Cloony

Imagen de Nachob

Sé que el cuatro de marzo murió mucha gente en el mundo. Gente de esa que se supone importante, aunque a la hora de la verdad, todos seamos iguales. Otra, más anónima, pero que igualmente dejaría dolor tras su partida.

Jóvenes en la flor de la vida, y ancianos esperando un merecido descanso. Algunos en sus lechos, rodeados de sus seres queridos. Otros en soledad, o en campos de batallas más o menos declaradas. Tras prolongadas agonías, o inesperadamente, llevadas por un zarpazo cruel del destino. Lejos y cerca de aquí. Imagino que, en todos los casos, injustamente.

También ese día llegaría el final para muchas otras criaturas y seres. Plantas, animales. Algunas llevadas por el agotamiento del ciclo vital de sus vidas, otras sesgadas por la indigna acción del hombre o de la naturaleza.

Sin dejar de ser trascendentales, probablemente mucho más, todas estas muertes, yo vengo a hablar de otra más insignificante. La de un pequeño ser que, tras doce años de compartir su vida y su felicidad conmigo y mi familia, murió la mañana de ese día en mis brazos, tras recibir una dosis letal de anestesia.

Es difícil hacer comprender a alguien que no ha tenido animales lo que supone perder a un compañero de cuatro patas. De hecho, cuando, tal vez por obtener el alivio de no guardar algo así dentro de mí, lo conté en el trabajo, obtuve reacciones aparentemente distintas pero en el fondo muy parecidas. Un colega me dijo que aprovechara esa circunstancia para librarme de una vez de la incomodidad y tiranía que supone tener un animal doméstico. Otro, que me comprase inmediatamente otro gato, a rey muerto rey puesto, y se había acabado el problema. Hasta podía ponerle el mismo nombre y aparentar que nada había sucedido. Imagino que era su amable forma de procurarme lo que ellos consideraban consuelo. Una tercera añadió que por eso ella no quería tener mascotas ni comprárselas a sus hijos, dado que no quería que sufrieran cuando inevitablemente fallecieran por su menor esperanza de vida.

Cómo explicarles que Cloony, que así se llamaba el pequeño ser que murió ese día, me había dado mucho más de lo que ellos pensaban que me había quitado. Que esos malos ratos que estaba pasando no borraban doce años de alegrías y compañía. Que todas las molestias y sacrificios hechos durante su convalecencia, cuando su cuerpo ya nos decía que no aguantaba más pero aún nos resistíamos a perderle, no eran nada comparado con lo que con su presencia nos había aportado. Que no aceptar la muerte, significa no aceptar la vida, privarse de lo más valioso que el mundo nos aporta.

Se fue al cielo llevándose un pedacito de nuestro corazón y algunas lágrimas. Pero no me quedaría conforme dejándolo así, mucho menos después de lo que pasó la noche de ese día y que al final relataré. Pero es que además, necesito contar cosas de él. Quién fue, cómo vivió y qué nos dejó. Qué menos para un aprendiz de escritor como yo que tratar de narrar su historia. Sin ninguna pretensión literaria. Simplemente para no dejar que el olvido se lo lleve y puede que también para que los demás podáis comprender por qué nos sentimos así.

Cloony era el gato de mi mujer, como Maruja, que aún vive, aunque muy achacosa ya, es mi gata. Los adquirimos, que palabra más fea e inadecuada, hace ya muchos años. Noelia, en esos tiempos mi novia, trabajaba en Valencia y vivía sola. Como yo me hallaba en similar circunstancias pero en Alicante, y tenía desde hacía unos años una gatita que me hacía mucha compañía, ella se animó a tener también un gato. Una vecina del pueblo donde vivía le dijo que la suya acababa de tener dos crías, y que le regalaba una, el macho. Recuerdo la primera vez que le vi. Sentado muy atento sobre uno de los escalones del corral donde vivía con su madre y su hermana. Bajaba a inspeccionar quiénes eran esos intrusos que acudían a su territorio. Un gato de raza europea, eufemismo con el que se designa a los gatos corrientes y molientes de toda la vida, pero con unos inmensos ojos azules y un aspecto vivaracho. En este sentido enseguida vi que congeniaría estupendamente con Noelia. Lo agarré, era aún muy pequeño, lo metí bajo mi cazadora y nos marchamos con él al piso alquilado que teníamos allí. No paraba de maullar, sin comprender la separación de lo que hasta entonces era todo su mundo a la que lo sometíamos. En casa le pusimos leche, alimentos, le enseñamos su cajoncito de arena, pero él seguía maullando, reclamando a su madre. Pero pronto su carácter inquieto le pudo y empezó a explorarlo todo. No vimos en él, ni lo veríamos durante el resto su vida, pizca de miedo, o de prevención, frente a nada ni nadie. No se escondía, no rehuía el contacto con desconocidos, no era reservado ni tímido ni cobarde. Esa noche ya dormía en nuestra cama, hecho un burruño a nuestros pies, y ya se sintió y se hizo sentir como uno más de nuestra incipiente familia.

