Tormenta eterna en Kios: Capítulo II

Imagen de Patapalo

La lluvia siguió cayendo insistentemente durante toda la noche y gran parte de la mañana. La ciudad parecía dormida, quizá muerta. El único movimiento que se observaba en sus calles era el producido por los abundantes riachuelos formados y alimentados por el agua caída. Debido a la disposición de la ciudad, que parecía encaramarse a los acantilados, los pequeños arroyos se despeñaban a gran velocidad a través de la muralla marítima, formando artísticas cascadas desde las bocas de las gárgolas.

A Kela le encantaba observar estos pequeños saltos de agua. Se quedaba horas ensimismada mirándolos, como si las demoníacas estatuas le hubieran hechizado y estuviera imposibilitada para moverse. Le fascinaba la perfección con la que habían sido talladas. Pasaba grandes ratos elucubrando acerca del motivo que impulsó a sus antepasados a construirlas y sobre qué extraño ser les sirvió de modelo o inspiración. Bien es cierto que las alas y otros rasgos eran fácilmente identificables con los de los murciélagos, lo que, por otro lado, no era de extrañar: éstos eran considerados animales sagrados en la ciudad pues se creía que habitaban entre el mundo de los vivos y el de los muertos, y que, por lo tanto, eran imprescindibles para comunicarse con los espíritus de los difuntos. No obstante estos parecidos, Kela creía que las esculturas representaban a seres que habitaron la ciudad mucho antes que los humanos. Estos pensamientos tenían su origen en las historias que les narraba su padre, Orlik, cuando ella y su hermana Dersea eran sólo unas niñas.

Éste pasaba grandes temporadas en el mar o comerciando en países lejanos, y era considerado uno de los mejores marineros de Kios. Quizá por esta circunstancia se le pasaban por alto la mayor parte de sus extravagancias, tales como llevar una gran barba trenzada, ya de por sí llamativa por su fuerte color rojo, o como sus insólitos ropajes, provenientes de lejanas tierras, que le conferían un aspecto único y una extensa fama de excéntrico. Otra de sus particularidades, y quizá la que más largo tiempo se comentó, fue la de no adquirir más de una esposa a la vez, sobre todo teniendo en cuenta su privilegiada posición social. Cierto es que adquirió otra cuando su primera mujer murió descuartizada por un oso, el cual le sorprendió en las inmediaciones del cementerio, fuera del recinto amurallado de la ciudad. Esta decisión sorprendió a más de uno, aunque la mayoría se resignaban a no entenderle.

Su segunda mujer le dio dos hijas gemelas, Kela y Dersea, las cuales eran muy queridas por su padre, lo que se consideró otra extravagancia. La gente creyó que se debía a que había perdido a un hijo poco después de la muerte de su primera mujer, y que necesitaba volcar en alguien su afecto. De hecho, todas estas desgracias le habían restado vitalidad, pero aún así se seguía embarcando en arriesgadas empresas, y en los últimos años apenas pasaba más de un mes en su hogar, el cual ya no sentía como suyo. Esto causó que su segunda mujer perdiera la salud y la fuerza de su juventud y que su segundo hijo se marchara a vagabundear por el continente.

Este último abandonó la polis por tierra, lo que consternó a muchos amigos de su padre, aunque no sorprendió a nadie demasiado, ya que los antecedentes paternos hacían prever un vástago atípico. La gente comentaba que se debía al dolor de la perdida de su madre, lo cual tampoco se entendía, ya que las mujeres ocupaban un plano muy secundario en la sociedad de Kios. Fuera como fuera, durante un invierno especialmente largo y crudo, abandonó la ciudad y no se supo nada más de él. Así que la casa familiar quedó prácticamente desierta, ocupada tan sólo por Kela, Dersea y su madre, cada vez más envejecida y enferma. De vez en cuando volvía Orlik, pero cada vez se mostraba más distante y reservado; lo único que aún le proporcionaba placer era el mar abriéndose bajo la quilla de su barco. Con el dinero que conseguía en sus expediciones mantenía a sus hijas y a su mujer, pero no era éste el motivo de sus embarques, como indicaba el hecho de que cada vez espaciaba más sus regresos. Esto hacía empeorar aún más la salud de su esposa, motivo por el cual Dersea le odiaba. Por el contrario, Kela le adoraba y anhelaba sus regresos.

En el momento en el que transcurre nuestra historia contaban con diecisiete años, y su padre ya llevaba uno sin regresar a Kios. Debido a esta circunstancia todavía no habían sido casadas, aunque ya se rumoreaba con quién, dando por sentado no sólo que Orlik iba a acceder, sino que además iba entregar a las dos hermanas al mismo hombre. Todos esperaban que éste fuera Voltar, un aguerrido marino que se había distinguido por su valor en la última batalla contra los Señores del Mar. Era alto y musculoso, de pelo negro y mirada agresiva. Llevaba la cabeza afeitada por los laterales y la nuca en desafío a sus enemigos, y lucía un tatuaje en su lado izquierdo: una flecha de ocho puntas que representaba la libertad conferida por el viento a los navegantes.

