González descargó un buen montón de papeles en mi bandeja —es urgente, añadió—, y me vi obligado a dejar lo que estaba haciendo. Eché un vistazo a la faena y fui separando tareas para irme organizando. En mal momento comenzó a vibrar el teléfono en mi bolsillo. Lo dejé sobre la mesa sin molestarme en ver el número; pero la llamada insistía, y resultó que era mi hermano. Como nunca hablábamos entre semana, aquello apestaba a problemas.
Me fui al baño a por un poco de intimidad. Extrañamente, José Manuel fue breve. Insistió en vernos esa misma noche. No quiso dar más detalles y solo repetía que era importante y que vistiera cómodo.
Organicé el resto del día teniendo en cuenta esa molestia. A mediodía compré comida para llevar y me quedé en la oficina para adelantar faena. Alargué también la tarde porque no podría ir a casa a cambiarme antes de ver a mi hermano.
Llegué puntual a la cita. Esperaba verle aparecer por el paseo y me sorprendió bajando de una furgoneta aparcada justo al lado. José Manuel iba en chándal, con el nombre del taller escrito a la espalda.
—Te dije que fueras cómodo —fue su forma de saludarme.
—El traje lo es.
—Me refería a ropa de trabajo, vamos a sudar y mancharnos las manos. Por cierto, ¿aún las tienes de niña?
—Son de abogado.
—Mañana las tendrás de currante.
Para José Manuel yo tenía manos de mujer porque no las llevaba a casa, no solo ennegrecidas, sino presumiendo de callos y durezas, y a ser posible con cortes y heridas. En su mentalidad cavernícola solo el trabajo manual podía llamarse trabajo. Lo que yo hacía era otra cosa, entretenerme tal vez.
—¿Qué era tan urgente?
—¿Has cenado?
—Aún no.
—Te lo cuento mientras comemos, conozco un sitio de lujo aquí cerca. Te llevaría a un buffet libre a ponernos morados de gambas pero será mejor comer ligero, luego me lo agradecerás.
El sitio de lujo solo era un típico bar de barrio. Olía a fritanga y a desinfectante, y no había más clientela que un par de hombres acodados en la barra. Nos sentamos en una de las dos únicas mesas del bar, pegados a la pared y bajo el televisor. José Manuel saludó al camarero; el hombre no tardó en aparecer junto a nosotros con la libreta en la mano. Cantó el menú y mi hermano pidió por los dos: huevos fritos con chistorra y unas cervezas, eso era lo que mi hermano entendía por comida ligera.
—¿Para qué querías verme? —pregunté.
—La familia bien, gracias por interesarte —respondió y comenzó a explicarme su vida—. Laura se ha apuntado a un curso por Internet y está todo el día enganchada al ordenador, ahora me toca a mí hacer la cena. Aún no consigo que me salga un huevo frito a derechas, imagina lo que agradezco este momento; y Martita se me está haciendo mujer, Luis. Nos ha obligado a comprarle un sujetador. Yo no veo que lo necesite, pero la niña insiste tanto que... Me tiene preocupado. ¿Y tú? ¿Qué me cuentas?
—Mucho trabajo, como siempre.
—Sí, mucho trabajo, ¿y la vida? ¿No hay nadie por ahí? ¿Nadie que quieras presentarme?
La eterna cruz del soltero. Negué con la cabeza y busqué con desespero a que el camarero me tirara un salvavidas en forma de huevos fritos para llenarle la boca.
—Pues si no estás con nadie tiempo no te falta. Deberías pasar más por casa, que no te vemos nunca.
—Estoy muy liado. El trabajo, ya sabes.
—Vente un fin de semana, entonces.
—La oficina, también voy los sábados.
—Y los domingos a misa, no te jode. Domingo paella en mi casa. Este domingo, Luis. Este domingo. Se lo digo ya a Laura para que luego no te rajes.
Tomó el móvil y tecleó en él. Luego lo apagó.
—Apágalo tú también. No quiero que nos distraiga.