Mi mujer le puso por nombre Cloony, imaginaros en honor a quién. Ha sido objeto de muchos comentarios y análisis jocosos durante estos años la razón subyacente que se puede ocultar tras el nombre que ella dio a su gato, y yo a la mía. Como poco, dejémoslo en qué era lo que pretendíamos encontrar al llegar a casa. Ella, un atractivo galán de cine, yo... sin comentarios.

Cloony vivió con Noelia durante los años que estuvo en Valencia, y protagonizó infinidad de anécdotas divertidas que revelan su proverbial carácter audaz y alegre. Recuerdo con qué desparpajo y regocijo me las relataba mi mujer, cuando nos juntábamos el fin de semana. “Ha venido Ana a pasar unos días, y el gato no para de morderle el culo, jugando, no sé si querrá algo con ella.” “¿Te acuerdas de la plantita de cáñamo que nos regalaron del Brasil? Pues se ha zampado la mitad, y se ha cogido un colocón del copón. Le he tenido que meter en la ducha y todo para que reaccionase. Y, para rematarlo, ahora que ya se ha recuperado, está como loco por comerse la parte que dejó.” “Sabes que a veces le pongo a un gatito callejero que ronda por abajo un poco de comida en un cuenco, porque me da pena, y sabes que cloony cuando lo ve se pone como loco, pensando que le quitan la comida... Pues ahora le ha dado por abrir con la patita la ventana y saltar más de cuatro metros para merendarse la comida que le dejo al otro pobre... ¡Vaya susto cuando lo veo saltar!” “¿A que no sabes quién se ha bajado a la playita está mañana, escondido en la bolsa de mi madre?” “¿Te acuerdas que un vecino tenía una gatita que quería cruzarla con Cloony? Pues los hemos dejado juntos toda una tarde, y luego cuando hemos vuelto a casa, el puñetero no podía dar ni un paso. Se ha subido al cojín y se ha quedado dormido agotado. ¡Será golfo!” Luego tuvo descendencia, y se les quedaba observando con cara circunspecta, como no sabiendo muy bien cómo reaccionar ante los animalillos...

Pronto descubrimos su extrovertida y dinámica personalidad. Un “gato-perro”, como yo lo llamaba. No podía parar, siempre estaba jugando, reclamando nuestra atención. Si le tirabas algo, lo recogía y te lo traía para que se lo volviese a tirar. No podía quedarse quieto ni un solo momento. Cuando era un cachorrito, le atábamos un pañuelo a la cola, y se perseguía a sí mismo hasta que caía agotado (¡lástima de video en aquellos años!). Dónde quiera que tú fueras, él iba detrás, y se te quedaba observando curioso mientras cocinabas, trabajabas, te duchabas o incluso hacías tus necesidades. Siempre contigo. Cuando llegabas te salía a recibir, maullándote gozoso, aunque luego acababa fugándose escaleras arriba a la menor oportunidad. Se metía en todas las bolsas, en los cajones, en cualquier sitio pequeño donde le encontrabas con su cara de no haber roto un plato. Por las noches, se recostaba en tu regazo mientras mirabas la tele, y encendía su motorcito interno, su cálido ronroneo, mientras le acariciabas distraído. Al acostarnos en la cama, adquirió la costumbre, contra la que no pudimos hacer nada, de situarse en medio de los dos, reclamando su lugar como centro de la familia. En cuanto te descuidabas, te saltaba encima buscando tus brazos o simplemente requiriéndote para que jugaras con él.

