Ni el infierno querrá tu alma

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Soy un grito en el bosque...

Una llamada de auxilio que se pierde en el viento.

 

Soy dolor y miedo, saliva y deseo. Sueños de vidas rotas que se vierten sin sentimiento.

 

Soy golpes secos que ocultan lamentos. Gemidos entre dedos de hierro. Otoño maldito de odio y sufrimiento.

 

Y mientras los árboles sollozan lágrimas secas que vuelan y huyen de aquel infierno, soy fruto podrido de una muerte que acude con desaliento.

 

 

Soy la mala conciencia de un policía

 

Notó cómo todas las miradas se clavaban en él. Miradas de lástima, de compasión. Conocía su causa. Se había convertido en un quemado, un “pollo frito”. Siempre dando vueltas sobre lo mismo, sin poder evitarlo, achicharrándose cada vez un poco más. "Pollo frito". Dícese del policía completamente obsesionado con un caso, hasta el punto de descuidar cualquier otro aspecto de su vida o de su trabajo. Dedicado noche y día a tratar de resolverlo, llegando a volverse incapaz de pensar u ocuparse en otra cosa. En la inmensa mayoría de las ocasiones, acababa fracasando y destruyéndose personal, laboral y familiarmente en el camino. Bueno, él todavía no lo había perdido todo. Aún le quedaba María. La dulce y devota María, que seguía esperándole cada noche con un plato caliente en la mesa y una suave sonrisa en el rostro. El recuerdo de su imagen apareció unos instantes en su memoria. Curioseando impasiblemente la calle desde su butaca, mientras zurcía una y otra vez viejos calcetines. Cuánto había envejecido en los últimos años. Su cara se había llenado de arrugas y de profundas ojeras. Y es que no se pueden remendar las costuras del alma, de la soledad, de la frustración ¿Cuánto tiempo aguantaría más esa maldita situación?

 

Avanzó pesadamente hasta el claro donde los de la científica examinaban el cadáver. Ni siquiera tuvo que agacharse para comprender que se trataba de una nueva víctima que añadir a la lista de su eterna y escurridiza presa. ¿Cuántas ya? Ocho. Demasiadas. Ya la primera lo fue, hace cuatro años, cuando la encontraron desnuda y llena de heridas y marcas bajo aquel puente. Cómo olvidarla. Aquel cuerpo menudo, tan blanco y delicado, tirado en medio del barro. Roto y desmadejado, todavía aferrado a un deshilachado muñeco de tela, como no queriendo perder ese último jirón de inocencia que le quedaba.

 

En una ciudad pequeña como la suya aquello supuso una auténtica convulsión. Acosado por la prensa y sus superiores, prometió encontrar inmediatamente a autor de aquella atrocidad y hacerle pagar por todo el mal que había hecho. Además había algo personal en ello. Sí, estaba dispuesto a acabar con aquel monstruo. Al precio que fuera.

 

Aunque de eso hacía tanto tiempo. Tantas decepciones...

 

Uno de los investigadores se levantó y acercándose a él empezó a describirle los pormenores del escenario. Le escuchó impasible, como si aquel asunto no fuera con él. En el fondo ya conocía de sobras lo que iba a contarle. Su mente podía divagar y abstraerse de ese mundo de colores ocres y olor a humedad y podredumbre, pues ya había vivido esa misma situación otras veces. Estrangulada, torturada, mancillada. Nadie vio ni oyó nada. Lugar deshabitado, apartado y discreto. Uno de esos parajes perdidos en las afueras por donde nadie pasa. Un rincón invisible, donde poder arrastrar una dulce flor al averno sin que nadie pudiese escuchar sus llamadas de auxilio. En el que sus chillidos pidiendo socorro se confundieran con el rumor del cercano río. Más de lo mismo. Otra vez. Únicamente cambiaba el rostro de la niña. Y cada uno se incrustaba más que el anterior en su retina, confundiéndose con el de otra pequeña, muy parecida, pero que murió hace mucho más tiempo y en circunstancias muy distintas, pero que era tan pura, tan delicada, tan inocente como ésta.

