Hasta que la muerte nos separó
Después de una jornada que había durado quince horas, primero en la oficina y luego en el tedioso afterwork, Diana llegó a casa completamente agotada. Estaba siendo una semana dura: dormía muy poco y se alimentaba a base de sándwiches rápidos delante del monitor. Sin embargo, se sentía feliz. Las cosas habían empezado a salir bien en el trabajo y los jefes valoraban su esfuerzo. Tras casi dos décadas viviendo a la sombra de su marido, le enorgullecía saber que era mérito suyo, no le debía nada a nadie. Se vio tentada de aceptar esa última copa a la que quiso invitarle el nuevo compañero brasileño, Juan, o Joan, como se llamara. Pero estaba demasiado cansada y todavía le quedaba un madrugón antes del fin de semana.
Hacía calor en el hogar. Mientras avanzaba por el pasillo, se quitó el jersey y se quedó en sujetador. Cuando pasó frente a la puerta del primer dormitorio, el lamento ahogado que escuchó la dejó helada. Se cubrió los pechos y miró hacia el lugar de donde parecía haber llegado el ruido. Se sintió observada. Contuvo la respiración. La luz de las farolas solo atravesaba en parte las finas cortinas y creaba sombras inciertas. Escrutó en las tinieblas sin demasiado éxito, solo alcanzaba a ver la mesilla y la fea lámpara desfasada. Ese cuarto le traía malos recuerdos.
Escuchó un nuevo jadeo ronco y prolongado. Dio un respingo y contuvo un grito. Después, echó a correr hasta el final del pasillo y entró en la habitación en la que dormía sola desde hacía meses. No volvió a salir hasta el día siguiente.
Anita: vamos Didi! Tienes que apuntarte, ke hoy por fin es sábado!!! Solo hemos quedado Bea y yo. Vente!!!
Tú: no de verdad. Creo que no voy a salir
Anita: joooo..... si te encuentras mal puedes llamarme cuando sea
Tú: lo se! Gracias :)
Anita: debes animarte. Aunque se ke será jodido después de lo ke le sucedió a Andrés…..
Tú: en realidad no sabes lo JODIDO que es. No sabes ni la mitad
Anita: me lo puedo imaginar. Pero tienes que seguir tu vida
Tú: te digo que no sabes nada. NADA
Anita: vale, vale. No te enfades Si al final te animas danos un toque
Tú: no es cuestión de animarme o no. Es que estoy muy cansada
Anita: vale. pues cuando puedas nos dices. Bsos!!
Tú: ciao!
Dejó caer el teléfono móvil sobre el colchón y se abrazó las piernas. ¿Qué la asustaba tanto? Era una persona adulta, no podía dejarse llevar por el pánico. Salió de su habitación y cruzó despacio el pasillo para llegar hasta la siguiente puerta. Contuvo el aliento, aterrada. Asomó.
Solo silencio y quietud. Se sintió estúpida. No había nada que temer ahí dentro.
De pronto un semáforo cercano se puso en verde e iluminó la estancia. La figura bañada en color brillante resultaba casi irreal, minúscula en comparación con la enorme cama de matrimonio. No se movía, parecía que no respirara. Pero la miraba, la miraba con esos ojos húmedos y crueles que tanto temió cuando estaba vivo y tanta repugnancia le generaban ahora.
Andrés alzó una mano y lanzó un prolongado gemido, como si quisiera decirle algo. Ella cerró la puerta con rapidez.
Se acostumbró a compartir techo con ese ser. Llegó a la conclusión de que era inofensivo. Se limitaba a acecharla desde aquel dormitorio que una vez compartieron. Solo era una sombra de lo que fue, horrenda e incómoda, pero una sombra al fin y al cabo.
A veces, el ente parecía reunir la fuerza suficiente como para emitir susurros que le helaban la sangre.
―Llegas tarde.
―Vas vestida como una fulana.
―Tienes la casa echa una mierda.
―¡Obedece!