Lamentablemente tenía una afición desmedida a sacar las uñas en sus travesuras, lo que hizo inevitable que tuviéramos que acabar cortándoselas definitivamente. Nos montó un tremendo espectáculo en la clínica, donde acabó subido sobre un estupefacto y enorme dogo, pensando que por mucha mala fama que tuviesen los perros no podían ser peor que esos señores de bata verde. Recuerdo que estaba muy simpático con esos vendajes en sus patitas, como si fueran inmensos guantes de boxeo, y el ruido que hacía al caminar con ellos por la noche. Incluso lo gracioso que quedaba cuando jugando golpeaba con su patita la cabeza de Maruja, mi gata, con la que tenía una relación de amor-odio muy especial. Al principio parecía que la acosaba, la perseguía, como defendiendo su territorio, pero luego acababan los dos tumbados juntos. Nuestra preocupación por su afinidad cesó cuando tras ver a Cloony persiguiendo a Maruja por toda la casa, a continuación observamos como los papeles se invertían y era ahora ella la que iba tras el gato hasta debajo de las sillas. Todo era juego para ellos.

Luego conseguimos el traslado a Madrid, y los trajimos con nosotros. Siguieron siendo nuestra compañía habitual, quienes nos recibían al llegar, quienes nos despertaban por la mañana. Quienes siempre estaban allí para recordarnos que no estábamos solos. En la primera casa que tuvimos, Cloony desarrolló una afición inusitada a marcharse por los tejados, y más de una vez me tuve que subir a buscarle ante la preocupación de mi mujer. Bueno, estaba acostumbrado, porque cuando venía de visita a mi casa de Alicante me hacía lo mismo. Tenía un indomable espíritu explorador, aventurero, aunque la adoración que sentía por Noelia le hacia siempre regresar y maullarle reclamando que le cogiera.

Aparecía en los rincones más insospechados, observándonos desde atalayas inesperadas, como armarios, estanterías, e incluso tejados cercanos. A veces se escondía en lugares tan disimulados que pasábamos horas buscándole, sin que se dignase a maullar siquiera para delatar su situación. Siempre al salir de casa teníamos que tener mucho cuidado, porque era ver la puerta abierta y escaparse corriendo en busca de nuevos horizontes, y más de una vez nos lo ha devuelto algún vecino que lo ha encontrado paseando tranquilamente por su propia casa.

Fue cómplice y colega de juego de los hijos pequeños de mis amigos, dado que su falta de temor innata hacía que no se retirara de ellos, por mucho que en su inocencia éstos le tirasen del rabo o de las orejas. Por alguna razón de su subconsciente felino, el hecho de que le dieran palmaditas en el lomo le calmaba hasta casi llegar a dormirse, por lo que no consideraba como agresiones las torpes caricias de los niños, con los que mantenía una relación muy especial.

Visitó Zaragoza, Salou, Morata de Jalón y San Martín de la Vega, y se adaptó a cualquier lugar con alegría, trotando de un lugar a otro con el rabo tieso y la mirada atenta. Siempre recordare cómo levantaba la cola cuando se le acariciaba el lomo, como dice el chiste, para avisar que el gato se acababa allí.

Estuvo en las ocasiones importantes de nuestra vida. Fue el mensajero algo molesto de mi petición de mano, cuando le colgué del collar el estuche con el anillo y paseó por la casa tratándose de quitar tan incomodo apósito, hasta que Noelia por fin lo descubrió. Hasta estuvo a punto de venir a nuestra boda, pero conseguí que su dueña entrará en razón unos minutos antes.

Ahora, al mirar las fotos de aquellos años, descubro cómo aparece continuamente, en mis brazos o en los de Noelia, como uno más de la familia. O de fondo, paseando flemático e indiferente, libre de vanidades y preocupaciones. Incluso teníamos colgadas imágenes de ellos en el dormitorio, y el primer cuadro que pintó mi mujer fue un retrato suyo (bueno, eso dice ella, porque lo único que se aprecia es que es un gato... naranja. Eso sí, la pose es muy de Cloony). Y, cuando recorro la casa, en todos los rincones aparece el halo de su figura, de su presencia constante. Derrapando escaleras abajo por la escalera de caracol que teníamos en nuestra primera casa en Madrid. Durmiendo sobre la loza del bidé, los días de calor. Metido en el tambor de la lavadora, jugando a dios sabe qué. O sobre el buró, en su sitio especial, que una Navidad le hicimos compartir con un Papá Noel de cartón piedra que terminaba ineludiblemente en el suelo por intruso y aprovechica.

