Tormenta eterna en Kios: Capítulo V

Imagen de Patapalo

Voltar se encontraba merodeando por los farallones situados al este de la ciudad de Kios. Aquélla era su zona favorita para cazar, pues en los impetuosos arroyos que se despeñaban en esta zona de la costa habitaban unos mamíferos parecidos a las nutrias que constituían su presa preferida. Después del mar, la caza era la principal afición del joven marino y disfrutaba enormemente persiguiendo y dando muerte a dichos animales. Éstos eran rápidos y astutos y, si se veían obligados, luchaban con gran fiereza. Su piel era lisa y suave, y a Voltar le gustaba exponer las de sus víctimas en las paredes de su casa.

Durante estos últimos días había estado pensando con alegría en que, gracias a los méritos que había obtenido combatiendo a los piratas de los Señores del Mar, iba a adquirir a las bellas hijas de Orlik como esposas. La perspectiva era halagüeña. Por ello su ira había sido inconmensurable al descubrir que aquélla que iba a entrar en su hogar no era más que una sucia traidora aliada de los piratas. ¡Con la cantidad de camaradas que había perdido en el mar por culpa de aquellos malnacidos!

La noticia le había provocado un enfado tan desmesurado que aún en aquellos momentos le seguía doliendo la cabeza. Por ello, al enterarse por la mañana del incidente, había cogido su lanza dentada y se había escapado de la ciudad para cazar, como hacía siempre que quería desentenderse del mundo civilizado. En aquellos momentos se encontraba sobre una roca, a punto de alancear a un enorme macho al que llevaba siguiendo casi dos horas. Y, entonces, apareció ella.

La sorpresa inicial que le produjo su presencia pronto se torno en ira, y el enfado que tenía ya casi controlado volvió a estallar en toda su magnificencia. Era increíble. Era una conspiración. ¿Cómo se atrevía a venir precisamente ella, la hermana de la traidora, a hablar con él? Pretendían, sin lugar a dudas, hundirle moral y socialmente; después del esfuerzo y el peligro que había corrido para llegar a destacarse entre tantos otros marineros. Y encima le venía con la historia de que tenía que ayudarla para poder ir a ver a su hermana. Voltar estaba atónito.

—¡Tú! ¿¡Cómo te atreves!? ―Le gritó encolerizado―. Después de lo que me habéis hecho. ¡Traidoras!. Mereces que te ahorquen junto con tu hermana.

Kela se deshizo a llorar. No entendía lo que le pasaba. Ella esperaba que su príncipe azul le ayudara a deshacer aquel malentendido. Tenían que ayudar a su hermana. Al principio Kela no consiguió creerse que Dersea hubiera sido hecha prisionera acusada de alta traición. Era imposible. Tenían que haberla cogido cuando iba a ver a su amado y la habían apresado por error. Cuando aceptó esta explicación decidió que tenía que ir a verla a la cárcel y sacarla de allí, pero el acceso estaba vetado a las mujeres. Entonces pensó que debía ir a buscar a Voltar pues él, su futuro esposo, no les podía negar su ayuda y no tendría ningún problema en entrar y hablar con los magistrados siendo, como era, un héroe de guerra. Por eso, al verlo reaccionar así, Kela se desmoronó. No alcanzaba a comprender por qué Voltar se enfadaba con ellas ni por qué les negaba su ayuda. Se sentía desvalida; había perdido su último recurso. No tenía más familia en Kios que su madre enferma y, al ser mujer, no era ciudadana de derecho.

Voltar ni se inmutó al ver a Kela destrozada llorando sobre la hierba. Le preocupaba mucho más su reputación que la vida de aquellas dos locas. Incluso le importaba más el que se le acabara de escapar la presa. Al darse cuenta de ello emitió un gruñido gutural y arrojó su lanza contra un árbol, incrustándola fuertemente en el tronco. La sangre le hervía en las venas. Saltó de la roca y avanzó con paso decidido hacia Kela, la cual sollozaba de impotencia tumbada en el suelo. Cuando se encontró a escasos pies de la muchacha un grito le detuvo, un grito tal que incluso Kela levantó la vista. Alguien había llamado al marinero por su nombre. Éste se giró buscando a aquél que le reclamaba. Era el loco.