 

Con la excusa de inspeccionar los alrededores se alejó paseando del tumulto de personas que rodeaban el pequeño cuerpo. Taciturno, arrastraba los pies entre la hojarasca, más tratando evadirse de sus negros pensamientos que buscando realmente alguna pista o indicio improbable en ellos. Sabía que en breve tendría que enfrentarse con la mirada perdida y afligida de los infortunados padres de aquella criatura, y no se veía con fuerzas para pasar de nuevo ese mal trago. Les hablaría respetuoso, transmitiéndoles sus condolencias, los supuestos avances en la investigación, los inevitables pormenores escabrosos del caso. Pero nada les serviría de consuelo. Los ojos de aquellos pobres desgraciados se clavarían de nuevo en sus entrañas, haciéndole sentir culpable. No lo expresarían en voz alta, pero en el fondo de sus corazones empezaría a anidar el pensamiento de que si él hubiera hecho bien su trabajo, su hija seguiría viva. Era el encargado de la investigación. A quién echar la culpa si no. Porque era necesario encontrar un responsable, un chivo expiatorio, alguien a quien odiar y poder traspasar todo ese dolor insoportable en forma de recriminación y reproches. Y tal vez fuera cierto.

 

Su evidente y continuo fracaso le estaba llevando al borde de la desesperación. Se preguntaba una y otra vez si había hecho todo lo posible, si no había olvidado algún detalle importante, o pasado por alto alguna prueba decisiva. El remordimiento y la responsabilidad le estaban ahogando. No le dejaba descansar, evadirse, hacer otras cosas. Era demasiado castigo para un ser humano. Por qué él. Por qué. No podría aguantar mucho tiempo más toda esa presión. Estaba tan afectado que ya apenas dormía, refunfuñaba huraño todo el tiempo y estallaba ante cualquier contratiempo. Quemado por dentro y por fuera como un pollo frito. Dio una patada al suelo. “Maldito cabrón hijo de puta” -pensó-. “Mi vida se está yendo a la mierda por tu culpa. Y ni siquiera sé nada de ti”

 

Un objeto brillante llamó su atención. Se arrodilló y lo recogió con un bolígrafo. Una medallita de comunión. Llena de manchas rojas, tal vez sangre de la víctima. Apenas podía contener la excitación. Era la primera pista en mucho tiempo. Podría ser incluso el primer paso para salir de ese abismo en el que se encontraba, el cordel que le llevaría al cuello del auténtico criminal y le liberaría de su insoportable carga. Temeroso incluso de ilusionarse en vano la examinó con cuidado. Había algo en ella, algo... Sus ojos se abrieron estupefactos al leer la inscripción y comprender. Casi se desplomó de la impresión, y sus manos empezaron a temblar sin que el fuera capaz de controlarlas. Tanto tiempo... tanto dolor. Sintió una nausea en el estomago que estuvo a punto de derrumbarle, y tuvo que apoyarse para que el mareo no le venciera. Escuchó pasos a su espalda y la proximidad de otros seres humanos le hizo sobreponerse. Con un rápido movimiento la guardó en su bolsillo. Venían a buscarle. La prensa ya se había enterado. La bestia exigía su ración de carnaza.

 

Horas más tarde, encerrado en su despacho, releía por quinta vez los resultados de la analítica que había ordenado hacer con carácter de urgencia. Confirmaban que la sustancia que manchaba la joya era efectivamente sangre de la ultima víctima. En su mente cientos de piezas, antes dispersas y sin sentido, iban encajando unas con otras, dando luz por fin al caso. Una luz aterradora. Se frotó los ojos, miró desolado a su alrededor y sacó su arma del cajón del escritorio. La comprobó taciturno y la introdujo en su cartuchera. Cogió su abrigo y salió. No quedaba mucho por decidir, ni muchas salidas a lo inevitable. Conocía al dueño de la pequeña alhaja. Y sabía dónde podría encontrarlo..

 

Soy todos los pecados del mundo

 

La oscuridad cubre su rostro. Apenas unas volutas de humo revelan su presencia. Permanece quieto, sereno, expectante. A sus pies, un despojo que alguna vez fue humano, le observa aterrado. Sabe a qué ha venido, y que no hay esperanza para él. De rodillas, suda y gimotea, incapaz siquiera de emitir una suplica coherente.

 

Una voz sale de las sombras. Una voz profunda y seca, como el chasquido de un gatillo.

 

Es jodido estar muerto. Se acabaron la ilusiones, los sueños, las esperanzas.

Un brillo fugaz delata la existencia de una pistola en su mano. No parece tener prisa. A su alrededor, sólo hay cubos de basura y desperdicios. No habrá testigos. La ciudad no tiene ojos en las alcantarillas.

