El último cuento

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"Hay infortunios en la vida que marcan tu vida, o mejor aún, un momento concreto de tu vida, haciendo que lo que no pensabas hacer se convierta en la razón de tu existencia y todo lo demás gire sobre ello.

El infortunio es, entonces, una pompa de jabón que podríamos romper, pero con la que preferimos escudarnos. Lo que voy a relatar a continuación podría no haber ocurrido, pero ahora me alegro de que haya sucedido.

 

Entre las caléndulas primaverales iba paseando, cual hombre enamorado, despreocupado, sin mucho acierto en el caminar. Las gramíneas volaban de aquí para allá, intentando meterse en mis desacostumbradas narices invernales. Hasta entonces yo estaba en estado de hibernación, sin personalidad y, acaso, sin ánimo. Me sentía como un parásito, porque era como si robara las ánimas de quien me rodeara.

 

Yo, al tratar de transmitir conocimientos (pues me habían dado el título de Licenciado en buenas maneras) sufría grandes pérdidas de información, seguramente propiciadas por lo que ahora se había dado en llamar el máster de moda, Técnicas de aceptación de que un renacuajo de Primero de la ESO puede hundirte en la miseria. Sí, señor. Un profesor tiene que ir renovándose en las técnicas y estar en la vanguardia de la docencia. Sí, señor. Y estar preparado para ser psicólogo, enfermero, juez, moderador, padre, madre, abuela, abuelo y ángel de la guarda y todos contentos.

 

Aquel día, nada más entrar a clase, Antoñico, el molinero, tuvo la ocurrencia de usar su robusto brazo de púber ―alimentado a base de dos bocadillos matutinos grandes, muy grandes, de magra con tomate― para reventar el dichoso Tipp-ex y llenar toda la clase de algarabía y de manchas blancas. Y claro, eso había que intentar limpiarlo. Baja rápidamente, delegado, a por una fregona, arreando, que es gerundio. Y no baja, porque entra en escena la pequeña gorriona que aprovecha cualquier circunstancia para volar y hacer piruetas de fantasía y qué bonito es todo y, ¿sabes, profe, que me han diagnosticado en la facultad de Psicopedagogía que tengo altas capacidades cognitivas, por encima de la media?; y a mí qué, si no atiendes en clase ni eres capaz de sacar el libro y ver por dónde vamos sin que yo te lo haya repetido cincuenta veces. Yo bajo, profesor. No, yo bajo, fesó. Bueno, tú bajas, Flor de España, si a mí me da igual. Pero esa cosa no se iba porque se propuso ser el estandarte de una generación. De aquí en adelante llamémosla Generación Tipe’h.

 

La segunda hora, la tenía libre. Y lo digo con la boca pequeña porque siempre surgirá algún imprevisto promovido por algún compañero que, como tú, no entiende de las nuevas antologías aplicadas a la docencia, o más que no entenderlas, no entiende cómo no las han desechado ya de una vez teniendo en cuenta las ocasiones fallidas de poner faltas con el deseado aparatejo. En el ordenador y punto, que es más rápido y efectivo.

 

Y la mañana seguía y seguía. Que le voy a hacer yo si tengo la mala suerte de que me toque guardia el día que más madrugo, y que además sea de mi nivel adorado. Sí. Que luego seguro que me caga una paloma y piso una mierda de perro y llueve y se restriega y me paro en un semáforo y me salpica un representante del regatteon con su coche maqueado con la ele. Y yo le maldigo y pienso en que le pille la Guardia Civil y le pida los papeles y vaya empipado.

 

Pero qué cenizo tenía yo esa mañana, pues dicho y hecho. Y ahí estaba el coche de la Guardia Civil camuflado con dos antenas, qué bonico y qué azul tan eléctrico… por la autovía iba y yo a ciento treinta kilómetros por hora, lo adelanté, y ¡zas! me hicieron una foto con lo despeinado que suelo ir, y qué casualidad, me tenía que haber callado, porque ahora a mí me gusta la gasolina, dame más gasolina al son del flow, arriba, arriba otra vez…

 