Allí se erigía, indolente, aquel personaje inconfundible de la vida social de Kios. Inconfundible por sus inquietantes ojos rojos y su piel curtida destensada sobre los nudosos músculos. Inconfundible por su mirada ausente y sus poses de noble destituido. Inconfundible por sus atuendos estrambóticos, que aquel día se componían de una coraza remachada de los tiempos antiguos y una corona de plata con un demonio tallado en la parte frontal. Llevaba también un enorme cuchillo con el filo cóncavo, típico de las regiones del interior. El loco, de nombre Arrenus, formaba parte del antiguo Consejo, el constituido cuando aún reinaba el anterior rey. Había sido uno de sus consejeros personales gracias a la enorme cultura que poseía. El siguiente rey, no obstante, le echó de la corte tras descubrir que se había dedicado al estudio de unos tomos arcanos que aparecieron junto con los cimientos de la ciudad sobre la que reposaba Kios.

El loco se consideraba a sí mismo un hechicero, aunque nunca nadie le hubiera visto realizar ningún sortilegio. De hecho, los demás le consideraban un bufón, un viejo chiflado y resentido. En aquellos tiempos, después del rey, era probablemente la persona más conocida de la ciudad estado, y su fama y las historias acerca de sus excentricidades habían rebasado rápidamente las fronteras de la polis.

Y ahí se encontraba, contribuyendo a acrecentar el enfado en Voltar y la desazón de Kela. Con una voz heladora, que podría juzgarse venida de los infiernos, el viejo desató la furia del iracundo marinero.

—He venido a matarte ―le espetó con la naturalidad con la que se saluda a un conocido.

A Voltar se le atragantaba en la boca el torrente de palabras que se arremolinaba en su cabeza, impidiéndole contestar algo más elaborado que:

—¡Bufón! ¡Maldito loco chiflado! ¡No puedo creerlo! ―gritó alzando un puño amenazador hacia el cielo―. ¡Juro que haré que te encierren y tiren la llave de tu mazmorra al mar, maldito patán!, pienso... ―las palabras se le helaron en la boca como cortadas por el silbido del machete del viejo al salir de la funda―. Maldición ―dejó escapar en un susurro.

Arrenus caminó hacia él despacio, con la naturalidad con la que solía pasear por las calles de Kios. Sólo cuando el marinero comenzó a correr hacia su lanza, se lanzó finalmente a la carrera. Se movía con toda la vitalidad de un joven de veinte años y el único estrago visible hecho por el tiempo en su cuerpo era la flacidez de su piel. Voltar agarró con ambas manos su arma y se encaró al loco. Éste rodó por el suelo para esquivar el envite del joven, el cual intentó seguir la finta de su adversario aturdido por su agilidad. Arrenus fue más rápido y se levantó del suelo antes de que el otro pudiera ponerse en guardia. Aprovechó la situación y, trazando un amplio arco con su machete, partió por la mitad la lanza. No obstante, Voltar era un guerrero veterano y, sin perder la sangre fría, no desarmó al loco golpeándole fuertemente con el mango de la lanza en la mano diestra. El machete salió despedido hacia los acantilados.

Arrenus observó contrariado al joven, sin prestar apenas atención a su ensangrentada mano. En un arrebato de ira cargó contra el sorprendido marinero, el cual medía una cabeza más que él. Al no esperarse el ataque, no le fue muy difícil hacerle perder el equilibrio y, en un abrir y cerrar de ojos, los dos hombres se encontraron rodando ladera abajo hacia los despeñaderos. Sin poder hacer nada más que intentar protegerse en el vertiginoso descenso, ambos llegaron hasta una pequeña pared vertical. Ésta descendía unos dos metros hasta otra cornisa, también inclinada, que había sido utilizada por una comunidad de gaviotas para anidar. En el último momento, Voltar consiguió asirse a una raíz que surgía en la pared del acantilado. Esto frenó su descenso pero no lo evitó, pues Arrenus se agarró a él y, al quedar suspendido en el aire, provocó la rotura de la raíz salvadora. Así, ambos cayeron con gran estrépito sobre la nidada de aves acuáticas.

