortesía suscitadas por sus propios textos. Con el concepto que representan.

 

Al final, agobiado cual personaje de “El mundo de Sofía”, ya no sabe si lo que se inventa es el propio texto o a sí mismo escribiendo. Después de todo, ¿no nos volcamos en la escritura para recrearnos a nosotros mismos de un modo más conveniente, o más deseado?

 

¿O era que el propio narrador no es más que otro personaje de la trama?

 

A fin de cuentas, cuando uno mira atrás, se da cuenta de que es normal que la escritura sea un baile de máscaras. La dificultad, de hecho, no estriba en saber hasta qué punto es anónimo un texto ni la arbitrariedad con la que éste es juzgado por el lector. No, la dificultad estriba en saber con qué nombre firmarlo. Y qué es lo que éste representa.

 

En el caso que nos atañe es fácil. Después de todo, no hemos hecho otra cosa que destripar cuentos.

 

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virgensuicida
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Muy interesante artículo. Escribes muy bien!

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Patapalo
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¡Gracias por los comentarios, compañeros!

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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weiss
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Jijijiji, simpática reflexión. Yo mismo ando dándole vueltas seriamente a la idea de presentar según qué escritos bajo otro nombre. Eso de suplantarse uno a sí mismo es tan sugerente, tan romántico, tan... literario... Ays

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