Ecos marchitos que llegaban del más allá. Un perro viejo no aprende trucos nuevos; uno muerto, menos aún. Diana nunca respondía, y no porque temiera una reprimenda o incluso un guantazo, no; eso era antes. Ahora ya no tenía poder real sobre ella. No respondía porque no lo merecía, no malgastaría saliva en ese despojo en que se había convertido quien fue su marido tirano; prefería ignorarlo, dejar que rumiara hiel carcomido por la ira.
Pero, aunque se hubiera acostumbrado a no temerlo, era una creciente molestia, una fuente de desasosiego. No es plato de buen gusto tener que convivir con un espectro, sobre todo con uno tan detestable. Aunque no lo mirara a la cara, sentía siempre sus ojos inquisidores clavados en la espalda, escuchaba sus quejidos o incluso creía oler a veces el hedor a muerte que parecía haber traído al hogar.
El maltrato físico había cesado, pero la tortura mental proseguía.
Siguió viviendo varias semanas acosada por el fantasma de su marido.
―¡Buen día! ―dijo Julia, la asistenta, mientras entraba en el hogar―. ¿Está en casa, señora? Lo digo porque no está la llave echada…
Diana la contempló desde su habitación.
―¿Se encuentra bien, señora? Tiene la cara congestionada…
Se escuchó un gemido inarticulado. Julia no se inmutó.
―¿Ha estado llorando, señora?
Diana se llevó un dedo a los labios. No quería que el espectro supiera de su debilidad. Preocupada, la otra mujer avanzó hacia ella
―Hay momentos en que creo que no puedo soportarlo… ―confesó en voz tan baja que Julia tuvo que acercarse mucho para escucharla.
―¿Soportar qué? ―le preguntó la asistenta en un susurro cómplice.
―¿No lo notas?
Julia la miró sin comprender.
―Andrés ―dijo Diana sin saber precisar. No quería que la tomaran por loca, aunque no pudo evitar que la voz le temblara. Miró hacia la puerta del otro dormitorio por encima del hombro de su diminuta empleada―. Se trata de Andrés. A veces creo… Aunque ya ha pasado un tiempo, a veces siento que…
Julia suspiró comprensiva. La estrechó entre sus brazos y le dijo en voz baja:
―Lo sé, señora, lo sé… Fue muy duro. Un hombre tan joven, tan lleno de vitalidad… Ese ictus del diablo… Pero tiene que ser fuerte, señora. Tiene que ser fuerte.
Se mantuvieron abrazadas un buen rato. Julia también lloraba. Claro; cuando vivía, su marido parecía un hombre encantador, atento y hasta divertido; solo ella sabía cómo había sido en realidad: manipulador, egoísta, envidioso, violento.
―Lo sé, señora… Lo sé… ―repetía la asistenta, como un mantra.
«No. Tú tampoco sabes nada», pensaba Diana.
¿Debía mudarse? Ya no era una mantenida, tenía un sueldo decente y no dependía económicamente de nadie. ¿Por qué no largarse, abandonar esa casa maldita y vivir su vida?
Negó con la cabeza. Porque sería rendirse. Aquel era su hogar. Su hogar.
No, no se rendiría. Ganaría la batalla.
Chocó contra la puerta cuando se besaron en el pasillo. La risilla que se le había escapado a Diana se cortó en el acto.
―¡Silencio! ―pidió con el dedo.
João, hizo una mueca confuso, con los cabellos rizados despeinados y los labios manchados de carmín. Le habría resultado gracioso si no estuviera tan asustada.
―¿Qué sucede? ¿Hay alguien en casa?
―Claro que no ―dijo Diana. Se giró para introducir la llave. João la manoseaba.
«Qué estoy haciendo», se preguntó mientras abría.
Cruzaron el pasillo despacio. Su compañero empezó a quitarse la camisa. Ella aprovechó para adelantarse y escrutar hacia el cuarto de matrimonio. La persiana estaba cerrada y no logró distinguir nada en la oscuridad absoluta, no sabía si el espectro acechaba. Por si acaso, cerró la puerta.
―Te amo, mi gatinha.
Diana lo besó con rapidez para hacerle callar. Solo cuando estuvieron en la habitación al fondo del pasillo, con la música sonando a suficiente volumen, se sintió tan segura como para hacer el amor con su atractivo compañero.
Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno en la cocina, escuchó un fantasmal lamento que venía del dormitorio cerrado:
―¿Crees que soy gilipollas?
Se quedó paralizada. Normalmente, la criatura no era capaz de hablar tan alto. João se había marchado temprano, de forma apresurada. Lamentaba que no estuviera con ella en esos momentos para darle fuerzas. Esperó de pie, en pijama y con el plato de huevos revueltos y beicon en la mano. El desayuno se estaba enfriando y ella también. Sin embargo, tardó en moverse.
Cuando se armó de valor, salió de la cocina y cruzó el hogar casi a la carrera. Pero no llegó hasta su cuarto.
―¿Crees que no lo sé?
El gritó fantasmal la sobresaltó y el plato se estrelló contra el suelo.
―¡Ramera!
Diana notó que las lágrimas empezaban a surcar su rostro. Se volvió lentamente. Estaba harta. Esta vez no huyó, al contrario, abrió la puerta del cuarto de matrimonio y se enfrentó a la difusa figura de Andrés, casi sepultada en su asqueroso lecho, huesuda y pútrida.
Al ente le costaba hablar, como si le supusiera gran esfuerzo atravesar la barrera entre su mundo y el de los vivos:
―Me dejas aquí encerrado y… solo… mientras tú te follas… a ese malnacido… en nuestra propia casa…
Era solo un eco, un mal recuerdo de aquellos tiempos en que ella era poco más que una esclava a la que solo se le permitían trabajos de mierda de media jornada, una sirvienta que tuvo que renunciar a sus sueños, a sus aspiraciones. Una mujer bonita con la que salir en las malditas fotografías que él subía a las redes sociales. Un objeto sexual que utilizar a su antojo.
―Te mataría a hostias… Ahora… todos sabrán… la clase de… mujer que… eres…
Ya no era así. Ahora era libre. Y no tenía por qué soportar eso.
―¡Puta!
Diana lanzó un gritó. Cogió la pesada bombona de oxígeno y la alzó. Justo antes de estrellarla contra la cabeza del espectro, le pareció que el terror afloraba en los ojos de este y su boca se desencajaba bajo la mascarilla de plástico.
Durmió hasta altas horas aquella mañana. La despertó Julia cuando saludó desde la otra punta del apartamento:
―¡Buen día! ¿Otra vez en casa, señora? ¿Qué tal…?
La frase se convirtió en un alarido horrorizado. Diana escuchó alejarse los pasos apresurados de la asistenta y luego volvió el silencio. Creyó conveniente levantarse, pero llevaba tiempo sin estar tan a gusto en la cama y decidió dormir un poco más.
Muy poco más. Oyó las voces de sus vecinos a través de la puerta que Julia había dejado abierta; repetían varias palabras, «sangre» y «muerto». Alguien se identificó como la policía con un grito y avisó de que iba a entrar. Diana, con pereza, se levantó y se vistió; sospechaba que iba a ser necesario.
Dos agentes la sacaron de casa esposada. En el portal, otros dos intentaban mantener a raya a los curiosos. Mientras esperaban al ascensor, logró entender parte de la conversación entre el vecino de la puerta de enfrente y la cotilla del sexto izquierda, que la miraban con descaro y murmuraban en voz demasiado alta:
―…y me contó la asistenta que cada vez tenía que echar más horas para a cuidar del bueno de Andrés, que la esposa apenas se preocupaba por él desde que el ictus lo dejó paralizado.
―Me pregunto si lo habrá matado para ahorrarle el sufrimiento o para librarse de una molestia…
Diana sopesó explicarles que no era así, que no había matado a nadie, que su marido llevaba muerto más de un año y lo que habitaba con ella en aquella casa encantada no era más que un espectro, una sombra nacida de la amargura. Pero resolvió que sería un esfuerzo fútil: ellos, como todos, no sabían nada.
Entró en el ascensor junto a los policías. Ignoraba qué sería de ella, pero estaba bastante segura de una cosa: el fantasma de Andrés no volvería a acosarla nunca.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.