Voltar se puso en pie impregnado de yemas de huevo y ramitas. Vio al viejo tumbado sobre los restos de un gran nido y una ira renovada le golpeó en el pecho. Sin pensárselo, saltó sobre él dispuesto a matarlo con sus propias manos. Arrenus no hizo siquiera un amago de esquivar la embestida del joven marinero. Cuando Voltar cayó sobre él aprovechó el impulso que éste había cogido y se lo quitó de encima lanzándolo contra una roca. La ira le consumía. ¿Cómo podía aquel viejo jugar con él de aquella manera? Agarró lo primero que alcanzó con la mano y se abalanzó sobre el loco golpeándole como un poseso. El viejo estalló en carcajadas en medio de una nube de plumas. A Voltar le costó un instante darse cuenta del por qué: estaba atacándole con una gaviota malherida. El aire se había llenado de plumas y graznidos del animal moribundo y Arrenus se reía como un loco mientras Voltar miraba desquiciado al desgraciado animal.

La risa se elevó por los acantilados y llegó hasta Kela que, ausente del mundo que le rodeaba, seguía hecha un ovillo incapaz de hacer algo más que llorar. Estaba tan desconsolada que apenas podía pensar. Sólo le venía a la cabeza el sufrimiento de su querida hermana y la incapacidad de poder hacer algo para evitarlo. Arrenus regresó a la cumbre sin dejar de reírse, ajeno al dolor de la muchacha, a la que encontró en la misma postura en que estaba cuando llegó al claro para cumplir los designios de la historia. Tenía el rostro cubierto de plumas y sangre, pero aparentaba estar muy complacido. Se dirigió a la joven, hablando entrecortadamente, sin poder contener una risa nerviosa:

—¡Si vierais que cara puso al golpearme con el palomo! Parecía un poseso ―tuvo que hacer un alto para continuar riéndose―. Lo mejor fue cuando se dio cuenta de que era un pájaro y no un garrote ―dijo incapaz de contener la risa. Kela apenas oía al viejo loco y éste acabó por darse cuenta del disgusto de la joven. Con un tono más calmado le dijo―. Lo siento, pero vuestro amigo se resbaló y cayó por los acantilados. Pero no desesperéis: traigo una buena noticia para vos.

Kela levantó la vista, observándolo suplicante. El viejo se quedó mirándole como mira un abuelo a sus nietos. Con movimientos más propios de un cazador bárbaro que de un antiguo cortesano se sentó sobre una enorme roca cubierta de musgo y se puso a contemplar un medallón que extrajo de dentro de la coraza. Tenía un aspecto lamentable con la mirada extraviada y la corona mellada. Parecía un monarca derrocado que, al haber perdido el trono, hubiera perdido con él la razón. Con un tono enigmático se dirigió a la muchacha:

—Los espíritus han designado que venga a ofreceros el apoyo que tanto necesitáis en estos momentos tan duros. Es necesario que veáis a vuestra hermana para que ocurra lo que es obligado que suceda. ―Hizo una pausa―. No tenéis porqué agradecerme nada, puesto que no hago esto por vos. Me pagaréis con creces este pequeño acto en el futuro, aunque no lo sabréis ni aun cuando lo hagáis ―dijo en respuesta a la intrigada mirada de la joven.

Las lágrimas dejaron de surcar el rostro de Kela, pero las mellas que habían creado a su paso nunca más la abandonarían. No le importó que aquel viejo chiflado le dijera que no le explicaba más porque era demasiado joven para entender prácticamente nada. En realidad, nada podría haber empañado la efímera alegría que le proporcionaba la perspectiva de volver a ver a su hermana, aunque no tuviera ninguna garantía de poder hacer algo por ella. En realidad, ya comenzaba a nublársele el juicio y, aunque en el futuro se acrecentaría aún más este hecho, lo cierto es que el choque emocional que le produjo el enterarse del encierro de su hermana fue uno de los golpes más duros para su cordura.