Cuando vino nuestra bebé acabó una temporadita exiliado en casa de los abuelos, y creo que no le sentó muy bien. Pero en cuanto pudimos lo trajimos de vuelta, y se adaptó de nuevo. Había perdido algo de pelo, pero lo llegó a recuperar, y creímos que ya estábamos la familia al completo. Para Paula, mi peque, el gato era como un imán mágico que absorbía su atención completamente, y que nos permitía aprovechar esos momentos de trance para darle de comer las últimas y más costosas cucharadas. Nos reclamaba para que la llevásemos detrás de él, y le acariciaba con inevitable brusquedad, sin que el gato rehuyera esos mimos aunque fueran algo rudos. Incluso le gustaba dormir a los pies de su cuna, o de su carro, tal vez asumiendo su papel de gato guardián contra los malos sueños.

He colgado en el blog que abrí de mi hija una selección de fotos en las que salen juntos, a modo de despedida. No tendrá conciencia ni recuerdos de haber compartido con él su primer año largo de vida, pero, al menos, cuando vea las imágenes, sabrá que ha existido, que hizo felices a sus padres, que les dio mucha ternura y fue muy querido, y que estuvo con ella jugando como sólo él sabía hacerlo. Hoy en día, provocándonos una amarga sensación en el corazón, todavía lo busca por la casa, y señala otros gatos cuando los ve pasar. Con el tiempo se le pasará, pero siempre tendrá las fotos y esta historia para saber que existió.

Hoy la casa está un poco más triste. Se echa de menos sus paseos de aquí para allá, el hueco que dejaba su cuerpo sobre el respaldo del sofá, y en la cama ya no lo encuentro cuando estiro las piernas ni escucho su maullido molesto por interrumpirle sus sueños. No salta sobre nuestro regazo mientras estoy con el portátil o vemos una película. No volveremos a escuchar gritos riñéndole porque ha cogido subrepticiamente un langostino o un trozo de chuleta. Mi mujer no me pedirá que lo eche de la habitación cuando se pone pesado tratando de robarnos la comida de la mesa (“Nacho, mira Cloony”). No lo tendremos que esconder cuando recibimos una visita de algún alérgico o poco amigo de los gatos (pobres, no saben lo que se pierden), y que eran rápidamente detectados y sometidos al oportuno acoso por su parte, como echándoles en cara su falta de sensibilidad gatuna. Su maullido no nos despertará los sábados avisándonos que su cuenco está vacío, y que ya es de día para vagos como nosotros. No aparecerá en más fotos, ni nos preocupará encontrar dónde o con quién lo dejamos durante las vacaciones, o quien se pasará a ver como está. Seguramente, dentro de algún tiempo, apenas lo mencionemos ya, y sólo surja cuando veamos otro gatito parecido o revisemos viejos álbumes. Cambiaremos las claves de nuestro ordenador, y borraremos su salvapantallas. Dejaremos de comprar arena y comida para gatos. Incluso otro animal puede que ocupe su lugar en la casa, pero espero que nunca en nuestros corazones.

Cloony se puso muy malito las últimas semanas de su vida. Le falló el hígado, y estuvimos muy preocupados porque no comía. Visitamos mucho al veterinario, le dimos muchas pastillas y por fin le convencimos de que volviera a comer a fuerza de gambas y merluza. Pero ya era tarde. Su cuerpo ya no era capaz de digerir los nutrientes, y todo lo que se echaba dentro salía casi intacto sin serle de provecho. Aun así nos resistimos, y mientras creímos que aún era capaz de notar nuestro amor, mientras todavía era capaz de reclamarnos comida y más comida porque su cuerpecito no podía quitarse la sensación de hambre, mientras siguió acudiendo ronroneante a nuestras caricias, y mostró un ápice de curiosidad, estuvimos cuidándole todo lo bien que supimos.

Al final le tuvimos que acondicionar un rincón en la cocina, forrado de plástico y cartón, para que estuviese cómodo. Le limpiábamos tres y cuatro veces al día, y le dábamos alimento continuamente. Pero llegó un momento en que no podíamos retenerle más. Hablé con la veterinaria y me dijo que los gatos no se quejan, simplemente se abandonan hasta morir, y que si éste se resistía a hacerlo, era por nosotros. Era nuestro propio cariño el que le impedía descansar.

