Traficantes de vanidades

Imagen de Patapalo

Recupero este breve artículo que condensa las experiencias que viví hace algún tiempo con el mundo editorial. Corresponden a mis propias vivencias y no pretenden ser exhaustivas. No obstante, pueden resultar –creo- ilustrativas en algunos casos

Al principio había pensado titular a esto “Traficantes de sueños”. Sin embargo, y después de darle muchas vueltas, creo que es mejor optar por lo de vanidades. Y lo hago apoyándome en dos premisas que, por supuesto, podemos ignorar o intentar desmentir. Son las siguientes:

 

Primera: Los escritores son vanidosos. Si no lo fueran, no creerían que las cosas que escriben merecen ser publicadas. (Y lo digo en tercera persona por no machacar todavía más mi ego).

 

Segunda: Todos los seres humanos nos creemos más inteligentes de lo que en realidad somos. Aunque este axioma pueda parecer algo burdo, hay una prueba irrefutable: nos equivocamos. No nos equivocaríamos si fuéramos capaces de medir nuestra capacidad intelectual con precisión, ya que evitaríamos los problemas que nos rebasan. Pero, siendo francos, nos valoramos siempre a la alza.

 

En fin, fijadas las dos premisas con toda la ligereza que requiere un artículo de opinión, paso a aplicármelas.

 

Envalentonado por algunos éxitos menores en concursos y publicaciones y por los halagos sinceros y bien intencionados de algunos pobladores, hace un par de años decidí intentar publicar una novela. Era la primera de una trilogía, y como ya tenía escrita la segunda parte, y todos los que habían leído el libro les había gustado mucho, decidí ponerme el mundo por montera y probar suerte en ese mundo que dicen imposible.

 

Le di un bonito repaso, escribí una carta de presentación sugerente y elegante, imprimí el volumen y lo encuaderné. Cogí el marcapáginas publicitario que había atesorado durante meses e hice llegar a la dirección que venía en éste el manuscrito. Entrelíneas se llamaba la editorial, y fue la elegida por un interesante decálogo (que os animo a leer pinchando aquí) en el que se advertía de los malos usos presentes en el mundo editorial.

 

Como ya había tenido algún contacto algo turbio en el sector, me dije que era una buena cosa optar por una editorial modesta pero honrada, y que prefería sacrificar posibilidades por apoyar un proyecto presentado con tal honestidad. Mi alegría fue inmensa cuando, tiempo después, me llegó una elogiosa carta anunciándome que estaban interesados en la novela.

 

Tenía alguna reminiscencia de otros autores del género, decían, pero también un gran interés literario y otras cosas con igual capacidad de sonrojarme –de orgullo en su momento, de vergüenza ahora que toca confesar-. Con esa emoción inigualable del que ve su trabajo reconocido por un extraño, concerté una visita con los editores y me desplacé hasta Madrid para verles, que desde Francia hay un trecho.

 

Trajeado como iba, pues aproveché para resolver otros asuntos, les debí parecer todavía más incauto que por teléfono, y una vez sentado en el despacho –un habitáculo minúsculo situado en pleno casco antiguo y con las paredes forradas de libros hasta el último centímetro- el editor decidió prescindir del resto de los preámbulos y me puso delante de las narices un presupuesto.

 

¿Un presupuesto? Por supuesto, me ahorré pensar siquiera que pudiera tratarse de un error. Directamente, le expliqué que no me interesaba pagar por editar, que no me parecía que fuera el papel del autor el sufragar esos gastos, sino del editor, a lo que él me contestó que eran una pequeña editorial y que no podían asumir riesgos. Bueno, si no hubiera sido por el decálogo –que había pasado de encarnar un símbolo de honestidad a convertirse en un ardid hipócrita a mis ojos- y porque aquel tipo no tenía pinta de haberse leído mi novela –ni ninguna otra, todo sea dicho-, quizá hubiera aceptado aquella explicación. Por el contrario, preferí retirarme con toda la dignidad ofendida que hubiera sobrevivido a mi decepción.

 

Así, le expliqué que no estaba interesado, que respetaba su elección pero que a mí no me interesaban esas condiciones teniendo en cuenta que ya había publicado y vendido trescientos ejemplares de El niño que bailaba bajo la luna en un par de meses. Aquello, como dijo el propio “editor”, ya era otra cosa, y siendo otra cosa, no hacía falta que le pagara nada por adelantado. El presupuesto… nos podíamos olvidar de él: si vendía x libros en los dos primeros meses, él se daba por pagado y yo saltaba directamente a beneficios. Si no, le pagaba la diferencia a los dos meses.