El camarero llegó con los platos y José Manuel fue directo a mojar el pan en la yema.
—Esto es gloria bendita. Los que intento en casa comienzan siendo fritos y acaban revueltos y en la basura.
—Déjate de historias y dime qué quieres.
—Está bien —se olvidó del plato y me miró muy serio—. Vamos a llevarnos a papá.
—Papá está muerto.
—Y sigue muerto, no te preocupes. Igual ya lo sabes pero el tío Jacinto acaba de palmar. Lo entierran mañana en el nicho familiar. ¿Sabes lo que eso significa? Que papá no cabe. Van a sacar el féretro y van a reducir sus restos. No es lo que papá quería. No, no lo quería. Así que nos lo vamos a llevar antes de que lo estropeen, para eso he traído la furgoneta.
—Es una broma, ¿no? —pregunté incrédulo.
José Manuel ignoró la pregunta y volvió a la cena; pinchó una chistorra y se la metió entera en la boca. Mientras masticaba, echó un vistazo al televisor rehuyendo mi mirada.
—Estás loco si crees que voy a ayudarte a robar un cadáver —dije.
—Un cadáver no, a papá —respondió enfadado—. Y vendrás porque también es tu padre.
—¿Y luego qué?
—Luego ya veremos.
Tuve el impulso de levantarme e irme —¡desenterrar a papá!—, pero no lo hice. José Manuel era capaz de hablar en serio y, he de confesarlo, sentía curiosidad por ver hasta dónde llegaba su locura.
El camarero regresó a la mesa y nos cambió los platos por un café y dos chupitos. José Manuel se quedó uno de los licores y empujó el resto hacia mí.
—Tómatelos. Te quiero despierto y con cojones, que ya nos conocemos.
Y, por supuesto, acabamos en el cementerio. Llegamos pasadas las once, con noche cerrada y una tranquilidad nada agradable. Apoyado contra el muro, un hombre se entretenía con el móvil. Mi hermano hizo sonar el claxon y el hombre empujó la verja hasta abrirla. Luego se montó en la furgoneta con nosotros.
—¿Todo bien? —preguntó José Manuel.
—Todo bien —respondió el hombre—. Nos esperan dentro.
Avanzamos a oscuras, mal iluminados por farolas, siguiendo un camino empedrado hacia la zona de los nichos. Junto a la tumba familiar aguardaban dos hombres más. Ya habían quitado la lápida, que reposaba en otra tumba, y mataban el tiempo charlando entre ellos y fumando.
Mi hermano bajó primero, sin apagar el motor. Abrió el portón y los enterradores sacaron el féretro de mi padre y cargaron con él hasta el vehículo. Mientras José Manuel se ocupaba de fijarlo con cuerdas, los hombres volvían a colocar la lápida y a sellarla. Y trabajaban con tanta naturalidad que busqué alrededor otras cuadrillas de enterradores exhumando más cadáveres para entregarlos a unos familiares tan locos como nosotros, pero éramos los únicos locos.
José Manuel se aseguró de que papá no se moviera en la furgoneta. Para cuando acabamos el trabajo y cerramos el portón, estábamos solos en el cementerio.
—Anda, sube —dijo.
—¿Qué vas a hacer con papá?
—Lo llevamos a casa de la abuela.
Así llamábamos a una vivienda familiar situada en un pequeño pueblo de provincias. La casa no era de mi abuela —ni de la abuela de mi padre y, tal vez, tampoco la de mi abuelo—, pero todo el mundo la conocía por ese nombre.
Cuando era niño, en los veranos, nos reuníamos en la casa buena parte de la familia. Llegamos a amontonarnos más de veinte personas entre tíos, primos, abuelos y cualquier familiar —cercano, lejano o imaginario— que quisiera pasar unos días de vacaciones en el pueblo. Además tenía jardín y era tan grande como para enterrar a toda la familia. Quizás era eso lo que José Manuel pretendía, pensé, que papá descansara en el pueblo, bajo el olivo sería un buen lugar.
—Venga, sube de una vez si no quieres pasar aquí la noche.