 

Se acabaron las mañanas, los coches, las canciones, los paseos por el parque. Ya no más hamburguesas, flores ni fiestas. Se terminaron el sol, los besos, los domingos de fútbol. Las risas de los niños. El abrazo de una madre… No queda nada.

Ajeno a los temblores y a la orina que moja los pantalones de su víctima, continúa con su reflexión, entre susurros, deleitándose con cada palabra que se clava en los oídos de aquel miserable como estacas de hielo. Un gato maúlla lastimosamente al fondo del callejón.

 

Y ni siquiera entonces llega la paz.

Sobre un cajón cercano reposa una jeringuilla con el chute de heroína que aquel cadáver viviente estaba preparándose. Comprende que sus patéticos espasmos no obedecen sólo al miedo. Su tono suena aún más frío y despiadado al continuar.

 

Pero lo más jodido de estar muerto... es no saberlo

 

Un rostro cubierto de cicatrices surge de las tinieblas donde hasta ahora permanecía oculto. No hay ninguna expresión en él, como si estuviese tallado en piedra. Su mirada gris se fija en los ojos arrasados en llanto del drogadicto.

 

Dicen que si mueres con mono, tu espíritu vaga por toda la eternidad buscando un pico que lo libere. Un chute imposible, porque ya no tienes cuerpo ni venas donde metértelo. Siempre con sed, siempre con hambre. Devorado por el ansia. Sin encontrar nunca la paz. No puedo imaginarme una condena peor.

 

La forma oscura de una pistola apunta a la frente pringosa de aquel desgraciado, que, mientras escucha el leve clic del percutor, babeando bilis aún gimotea una última y desesperada suplica:

 

Por favor, papá…

 

La luna oculta estremecida su cara entre nubes grises para no presenciar el impío acto cuyo eco resuena como una maldición entre las sucias paredes de los suburbios. Y cuando el silencio regresa a ellas como un espectro maldito, comprende que aún queda mucho por expiar en esa noche perversa. Aún quedan palabras que deben ser pronunciadas antes de que todo acabe.

 

No te preocupes, hijo mío, esta vez no te dejaré sólo.

 

 

Soy una bala disparada a tu cerebro

 

Soy un proyectil de 9 milímetros de diámetro que escapa furioso envuelto en humo y restos de pólvora del cañón de una H&K USP.

 

Soy ocho gramos de plomo envueltos en latón, que recorre a 360 metros por segundo los escasos centímetros que le separan de tu cabeza.

 

Soy explosión ensordecedora, fogonazo que alumbra inquieto en la oscuridad. Soy el último sonido que escucharás en tu vida.

 

Soy fuego quemándote la piel, perforando el hueso frontal de tu cráneo, achatándose con el impacto y entrando devastador en tu encéfalo.

 

Soy el ángel exterminador de tu conciencia, el barquero imperturbable que te conducirá hacia el Estigio, el negro cuervo que anuncia tu derrota y tu victoria.

 

Porque también soy la redención de todas las faltas. Soy… el olvido.

 

 

Soy las lágrimas de una madre

 

María observa por la ventana. Julián se retrasa. Como siempre. Pero ella ya sabe lo que es estar casada con un policía. Uno no puede vivir y trabajar entre la inmundicia y que eso no le afecte. Las miserias ajenas son como la pez, se acaban pegando a uno y arrastrándole hasta el pozo de depravación que las provoca.

 

Pero con los años una deja de luchar, y asume que la vida que le ha tocado vivir es esta. Le gustaría poder rebelarse y pelear, pero ya no tiene fuerzas. Le gustaría incluso odiar, echar la culpa a alguien de su infortunio, pero ni siquiera le queda esa triste salida. Su sufrimiento lo desplaza todo. Y, con el tiempo, las heridas pasan a formar parte de uno mismo, como si fueran un brazo o una pierna. Se pegan al alma como la soledad, o la tristeza.

 

Se levanta y comprueba que la sopa sigue caliente. Después regresa al salón, donde toma de una estantería la ajada foto de una niña de largos cabellos rubios que, cogida de la mano de su hermano, sonríe y señala con su pequeño dedo a la cámara. El hermano, más huraño, agarra responsable sus dos carteras, dispuesto a acompañarla al colegio. Sus ojos se humedecen con los recuerdos. Le gustaría poder eludirlos, evitarlos, pero siguen ahí, agazapados, dispuestos a arañarle el alma al menor descuido.