 

Dos meses, pensé, dos meses es el tiempo de margen que dan los impresores para pagar a los editores una vez entregado el trabajo. A esas alturas del día, no me parecía casual la propuesta ni el plazo. Ni tampoco muy apetecible. Supongo que esperaba encontrar a alguien dispuesto a apostar por mi trabajo, a arriesgar su dinero y no sólo pronto a decirme bonitas palabras.

 

El caso es que, si hubieran presentado el tema claro desde el principio, el negocio de Entrelíneas resultaría limpio dentro de lo que se encuentra por estos lares: ellos ejercen de intermediarios y se quedan una comisión (incluida en el presupuesto), pero los beneficios de venta de los libros van íntegros al autor. Son lo que se denomina una empresa de autoedición, aunque ellos siembren cizaña sobre éstas en su propio decálogo…

 

De todos modos, no era lo que yo tenía en mente, así que abandoné el lugar y la idea, y me decidí a probar fortuna con las halagüeñas palabras del “editor” resonando todavía en mi cabeza: la novela es buena, así que merece la pena que pruebes editoriales grandes; si te fallan, aquí estamos.

 

Editoriales grandes + de fantasía = Minotauro.

 

Sí, dejando claro una vez más que lo de la mesura no va conmigo, envié el manuscrito a la editorial reina del género. Y me puse a esperar.

 

 

 

(…)

 

 

 

Pasaron unos meses, y me cansé de esperar, así que les llamé por teléfono y, muy amablemente, me dijeron que los libros leérselos, se los leían, aunque les llevaba un tiempo.

 

Un mes después me llegó la respuesta. Y, bueno, mi manuscrito también. Una escueta carta en la que decían, sencillamente, que no estaban interesados acompañaba al libro. Ni gracias, ni inténtelo de nuevo, ni una explicación, ni una sugerencia, pero el libro me lo devolvieron pagado de su bolsillo. Fríos, demonios, pero correctos. Además, estoy convencido de que, efectivamente, se lo leyeron. Si no, ¿para qué iban a esperar un mes entre mi llamada y el reenvío?

 

Después de este jarro de agua fría, decidí probar una vía alternativa, una vía de en medio. Contactaría editoriales más pequeñas pero de las que hubiera leído algo y, además, supiera que no hacían autoediciones. El equipo Sirius, mi primera opción, debió perder el texto en el traslado, pues no he vuelto a tener noticias suyas. Al menos me explicaron eso, que les había pillado de cambio de oficinas. Con Ábaco Editorial fue distinto, muy distinto.

 

Ésta fue una editorial que se convirtió en una candidata estrella después de leerme El camino del acero. Este libro, para mí, encarna lo que todo buen editor de fantasía debería querer en su catálogo: una historia con carácter, que encarna lo mejor del género y permite disfrutar de la espada y brujería pero sin caer en tópicos, un autor nacional con una narrativa que no sabe de fronteras… Y, como podéis imaginaros, veía muy adecuado que mi novela compartiera estantería con la suya (sencilla combinación de las premisas uno y dos previamente expuestas).

 

Sin duda, fue un acierto que la enviara a Editorial Ábaco, y no porque la vayáis a ver próximamente en su catálogo, sino porque Adrián Bravo, su editor, es de las personas que se toman en serio este oficio. Sin maquillarme las cosas, me explicó por qué no iba a publicarme la novela, y aunque a ningún autor le resulta fácil aceptar las críticas a su trabajo, me bajé de la burra y acepté lo que era obvio –y lectores como Nachob pueden confirmar-: que la novela está verde todavía, que no es un gran libro para ser publicado.

 

No voy a ponerme a autofustigarme aquí, porque tampoco va este artículo sobre el libro, sino sobre las cosas que el libro me ha hecho encontrarme a lo largo del intento por publicarlo. Así, voy a pasar al último encuentro, al último escollo, el que encaré con una sonrisa de perro viejo que quiere seguir creyendo pero que, en el fondo, sabe que no conseguirá hacerlo. Y todo fue culpa de manheor.