Dicho personaje despertaba las iras de Dersea, que sostenía que no iba a dejar que la entregaran a ningún hombre. Al contrario que su hermana, Kela estaba entusiasmada con la idea de casarse con un guerrero, y aún le entusiasmaba más la idea de no tener que separarse de su hermana gemela, a la cual quería más que a nadie en el mundo a pesar de que en los últimos años apenas coincidieran en nada. Exceptuando su aspecto, de hecho, no tenían apenas nada más en común. Ambas eran esbeltas y de piel muy pálida, lo que les confería un aspecto delicado que no habían conseguido modificar a pesar de los duros años de trabajo doméstico. Tenían el pelo rubio y liso. Demasiado liso y demasiado rubio para ser real, pensaba mucha gente, lo cual no era extraño, ya que los naturales de Kios solían nacer con el pelo extremadamente oscuro. Sus ojos también se salían de lo común ya que, al igual que su pelo, eran dorados, cual oro fundido. A pesar de tener el mismo aspecto eran fácilmente distinguibles, ya que su carácter se escapaba de su interior modificando sus rasgos sutilmente.

Dersea poseía una mirada impresionante, difícil de sostener sin sentir un escalofrío. Se movía como una gata dispuesta a saltar y su expresión solía ser dura, como si tuviera algo muy grave que reprochar a todo el mundo. A pesar del odio que sentía hacia su padre, todos sus conocidos le aseguraban que era muy parecida a cómo era él en su juventud. Quizá fuera este hecho el que más avivara sus iras. Por el contrario, Kela era muy dócil y condescendiente. Parecía no tener nada contra nadie y casi nunca se oponía a los deseos de los demás. Quizá fuera un poco ingenua, o quizá hubiera adoptado esa postura para protegerse de todas las desgracias que parecían castigar a su familia. A pesar de tener la misma edad que Dersea, parecía ser bastante más pequeña e inmadura. Su actitud respecto a todo era bastante superficial, como la de una niña que sólo se preocupa de divertirse y pasar por el mundo lo más cómodamente posible.

A Dersea esta actitud le carcomía por dentro. No quería separarse más de su hermana, pero no encontraba la manera de hacerle ver su perspectiva del mundo sin dañarle. En cierto modo prefería cuidar de ella como de una niña pequeña y mantenerla alejada de lo que ella consideraba una cruel realidad. Anclada cada una en la forma de vivir que habían elegido, se iban distanciando lenta pero irremisiblemente y, aunque a ambas les dolía, no veían la manera de solucionarlo.

Dersea salió al balcón desde el que su hermana contemplaba la muralla portuaria. En el marco de la puerta, se detuvo a observar a su hechizada gemela. “¿Cómo podemos ser tan parecidas y tan distintas?”, se preguntó en silencio. Sin esperar respuesta a aquella eterna pregunta, avanzó despacio y le colocó una mano sobre el hombro.

—Mamá pregunta por ti, Kela. Está preocupada porque Orlik aún no ha regresado, así que ten cuidado con lo que le digas.

Kela la miró, impasible, y entró despacio al salón. “Pues claro que está preocupada, como siempre”, pensó. Su padre era motivo de discusión constante entre las dos hermanas, así que evitaban hablar del tema. Después de avisar a su hermana, Dersea bajó a la leñera y consumió la mañana partiendo troncos. Esta actividad le gustaba porque le permitía desconectar la mente de todo pensamiento. El trabajo físico era su único refugio últimamente, ahora que su hermana se distanciaba de ella.

Golpeó con frenesí los trozos de madera hasta apilar una buena reserva. En los días lluviosos era necesario formar una gran pila de leña para mantener caliente el salón, ya que su madre no podía permitirse estar en estancias frías o húmedas. Cuando acabó el trabajo ya era media mañana y había parado de llover, así que cogió un par de ánforas y se dirigió hacia la Fuente de la Ladera. Ésta era una estatua tallada de tal forma que uno de los riachuelos subterráneos que atravesaba los acantilados hacia el mar derramaba su agua por la boca de la talla.

Remontó las empinadas calles, todavía mojadas por las recientes lluvias. Al pasar junto a los edificios comunales vio que de algunos de ellos todavía salían tambaleantes guerreros y agradeció a la Providencia el haber enviado la lluvia para limpiar las calles de la porquería vertida por la cuadrilla de borrachos en que se convertían sus aguerridos marineros al volver a puerto después de las batallas. Estos pensamientos le recordaron el destino sufrido por aquel joven bárbaro. Recordó su límpida mirada y la determinación que mostró en sus últimos momentos cuando ya todo parecía y estaba perdido. Tampoco pudo evitar recordar el destino que sufrían los simpatizantes de los Señores del Mar, cómo fueron ahorcados como criminales gente que sólo se suponía eran amigos de éstos, aunque la carencia de pruebas fuera evidente. Recordó también a la multitud enardecida por los ajusticiamientos, gritando como si estuvieran poseídos por algún espíritu maligno, como si la locura se hubiera apoderado de todos ellos.