Caminaron de vuelta a la ciudad a paso vivo, sin cruzar ni una sola palabra entre ellos. Kela andaba como en sueños y, hasta que no llegó a la puerta del Edificio de Justicia, no volvió a la realidad. Estaba demasiado exhausta e impresionada como para poder pensar con claridad. En la puerta, los guardias no hicieron mención de parar al antiguo cortesano, pues su fama le precedía y eran por todos conocidos los fuertes arrebatos de ira que solían dominarle cuando era contrariado. Así que, como no parecía peligroso, decidieron pasar el problema a los guardias del siguiente retén. El capitán al mando de la guardia de la prisión designó a dos soldados para que les condujeran a las mazmorras y se desentendió del problemático viejo.

Los guardas les condujeron al corazón mismo de la prisión, bajando varios niveles por debajo del suelo a través de angostas escaleras de caracol y sombríos pasillos. Las antorchas y lámparas en las paredes desaparecieron un nivel antes de llegar a aquél en el que se encontraba encerrada Dersea. El aire estaba viciado e impregnado por un olor malsano. El vigilante que horas antes había abierto la puerta del calabozo de Dersea les guió hasta la gruesa puerta de madera. Tras colocar en la pared una antorcha encendida les indicó que no podía abrirles, pero que podrían hablar con las prisioneras a través de la ventana corredera por donde les suministraban la comida. Después de advertirles de que estarían al lado por si intentaban algo, se marchó con los dos soldados. Arrenus se sentó indiferente en el suelo, con la cabeza hundida entre las rodillas.

Con ansiedad, Kela descorrió el panel metálico que le impedía ver a su hermana. El ventanuco era extremadamente pequeño y estaba atravesado por dos barrotes que formaban una cruz entre sí. Se esforzó por asomarse, intentando localizar aquel rostro idéntico al suyo, llamando a su hermana con desesperación. Entonces, una mano blanquecina y reblandecida por la humedad se acercó temblorosa a la abertura.

—Kela, eres tú ―dijo una voz debilitada por el cansancio y el miedo. La joven reconoció a su hermana y la llamó con dulzura―. Me alegro tanto de poder volver a verte, aunque sea sólo a través de esta puertac Me gustaría poder abrazarte; sería como cuando éramos pequeñas y jugábamos en los bosques. Me siento tan feliz de tenerte otra vez cerca...

Kela le estrechó la mano a través de los barrotes y, con su mano cogida, le acarició el rostro. Las lágrimas de su hermana resbalaban entre los dedos entrelazados. Por un momento, el dolor y la desesperación acumulados durante el día parecieron desaparecer. Durante unos breves instantes pudieron susurrarse palabras de consuelo y cariño, espantando así a los fantasmas que las acosaban. Por un momento pudieron burlarse del mundo, el cual, por muy cruel que fuese, jamás podría arrebatarles aquel amor que en aquellos momentos les daba fuerzas. Aquel breve intervalo de tiempo se quebró al tener Dersea la certeza de que iba a morir. Sin saber muy bien porqué, aceptó esa realidad segura de que era inevitable, de que era su destino. No fue resignación, no obstante, ya que ese convencimiento no derivaba de la pérdida de la esperanza. Sin ningún miedo en el corazón, dejó de llorar para no causarle más daño a su hermana. Le besó en la mano y le habló dulcemente:

—Quiero que me guardes esto hasta que volvamos a estar juntas. Me lo dio una persona muy especial y me sentiré muy feliz si accedes a llevarlo. Quien me lo dio me dijo que me serviría de protección y ahora que no puedo estar a tu lado quizá lo necesites.

Kela interpretó que le decía que no podría estar a su lado por un tiempo, así que no le contradijo. Se limitó a sonreírle, ajena a los pensamientos de su hermana, con la certeza de que la pesadilla estaba tocando a su fin.

—No te preocupes. Hablaré ahora con el capitán de la guardia y te pondrán en libertad.

Dersea la miró entristecida.