Monté rápido, tiritando, porque en el cementerio hacía mucho frío. José Manuel se había vuelto a poner la chaqueta del chándal. Antes de arrancar, trasteó en la guantera y sacó una radio portátil.
—¿Sabes usar una de estas? Me la ha prestado un amigo; dice que pilla las emisoras de la policía. Así podremos evitar los controles. Mejor estar prevenido.
—¿Es legal?
—No seas tiquismiquis. Si no quieres usarla invéntate una historia para contársela a la Guardia Civil.
—Ni siquiera sé qué estamos haciendo.
—Ahora mismo pasear el cadáver de papá. Puedes adornarlo con lenguaje de abogado, si te apetece, pero si nos paran estamos jodidos.
Tomamos la carretera nacional en completo silencio. Concentrado en las luces y las interferencias de la radio no me di cuenta lo sorprendentemente callado que estaba mi hermano. Conducía con prudencia, pendiente de cada cruce y semáforo, respetando las normas de tráfico con la escrupulosidad de un alumno de autoescuela. Solo de vez en cuando, una palabra distorsionada y jocosa de camionero interrumpía el trance del viaje.
Cuando cambiamos la nacional por una carretera más solitaria, el ambiente se relajó y mi hermano se volvió más locuaz. José Manuel me puso al día con asuntos del trabajo e incluso fue indiscreto contándome cosas de Laura que no tenía por qué saber. Él llevó el peso de la conversación, como siempre, porque su vida, más caótica que la mía, era también más interesante.
José Manuel volvió al silencio al llegar al pueblo de la abuela. El pueblo era pequeño y mal dibujado. Tenía ayuntamiento, iglesia y bar, todo alrededor de la plaza mayor, pero carecía de otras calles porque las casas se habían desperdigado por los alrededores sin mucho sentido. Una de las casas, la más alejadas de la iglesia, era la de la abuela.
En la plaza, tomamos el desvío hacia la casa y llegamos en cinco minutos por un camino de tierra. Las luces estaban apagadas, las persianas bajadas y no había ningún coche aparcado alrededor; fuera del verano se convertía en una casa fantasma. José Manuel acercó la furgoneta al porche, apagó el motor y bajamos.
—Si pretendes enterrarlo en el olivo has aparcado demasiado lejos —dije.
José Manuel negó con la cabeza y señaló hacia la casa. Cargamos el féretro y subimos los escalones a oscuras, procurando no tropezar, hasta llegar al vestíbulo. Allí nos tomamos un descanso. Me sequé las manos en el pantalón. José Manuel estaría contento, ya tenía los primeros arañazos.
—Ahora a la bodega —dijo.
La bodega era en realidad el sótano, porque no había más vino que alguna botella suelta o una garrafa a medio vaciar. No era mi lugar favorito de la casa. De niño me aterraba, y no solo a mí, también a mis primos. Nadie bajaba allí excepto los mayores... o mi hermano. Él sí que le sacó partido a la bodega.
Cuando éramos críos y jugábamos al escondite, José Manuel aprovechaba el sótano para ocultarse. Todos sabíamos dónde estaba pero nadie se atrevía a ir a buscarle; así que ganaba siempre y mi hermano tenía mal ganar.
Harto de su fanfarronería, un día me armé de valor y decidí ir a por mi hermano a la bodega. Llegué corriendo a la casa, abrí la puerta y fui hasta las escaleras del sótano. Ahí comenzaron a temblarme las piernas. Encendí la luz porque no me atrevía a bajar a oscuras; la bodega siempre estaba mal iluminada y las sombras bailaban en las esquinas como fantasmas. Caminé de puntillas hacia las primeras cajas y miré detrás, pero él no estaba allí. Miré en todas las cajas. José Manuel no aparecía. Solo quedaba el cuartucho.
El cuartucho lo formaban dos paredes y una puerta en la esquina de la bodega más alejada a las escaleras. Nunca había entrado, no porque estuviera prohibido sino porque allí el miedo era más denso y olía raro, a tierra y cuero.