Y pasaron los días y las semanas. Y me llegó una cartita del Ministerio. Que sí, que la voy a pagar, que no se preocupe usted. Que yo soy un hombre de principios muy consolidados. Tengo respeto a la autoridad. Y érase que se era que uno de los más aclamados de la clase, el guindilla, no tenía una actitud, digamos, ejemplar, y vino hacia mi hora de Tutoría de Padres el padre ejemplar del dichoso alumno para quejarse de por qué había suspendido a su hijo. Yo le contesté que ni había asimilado los conceptos, ni las actitudes ni los procedimientos de mi asignatura, no sólo a nivel teórico, sino que hacía gala el retoño, día a día, de ser el dictador de la clase y sus modales y tranquilidad brillaban por su ausencia. Además, le enfaticé, una norma tan sencilla, como son las reglas de ortografía, para él no existen. Pues nada, dos puntos menos y a correr y un suspenso como una catedral, porque mire usted señor don…

 

―Luis Melgarejo Fernández, agente picoleto, para servirle a usted y a la patria. Tranquilícese, si yo le entiendo. Puede usted guardar el justificante de pago de esa multa que puedo entrever ahora mismo. A nadie le gusta que no le dejen hacer su trabajo, y así como yo quito puntos por exceso de velocidad, usted quita puntos por la ortografía. Lo veo totalmente lícito. Usted hace bien su trabajo y deja hacer bien el de los demás. Un día malo lo tiene cualquiera. No vaya a cometer usted ahora una barbaridad y se vaya a cargar a todo bicho viviente que pase por aquí. Relájese.

 

Y a partir de ese momento, Luis y yo nos hicimos muy amigos. Nos íbamos de cañas contándonos chistes censurables, yo me metía con el gremio de los picoletos y él con el de los docentes. Y teníamos esa confianza mutua que tienen aquellos verdaderos amigos que se escupen las ideas a la cara y se dicen verdades como templos y se dicen tacos abrazándose y se cuentan los días malos y los buenos. Y construyen poemas urbanos sobre lo perra que es la vida. Y cantan desnudos en verano en una noche muy quieta, al son del tocino braseado y cerveza y más cerveza. Y los perros son lunas que me besan. Y el aliento del mar ruge como queriendo mandarlo todo a la mierda. Y somos dos tontos haciendo tonterías como si la autoridad hubiésemos perdido. Y nos vamos de picnic con la parienta y los críos respectivos. Y decimos, nene, cállate. Y salimos a pasear con el relente molesto que me ensucia mis gafas modernas. Y alguien me tira arena y yo me quejo a mi amigo pero él no está porque se lo ha llevado el viento. Y entonces lloro de rabia al pensar en la guindilla que me ha sentado mal el otro día. Y vale ya de copulativas, leche. ¿Cuándo? Sí, el otro día, muchacho. Cuando tú me abrazaste sin tenerme en cuenta ni un puñetero segundo…”

 

Un cosquilleo noto en mi nariz y me incorporo rápidamente, sudando. Lo primero que veo es la pizarra y al guindilla con la libreta en la mano, toda la clase me estaba mirando, como esperando que yo dijera algo. Pero yo estaba desubicado, y los niños notaron la cara de tonto que yo tendría que tener.

 

―Profesor ―dijo la delegada―, estábamos corrigiendo los relatos que teníamos que escribir para casa, ¿se acuerda? Ya hemos leído todos el nuestro, menos el guindi, que acaba de terminar. Se ha quedado durmiendo, profesor.

 

―Cierto ―dijo el guindi―, ¿le ha gustado mi relato? Me ha ayudado mi padre.

 

―Don Luis Melgarejo ―dije yo―. Una gran persona; y te felicito, chico, tu relato se merece un diez.

 

Todos mis alumnos se extrañaron de mi respuesta. Y yo les sonreí.

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Patapalo
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Un relato curioso. No me termina de convencer la desestructuración del texto, pero veo que funciona bien a la hora de transmitir los sentimientos del profesor y meternos de lleno en un día de su día a día. Una historia interesante, y una ejecución más interesante todavía.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Julián Castro
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Ains, han llegado a mis oídos los espléndidos acentos de mi tierra... Me ha costado entender un poco el final, pero me ha parecido bastante curioso el relatillo.

"La mayor locura del hombre es pretender estar cuerdo..." www.loslibrosgrises.blogspot.com

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Un poco confuso a partir de la segunda mitad, pero muy vívido, y muy cercano.

Andronicus dixit

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jspawn
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Se agradecen los comentarios para este cuento satírico-social. En parte, las claves de su comprensión están en las comillas, dónde empiezan y dónde se acaban. Saludos calurosos.

"Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo a mí" (Ortega y Gasset)

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