—Ahora no puedes entenderlo, pero no te preocupes. Al final todo saldrá bien. Como dijo una amiga mía, a veces es necesario el sacrificio de unos pocos para el bien del conjunto.

Kela no tuvo tiempo de replicar a su hermana, pues el carcelero y los dos soldados volvieron a buscarles. Intentó infundir ánimo a su hermana despidiéndose de ella hasta que creyó que ya no le oiría. Dersea, por el contrario, solamente le dijo adiós; una simple palabra con la que expresó demasiadas cosas.

Kela se negaba a interpretar las palabras de su gemela, pero al llegar a la plaza volvió el dolor. Fue como si encajaran todas las piezas al ver el horrible sacrilegio que el monarca había ordenado realizar. En la pared situada enfrente del Edificio de Justicia se habían instalado largas picas. Las cabezas de los que habían muerto durante la noche se exhibían empaladas como advertencia a todo aquél que osara traicionar a la corona de Kios. Fue entonces cuando lo vio claro, cuando se dio cuenta de que no había esperanza, como no la había habido tantas otras veces, para todo sospechoso de traición. Abatida, Kela cayó sobre sus rodillas y comenzó a llorar silenciosamente.

Estuvo largo rato allí, arrodillada frente a aquellas cabezas sanguinolentas, mostrando su dolor frente a los ciudadanos que pasaban aparentemente indiferentes a aquel horrible espectáculo. Nadie parecía tener ojos para su dolor, así como ella tampoco parecía tener ojos para el mundo. Ni siquiera se dio cuenta cuando Arrenus se fue de su lado, ni de las miradas de compasión que le brindaba uno de los guardias, el cual, al igual que ella, era incapaz de comprender la finalidad de tanto sufrimiento.

Al rato, comenzó a llover de nuevo y hoscos truenos resonaban provenientes de alta mar. Los guardias se refugiaron bajo la arcada del Edificio de Justicia y observaron cómo la gente iba abandonando la plaza. Solamente Kela se mantuvo bajo la cortina de agua, destrozada, sin fuerzas para moverse. La lluvia empapó las cabezas inertes y diluyó la sangre seca. El agua se tiñó de rojo en la plaza. Charcos carmesíes se arremolinaron en torno a la joven como una cruel burla.

Poco después, uno de los guardias se introdujo en el edificio, bien porque le aburría la escena o bien porque le resultaba demasiado lúgubre. Kela temblaba debido al frío y a la humedad, incapaz de moverse, deseando morir. Finalmente, el otro guardia se conmovió y, tras dejar apoyada la lanza en el muro, recogió a la joven del suelo y la llevó a uno de los almacenes. El joven guerrero quedó sorprendido de lo poco que pesaba y del abatimiento que transmitía con su mera presencia. Una vez a cubierto la recostó sobre unas cajas y la cubrió con su capa y, viendo que se había quedado dormida, volvió a su puesto de guardia. Kela no volvería a despertarse hasta que el bullicio de la ejecución llenase el lugar. El guardia pagaría las consecuencias de su gesto poco después: fue arrestado durante una semana por abandonar su puesto de vigilancia, aunque jamás se arrepintió de lo que hizo. De hecho le sirvió para tranquilizar su conciencia cuando vio pender de la soga a Dersea y de anécdota que contar a sus nietos algún tiempo después, cuando ya corrían otros tiempos y los traidores se habían convertido en héroes.

La ejecución dio comienzo a media tarde. Oscuros nubarrones tapiaron el cielo de la ciudad estado, pero, aun con su siniestra presencia, no consiguieron disuadir a la muchedumbre de congregarse alrededor del balcón de las ejecuciones. Lirias, el capitán de la Guardia de Reos, había destacado a una veintena de sus hombres por los puntos estratégicos de la gran plaza para disuadir a los simpatizantes de las condenadas de cualquier acción. Fue él, personalmente, el que bajó a buscar a las prisioneras, acompañado por dos de sus mejores guerreros. “Ha llegado la hora” les anunció lacónicamente. Sin violencia les condujeron hasta una gran sala a través de la cual se accedía al balcón sin barandilla utilizado en numerosas ocasiones como patíbulo. En la sala se encontraban también el obispo y el rey, seguidos de su inseparable Guardia de Honor, guerreros consagrados a la defensa de su amo hasta la muerte. El monarca dedicó una mirada de desprecio a las prisioneras y el obispo les anunció en tono neutral:

—En breves instantes seréis conducidas al exterior para ser juzgadas y ajusticiadas, tal y como ordena la ley. Esperamos que os comportéis dignamente para no empañar aún más vuestra devaluada dignidad. Aún ahora podéis arrepentiros de vuestros actos y pedir perdón a los espíritus de nuestros antepasados antes de ir a reuniros con ellos. ¿Tenéis algo que decir?

El obispo les observó con frialdad, sin esperar respuesta alguna; solamente cumplía el protocolo. La exploradora los miraba con ojos llorosos, sin acabar de comprender la situación. Dersea, igualmente aturdida, les preguntó con un hilo de voz:

—¿Por qué?

Los soldados no se inmutaron, pero el monarca y el obispo no podían ignorar la cuestión. Este último se giró y en su estudiado tono diplomático le respondió:

—Es necesario que paguéis por vuestros errores y crímenes para que podáis entrar en el mundo de lo etéreo sin temores ni dudas sobre vuestro futuro.

Dersea siguió mirando al monarca, el cual le daba la espalda, y en el mismo tono cansino que había utilizado antes volvió a preguntar:

—¿Por qué tanto dolor? ¿Para qué tanto sufrimiento? ¿Era realmente necesario?

El monarca se giró ofuscado de rabia. La cogió del brazo y la llevó a la fuerza hasta una gran ventana. Allí le obligó a mirar a la muchedumbre arremolinada alrededor del edificio esperando su ración de sangre.

—Observa esta grandiosa ciudad cuyo poderío es indiscutible a lo largo de toda la costa, desde el Cabo de la Muerte hasta el Mar Gélido. Mira a sus gentes ―le gritó trazando un amplio arco con el brazo―. ¿Qué harían ellos sin una guía, que harían sin la tradición? Necesitan un pastor, unas directrices que seguir. Esta ciudad es grande y próspera. Y lo es gracias a que fue restablecido el orden. Era necesario y se hizo. Es imprescindible mantenerlo para que la comunidad siga prosperando. Y si es necesario dirigir a la gente con mano férrea, se hará. No pretendo ser justo, solamente preservar el orden y hacer prosperar esta ciudad, como es mi deber de monarca.

Dersea le miró cansada. Le atravesó con sus ojos dorados retándole a contestar con sinceridad:

—¿A cualquier precio? ¿Por encima de cualquier persona o idea?

El monarca se giró volteando su capa para cubrirse con ella. Se alejó tres pasos en un deje teatral y se giró hacia ella.

—Sí, a cualquier precio ―le gritó con desprecio―. ¡Sacadlas!

Los guardias les cogieron por los brazos y les llevaron hacia la puerta del balcón. Dos guardias abrieron las puertas y las flanquearon abriendo paso al monarca y al obispo, a los cuales siguieron su guardia personal y las prisioneras. La multitud aclamaba el espectáculo presa del histerismo. Dersea los observó sin atreverse a juzgarlos. Quizá se hubiera equivocado en su visión del mundo. El monarca levantó los brazos y la multitud se acalló. Su voz se elevó sobre sus cabezas:

—Pueblo de Kios. Nos hemos reunido hoy para juzgar los horribles crímenes perpetrados por estas dos mujeres. Entre ellos se encuentran la alta traición al pueblo y a la ciudad de Kios, el asesinato y la profanación de nuestros lugares sagrados. ―El rey hizo una pausa sopesando la reacción del público, el cual vociferaba preso de una predecible indignación―. Esta noche, aprovechando que vuestro descanso y que la Guardia de Reos estaba ocupada por el desastre acontecido en su cuartel, se valieron de un elaborado plan para introducir en nuestras calles a sucios piratas norteños. Utilizaron para ello el Gran Mausoleo, profanando ese lugar de veneración popular, riéndose de los afectos de nuestro pueblo. Una vez fueron descubiertos, y valiéndose de sucias artimañas, hirieron gravemente a varios de nuestros soldados y mataron a seis de ellos. Estos crímenes han de ser pagados y lo serán, ¡y no solamente con la sangre de estas traidoras! ―terminó su arenga el monarca señalando acusador a las dos mujeres.