 

Y entonces aparecen de nuevo, lobos sedientos de amargura y desdicha. Vuelven las imágenes de aquel día, cuando tras comer con unos amigos regresaban a casa y se preocuparon al ver a la entrada de su portal los servicios de emergencia. Sus peores temores se confirmaron como un mazazo inmisericorde. Su pequeña, su niñita del alma, se había precipitado jugando desde la terraza y ahora yacía muerta, flor de sangre y vísceras, en mitad de la calle. Su hermano mayor, a cuyo cuidado la habían dejado, permanecía anonadado en brazos de unos vecinos, con el rostro aterrido, contemplando abrumado la escena, incapaz de reaccionar y asimilar aún lo que había pasado.

 

Tal vez debiera haber evitado lo que ocurrió a continuación, pero en esos momentos sólo tenía ojos para su hija muerta y su corazón desgarrado. Apenas pudo distinguir entre las brumas de su dolor como su marido se dirigía como un poseído hacia su primogénito y, zarandeándolo, le empezaba a increpar y acusar de lo sucedido. Con el tiempo comprendió que aquella fue la única forma que encontró de poder hacer frente a tanta amargura. Ahora sabe que lo hizo porque para él encontrar un culpable era un trágico alivio ante la imposibilidad de asumir la magnitud de la pérdida. Es tan humano. Aunque este fuera su otro hijo. Aunque con ello le rompiera por dentro para siempre. Aunque fuera a costa de que ya nada volviera a ser lo mismo, nunca.

 

Aún recuerda la mirada hueca del pequeño mientras escuchaba las despiadadas e injustas recriminaciones de su padre. Sostenía en su mano la medallita de su hermana muerta. La que quedó en su mano cuando trató de evitar que cayera al vacío. La que a partir de ese momento su padre le obligó a llevar colgada como un estigma en su pecho, mientras iniciaba una espiral interminable de degradación y autodestrucción ante la fría impasividad de éste, y la impotencia desolada de su madre. ¿Acaso los hijos no heredan los pecados de los padres?

 

La madre acaricia el retrato de sus niños perdidos, y no consigue evitar que de nuevo amargas lágrimas resbalen por sus mejillas.

 

Julián se retrasa.

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Patapalo
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Qué historia más triste, compañero. Me ha dejado anonadado. Muy bien escrita, y muy buena en cuanto a todo lo que transmite, pero que honda tristeza encierra. Buen trabajo. Funesto, pero bueno.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Kaplan
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Buenísimo relato. Está todo lo que necesita y no sobra nada. Has usado muy bien el tempo y los diversos recursos estilísticos y puntos de vista. Enhorabuena.

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Félix Royo
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Sencillamente magistral; lo he leído en un día normal, soleado, con todas las comodidades posibles y, sin embargo, me has llevado de lleno a ese mundo lúgubre, visceral, sombrío, pero humano.

El genio se compone del dos por ciento de talento y del noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación ¦

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weiss
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Ufff, una pasada, Nachob. Myu bueno, sí señor, como de costumbre. Pero ciertamente te deja un mal cuerpo... En fin, que genial, no se me ocurre qué más decir.

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Raelana
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Genial el relato, me ha encantado. El ritmo es perfecto, la sucesión de las distintas escenas también. Va ganando en intensidad conforme van avanzando y cada vez es más oscuro y más cruel. Me ha gustado especialmente la parte de la bala, tan hermosa y a la vez tan terrible, resulta más inquietante que si lo hubieras narrado de forma más directa.

 

Recuerdo ahora que te debo una reseña del libro, a ver si puedo hacértela estos días, que ya tengo blog ;)

 

¡¡Un saludo!!

Mi blog: http://escritoenagua.blogspot.com/

Perséfone, novela online por entregas: http://universoca

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PedroEscudero
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Un relato excelente. El ritmo muy bien llevado y la historia simplemente estremecedora. Vamos, que me ha encantado. Puro Nachob

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Nachob
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Muchisimas gracias por vuestros comentarios,

Puedo pasarme poco por aquí, pero no sabéis lo bien que viene ver  el esfuerzo recompensado por vuestros ánimos.

Sí que es una historia triste, remodelada varias veces. Pero estaba ahí, y, como siempre, mis historias son más fuertes que yo, aunque no sean como me gustarían.

Sonrisas.

 

PD: Y ahora hecho un vistazo a tu blog, Rae, que creo que hay que tijerofelicitarte ¿no?

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