 

Sí, culpa suya porque yo ya me olía de qué pelaje eran ésos de Nuevos Escritores. Se les veía a la legua. Fenicios, que diría un compañero de aquí de la página. Pero manheor, que es el entusiasmo personificado, me hizo dudar. Ya le había soltado toda la retahíla de consejos y advertencias que como abuelo Cebolleta me correspondía soltar –y sólo por el detalle ése de querer hacerle pagar la “maqueta” de buenas a primeras-, pero, al final, me dije que era un cascarrón, y que igual estaba prejuzgando. Y, todos lo sabemos, los prejuicios son muy malos. “Además”, me dije, “ya tienes el pdf con la novela lista, y sabes maquetar. ¿Qué podría ir mal?”

 

Así que lo mandé, y las cosas fueron todo lo mal que podían ir.

 

No es normal que una editorial se lea el manuscrito en una semana. Aunque la editorial fuera de tu cuñado, no se lo leen en una semana. La explicación lógica y razonable es que se no se lo han leído. Y cuando te aceptan algo que no se han leído, es porque esperan mucho beneficio. Y como no soy Reverte, desde luego el beneficio tenía que provenir de una fuente alternativa a mi fama y mis superventas. Esa fuente alternativa la llamaban, en Nuevos Escritores, la maqueta.

 

La maqueta, demonios, estaba fijada en 2500 euros, más o menos (ahora no tengo el contrato delante, pero sí la cifra que le dieron a manheor, que debía ser prima hermana de la mía). Teniendo en cuenta que la tirada era de 500 ejemplares, salía a cinco pavos de maqueta por libro. Lo más divertido era que el autor percibía 2,8 euros por libro vendido (el 20% de los 14 euros de PVP), por lo que había que vender el doble de lo que se editaba (¿¿??) sólo para no tener pérdidas.

 

Por muy surrealista que resultara el asunto, me forcé mantener una conversación telefónica con la mal llamada editora (timadora, a secas, creo que sería más apropiado como término), a lo que no ayudó el marcado acento inglés de la susodicha –pero, ¿alguien se lee los malditos manuscritos?- y poniendo esa voz cándida que todos guardamos en nuestro interior, le dije que no se preocupara, que yo maquetaría el libro. Aquello lo aceptó. Más complicado fue que me ratificara lo de vender el doble de libros que se publicaban para poder compensar sólo la maqueta (pues se suponía que ellos corrían con los gastos de producción y de marketing). La tipa tuvo la desfachatez de decirme, por toda explicación, que era muy optimista con las ventas que se podían obtener con mi novela, por lo que seguramente reeditaríamos muy rápido, y entonces no tendría que pagar “maqueta”.

 

Al final, me llegó un segundo contrato en el que la “maqueta” había descendido su coste a 1700 euros. Incluía, decían, el coste de la prueba de edición –que es de 20 euros según otra gente con la que he trabajado y con la que ellos se negaron a trabajar- y el montaje de la portada. Cuando les respondí que yo me ocupaba de la portada también dejaron de contestarme. Supongo que ya no estaban de humor para seguir con un tira y afloja que, todos lo sabíamos, no nos iba a llevar a ninguna parte.

 

Quizá más escalofriante qué que alguien te pida más dinero del que podrás recuperar jamás por la edición de un libro, o que finjan que la maqueta cuesta 2500 pavos (más o menos lo que te pedía Entrelíneas por la edición entera del libro, aunque ellos tenían la decencia de dejar el 100% de las ventas al autor, que después de todo es el propietario después de haber pagado tanto), es el hecho de que, por ponerse mínimamente pesado, sean capaces de rebajarte 800 euros. ¿Tan grande es el margen de beneficio? ¿Tanto dinero ganan para poder anunciarse en diarios de tirada nacional?

 

Cuando terminé aquella llamada de teléfono con la señora Bordes (que el apellido también parecía de coña), tenía una enorme sonrisa dibujada. No sólo me sentía como una especie de periodista de investigación, sino que, además, tenía la impresión de haber encontrado las cuatro piezas más características del puzle de la edición: la pequeña empresa de autoedición –simples intermediarios-, el frío titán –correcto, pero distante-, el pequeño editor de verdad –que para mí se erige en sinónimo de criterio y calidad- y los timadores -¿realmente pica la gente?-.

 

Sí, supongo que sí. En realidad todos tienen que contar con ese elemento que tan poco nos gusta ver en el espejo, porque todos son traficantes de vanidades. Sin embargo, su misma existencia denota que se puede ejercer el oficio –hacer libros, finalmente- con estilos muy distintos.

 

Por mi parte, ahora sé a qué atenerme con ellos. Con cada uno de ellos. Como se suele decir, siempre ha habido clases y clases.

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