La multitud rugía enfurecida en respuesta a la cuidada labia del rey. La Guardia de Reos abrió un semicírculo entre la multitud para dejar espacio bajo el patíbulo. Mientras, el obispo realizaba unos elaborados gestos de bendición para preparar a las condenadas para su viaje al más allá y los guardias les iban colocando las sogas al cuello.

Dersea no les escuchaba ya, pues había aceptado su final hasta tal punto que fue asida por la huesuda mano de la Muerte aun antes de ser empujada al vacío por sus verdugos. La muchacha los observaba a todos a través de sus ojos dorados, con una mirada que no era ya de este mundo; una mirada libre de rencores, de odios y de miedos. Mucha gente buscó aquella mirada en su hermana gemela durante largo tiempo pero, en todos los casos, dicha búsqueda fue infructuosa. Las dos condenadas apenas se balancearon al final de la cuerda, pues no les quedaban energías para mantenerse con vida, y la multitud gritó, aunque menos que en otras ocasiones. En poco rato, un deje sombrío los invadió a casi todos.

Nadie tuvo valor para recriminar a Kela cuando hizo aparición en la plaza llorando desconsolada. La certeza de haber perdido definitivamente a su hermana le hundió en la tristeza aun antes de llegar a ver su cuerpo agonizante colgando de la soga. Corrió hasta él llorando, sin atreverse nadie a detenerla, ni siquiera los guardias. A sus pies cayó de rodillas, y junto a él cual permaneció sollozando largo tiempo, aguantando a su lado aún después de que fuera enterrado.

Lloró mientras la tristeza estragaba su rostro, imponiéndole ojeras para siempre, y la cordura se le iba escapando. Se aferró al amuleto rememorando las palabras de su hermana y comprendiendo por fin el significado de su despedida. Se mantuvo a su lado, jurando vengarse de aquel mundo inhumano que le había arrebatado al ser que más quería e increpando a los presentes, culpables por su complicidad e indiferencia. Al final se cansó de gritar y descargó su amargura en su interior, rompiéndose por dentro, aislándose de la realidad y consumiéndose en sus penas, expulsando de su espíritu y de su mente todo aquello que no fueran penas, recuerdos o sentimientos. Fue así como conformó su mundo, en el que viviría ya por el resto de su existencia, sin que eso le impidiera juzgar o moldear el que le rodeaba.

 

En una esquina de la plaza, un grupo de guerreros, todos ataviados con las insignias de los Demonios Nocturnos, observaban con clara desaprobación la actuación del monarca, el obispo y los guardias. Especialmente de los guardias. Uno de ellos, de nombre Nhao, escupió en el suelo y miró retador a los soldados que estaban cerca de él. Con la mano en el puño de su espada dio la espalda al Edificio de Justicia y se internó en las angostas calles de Kios seguido por sus secuaces. “Esta noche las calles se teñirán de rojo, pues estas muertes han de ser vengadas.” Masculló el joven guerrero entre dientes.

A pesar de su corta edad, Nhao se había distinguido con honores entre sus hermanos de la espada y, gracias a su afilado ingenio y mordaz lengua, se había ganado la enemistad de gran parte de los personajes importantes de la ciudad. Había estudiado a filósofos extranjeros y poseía un gran odio hacia el gobierno, y en particular hacia el gobernante, de la ciudad estado. Mucha gente pensaba que no era más que un agitador y un peligro, pero, al igual que el rey, poseía un gran carisma y mucha otra gente comenzaba a pensar que iba siendo necesario el realizar algunos cambios en la ciudad. Además, aquel joven, aparentemente impetuoso, solía hacer uso de aquel tipo de desplantes públicos para ir sembrando las semillas de la duda y la discordia.