Me volví hacia el cuartucho y dude qué hacer. Avancé un poquito —tres o cuatro pasos—, y me paré. Unos pasitos más hasta que el miedo me ancló al suelo y no pude avanzar más. Estaba a medio camino, temblando de frío, terror y vergüenza.
Grité su nombre. Como no contestaba, mentí diciendo que le había visto y salí corriendo hacia las escaleras. Al llegar al primer peldaño golpeé contra un cuerpo y caí al suelo. Me eché a llorar. Una mano me agarró de la camisa y me sacó de la bodega a tirones.
—No vuelvas a bajar solo —dijo mi padre.
Cuando regresé con todos, José Manuel estaba con los primos, sonriente y triunfante, la mano apoyada en la pared y gritando «salvado» a viva voz.
En la bodega, arrastramos el féretro de papá hasta la puerta del cuartucho. José Manuel resopló y recuperó el aliento, yo estaba en peor forma que él. Las manos me palpitaban enrojecidas y los músculos de los brazos temblaban del esfuerzo. José Manuel no me quitaba la vista de encima.
—¿Qué crees que va a suceder ahí dentro?
—No sé. ¿Vas a invocar a Satanás con los huesos de papá? —bromeé.
José Manuel calló. Me miró largamente y sopesó mi ánimo. Bajó la cabeza. Finalmente abrió la puerta.
—No es tan terrible, pasa.
Dentro estaba mamá, la abuela Enriqueta, los abuelos José y Manuel, los hermanos de mi padre, sus mujeres, el primo Raúl y otros cadáveres que no reconocí.
—Si lo necesitas, ahí hay un cubo. No quiero que lo pongas todo perdido.
José Manuel arrastró el féretro hasta el centro del cuartucho y abrió la tapa. Dentro no habían los huesos que esperaba encontrar sino un cuerpo seco y apergaminado, con la piel tirante y curtida y conservando el cabello. Y a pesar del aspecto monstruoso de la momia reconocí en ella a mi padre.
—¿Qué coño le has hecho?
—No te acalores que yo no he hecho nada —se defendió José Manuel—. Es algo natural, por el nicho. Como es seco y frío parece que se momifican y no se descomponen.
—¿Y esa es una excusa para hacer este —señalé hacia las otras momias—... esta locura?
—Lo llamamos retablo familiar y es una tradición. Sé lo que piensas. Yo puse la misma cara cuando ayudé a papá a traer el cuerpo de mamá. Después lo asumí, esto que ves es también una forma de honrarles.
—Es enfermizo.
—Escucha, Luis. No solo vamos a colocar la momia de papá en su sitio, como él quería, sino que te enseño todo esto para que tú hagas lo mismo por mí cuando muera, como yo quiero. Luego tendrás que buscar a alguien que lo haga por ti. Si no tienes hijos tendrá que ser Martita, aunque siempre puedes engatusar al desgraciado que se case con ella. Aquí está toda la familia y aquí debemos estar —José Manuel caminó hacia la pared y se detuvo entre las momias del tío Ramón y la tía Puri—. Quiero que me coloques aquí. Con un puro en la mano, en plan poderoso. Laura a mi lado, te pediría que me hicieras abrazarla pero no te veo con valor de hacerlo. Quiero una cosa así.
Con una mano rodeó a la momia de la tía Puri y la otra se la llevó a la boca, simulando que fumaba.
—Y si me entierran con corbata quítamela que pareceré un panoli —se acercó a mí—. Vamos, que aún no hemos acabado.
Le ayudé a sacar la momia del féretro. Luego él solo colocó a papá junto a mamá e hizo que se dieran la mano. Apartamos un poco a los abuelos para darles más protagonismo a mis padres. Al terminar, José Manuel dio unos pasos atrás y tomó una fotografía del retablo.
No aguanté más; cogí el cubo y vomité.
Algo ha pasado al subirlo que se lee a mogollón sin respetar los párrafos.
¿Qué hago para arreglarlo?