Llegó hasta la fuente y comenzó a rellenar distraídamente las ánforas mientras en su mente bullían ideas que eran principalmente reflejo de su estado de ánimo. Se sentía impotente frente a estos actos. Le consumía el saber que nunca sería escuchada ni respetada por el simple hecho de haber nacido mujer. Esta situación le había hecho desarrollar un creciente odio hacia el Consejo, el Monarca y el Obispo. Acabó de rellenar las ánforas y se dirigió de vuelta hacia el caserón en el que vivían. Descendiendo por una empinada cuesta oyó cómo alguien le llamaba. Tenía pocas amigas, quizá debido a su radical visión de la realidad, así que se extrañó de que alguien le llamara.

Siguiendo la llamada, giró hacia la izquierda, dejó apoyadas las ánforas en la pared y se adentró en un estrecho callejón, al final del cual se podía ver a una espigada figura embozada en una oscura capa. Ésta se acercó cautelosa pero decididamente a Dersea y, al pasar a su lado, le dio la mano sin mediar palabra. Dersea la miró perpleja sin acertar a articular ninguna palabra. Con la misma soltura con la que se había acercado, se alejó y, al torcer la esquina, se quitó la capucha, fuera ya del ángulo visual de la sorprendida Dersea.

Ésta se miró la mano y vio, más sorprendida aún, que la figura embozada le había dejado un pliego de papel en la misma. Guardó precipitadamente el pliego en la bota y, después de recoger las ánforas, descendió rápidamente hasta su casa. Al llegar dejó el agua en la cocina y subió corriendo a su habitación. Recuperó el papel de su bota y lo desplegó intrigada.

Sabía leer debido a una de las numerosas extravagancias de su familia, ya que la lectura estaba vetada a las mujeres. Esto era todavía más extraño, ya que la mano de la figura encapuchada y su voz eran claramente femeninas. Desdobló el pliego conteniendo la respiración y lo observó. Estaba escrito cuidadosamente y en color rojo, cosa que aumento su curiosidad, ya que las tintas rojas no se fabricaban en la ciudad, lo que encarecía su valor. Lo leyó atentamente:

 

“Gran Mausoleo cuando Vrath roce el mar”

 

El contenido del mensaje le sorprendió más aún, aunque no era difícil de descifrar. Vrath era el nombre que se le daba a la gran estatua que ocupaba el centro del Templo del Este. Esta escultura tenía la función de marcar las horas dependiendo de la cristalera que su sombra alcanzara, lo que dependía de por dónde entrará la luz diurna y de la elevación del sol. El templo siempre se encontraba abierto y, por lo que recordaba, la cristalera del mar era de las últimas del día, por lo que decidió visitarlo más tarde. También el Gran Mausoleo era fácilmente identificable. Se trataba de la gran tumba que albergaba los restos de uno de los más reverenciados héroes de la época: un gran guerrero perteneciente a la Guardia de Reos cuyo gran logro fue el de defender él solo el Palacio Central, a las puertas del cual murió tras haber enviado al infierno a un centenar de saqueadores de los Señores del Mar.

La mente le daba vueltas. No acertaba a explicarse ni el porqué del mensaje ni la finalidad de éste. La intención de encontrarse en el cementerio, así como el misterioso aspecto de la mensajera, revelaban la voluntad de no querer ser conocido. Esto era una señal inequívoca de que se trataba de algo importante; y ya no sólo importante, sino también, probablemente, peligroso. Aunque no llegaba a imaginarse de dónde podría provenir dicho peligro, prefirió no poner al corriente del suceso ni a su madre ni a su hermana. Por ello, y para no despertar sospechas, volvió a bajar a la cocina para preparar la comida. Descendió lentamente los empinados escalones de piedra, intentando controlar sus desbocados nervios. Al cruzar el salón se cruzó con su hermana y le pidió que le ayudara en la cocina. En el fondo, necesitaba compañía.

Aquel día, como tantos otros, cenaron alrededor de la gran mesa de roble de la cocina, al calor de los fuegos utilizados para cocinar la carne y las verduras. La madre se mostró silenciosa, como llevaba haciendo desde hacía varios meses, como si sus fuerzas se encontraran tan mermadas que no pudiera apenas hablar. Kela, sin embargo, habló mucho, aunque nadie le escuchaba. Su madre no conseguía salir de su apatía y su hermana no acertaba a escuchar más de dos frases seguidas, ocupada como estaba en sus propios pensamientos. Afuera el viento aullaba al recorrer las angostas calles de Kios y los perros se unían a su siniestra melodía como si la rojiza luz del crepúsculo les inquietara, o incluso les atemorizara.

Dersea terminó de cenar apresuradamente y, tras disculparse, subió a su habitación con la excusa de que se encontraba muy cansada. Cuando llegó arriba se abrigó y, una vez se hubo asegurado de que su madre y su hermana se encontraban aún en la cocina, se descolgó silenciosamente desde uno de los balcones hasta la calle. Tras acostumbrar sus ojos a la creciente oscuridad se introdujo como un asesino en el seno de la dormida y confiada ciudad de Kios, con la esperanza de llegar al Templo del Este antes de que la luz hubiera desaparecido o hubiera alcanzado ya la hora convenida en el mensaje.

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