Pronto, la lluvia que había comenzado a caer tímidamente durante la ejecución comenzó a hacerse notar y, en poco rato, un verdadero aguacero azotó de nuevo las calles de la ciudad. Dersea fue enterrada en un foso poco profundo, cerca de uno de los muros del cementerio, y sobre su tumba no se colocó señal ni lápida, pues era una traidora y la ley estipulaba que no era digna de tal honor. Los enterradores corrieron raudos a refugiarse en sus hogares, al igual que el resto de los ciudadanos, pues la tormenta de la noche anterior estaba todavía presente en la mente de todos ellos. La única que no huyó con la lluvia fue Kela, que se quedó aquella noche y la siguiente junto a su hermana, hablándole para tranquilizarla y rememorando viejos tiempos. Apenas podía contener las lágrimas y menos aún los desvaríos que le producían el dolor y la desesperación.

 

Fuera de los límites de la ciudad, en una playa de gruesa grava negra, una solitaria figura negra caminaba con la mirada prendada del mar. Su naturaleza espectral se mostraba en el verdoso resplandor que sus ojos animaba, permitiéndole atisbar en la cerrada oscuridad que la tormenta había creado vendando con sus nubes a la luna. La lluvia caía en espesa cortina, calando al buscador y enardeciendo al mar, el cual se revolvía inquieto y amenazador. No obstante, a pesar de la dificultad de la tarea el siniestro personaje acabó localizando al objetivo de sus pesquisas.

Éste flotaba indefenso en el caprichoso y agitado techo marino, como el resto de un naufragio a la deriva. Sin amedrentarse lo más mínimo por la distancia que les separaba, el buscador comenzó a caminar hacia su objetivo. Cuando sus pies se introdujeron en el agua, descargas eléctricas teñidas de verde salieron de ésta. La luz que el fenómeno generaba era fácilmente visible en toda la zona, mas al no haber espectadores inteligentes en nada le preocupaba al ser la indiscreción. Caminando sobre la tensa superficie acuosa, se internó deteniendo con las manos las ocasionales olas que intentaban hundirle. Con ello provocaba la aparición de más descargas luminosas, convirtiéndose el rescate en aterrador enfrentamiento arcano entre la hechicería y la fuerza de los elementos.

Llegado hasta el objeto, lo tomó en sus brazos y emprendió el regreso hasta la orilla, utilizando para ello la misma suerte de sortilegios que le había permitido la ida. Llegado de nuevo a tierra firme y al amparo de la oscuridad, se demoró en una roca plana donde depositó el objeto de su paseo nocturno; éste no era otro que el cuerpo inerte de Voltar.

Dañado por el combate con Arrenus y la posterior caída por los acantilados, el cadáver del joven marino presentaba un aspecto lamentable que en nada habían mejorado las mordeduras de los peces y el azulado tono que el mar y el frío habían conferido a su piel. Las largas uñas del buscador se deshicieron rápidamente de las correas que cerraban los ropajes del difunto en torno a su pecho. Luego una mano se apoyó sobre el corazón del mismo y la otra se alzó hacia el cielo. De los labios del ser brotaron siniestras oraciones interrumpidas tan sólo para susurrarle al muerto:

—No deberías haber dejado que te matase el viejo Arrenus. No ha sido un bonito detalle por tu parte, impetuoso norteño. Eres necesario para que la maraña se teja correctamente sobre esta ciudad maldita. Tan sólo un eslabón para forjar el carácter de quien ha de escribir su destino. Mas habrás de esperar en las sombras el momento adecuado.

Reemprendido el conjuro, las aparentemente inconexas sílabas fueron elevándose hacia el tormentoso firmamento que amparaba Kios y, llegado el final de la recitación, le arrancaron un poderoso rayo que se introdujo en el corazón de aquél que la muerte ya se había llevado a través del brazo de quien podía tratar con ella.

Al final, todo quedó en paz y sólo se percibía la entrecortada respiración de Voltar y la nívea sonrisa de su salvador.

 OcioZero · Condiciones de uso