Nos decidimos a acabar con su sufrimiento. Noelia paso con él la última noche, cepillándole, contándole cosas de su vida, de nuestra vida. Al día siguiente yo pedí permiso en mi trabajo y lo recogí de casa. Esa noche había pegado un bajón espectacular. Casi ni podía sostenerse con sus patitas. Le dí leche, que le encantaba, y una latita de su comida preferida, que devoró con ansia. Luego se tumbó agotado. Recogí el pequeño chiringuito que había montado para él, lo metí en su cajita de viaje, en la que ha recorrido el país, y lo lleve a la clínica veterinaria.

Noelia me advirtió que había leído que los gatos son capaces de empatizar tanto con sus amos que saben cómo se sienten, y que no debía mostrarme triste al llevarlo. Así que le puse música alegre y durante todo el trayecto estuve cantándole y diciendo todas las tonterías que se me ocurrían.

Cuando llegamos y la veterinaria me vio entrar, soltó un triste “Ah, vale”, y me hizo pasar inmediatamente a una sala. Para esto no hay esperas. Cuando lo examinó comprobó que estaba realmente muy malito y que le quedaba muy poquito de vida. Tal vez tendríamos que haberle llevado antes, pero cómo asumir que no íbamos a volver a ver sus enormes y sinceros ojos azules nunca más, ni a escuchar su dulce maullido. Le puso una inyección, y Cloony, que siempre ha tenido mucho miedo a la clínica, se metió de nuevo en el cajón de viaje. Yo introduje mis manos en él y le estuve acariciando, justo entre los ojos, que era su lugar favorito, y en el pecho, entre las patas, que siempre le ha calmado mucho. Le conté que se iba de viaje, a una casa enorme, muy grande, donde podría jugar todo lo que quisiera, y ya no le dolería nada. Tarareé algo impreciso tratando de calmarle, y le confesé que le quería mucho, mucho. Sus ojos se fueron apagando poco a poco. Dejó de moverse, de ronronear, y quedó inconsciente. Traté de cerrarle los párpados, pero luego la doctora me explicó que mueren así, con los ojos abiertos. Tras ellos imagino que ya no estaba mi pequeño amigo, pero me sentía incapaz de separarme de él. No quería irme. Quería cogerlo en brazos, gritar que me echaba para atrás y regresar a casa con él, ponerlo en el suelo y que todo volviese a ser igual que antes. No quería perderle. Pero no podía ser egoísta. No se puede ser feliz si no sabes lo que es la tristeza. Me despedí dándole un besito. Que gesto tan ridículo, ¿verdad?, si sólo era un gato.

Soy un hombre, dicen que bastante recio y duro, incluso algo inaccesible. Por circunstancias de la vida, hecho a sus aspectos más sórdidos y deprimentes. Y, sin embargo, al llegar al coche, al subirme y llamar a mi mujer para decirle que ya todo había acabado, no pude evitar que alguna lagrimita suelta resbalase por mi mejilla. Únicamente era un animal. Pero también era un compañero, doce años de mi vida, una parte de mí mismo. Me contuve aunque sé que para mi alma hubiese sido mejor que dejase derramar el dolor por mis ojos. Me contuve porque tenía que volver a trabajar y porque la vida tiene que seguir, pero el duelo, aunque sea pequeñito por un ser sin importancia, se debe pasar, y el sentimiento no se juzga, simplemente se asume. Así que cuando nos juntamos mi mujer y yo por fin pudimos consolarnos mutuamente y darle rienda suelta.

Con el tiempo el presente diluirá su recuerdo. Ya he dicho que por tratar de evitarlo escribo esta pequeña historia. Pero no sólo por eso. También para expulsar el dolor, para mantener su espíritu, y, por último, porque quiero contar algo más. Algo extraño y mágico, una de esas cosas que hacen que este mundo parezca mucho más asumible y menos frío de lo que suele parecer habitualmente. Una anécdota que siempre llevaré en mi corazón.

Porque esa noche, tras acostar a Paula, mi pequegüay, y acabar de cenar en el salón, fui a la cocina a coger el postre. Estábamos hablando de él y sentíamos el alma algo sobrecogida. Noelia me animaba diciéndome que yo había sido muy bueno, porque me había esforzado mucho por cuidarle y limpiarle todos esos días, pero yo no podía sacarme de la cabeza su última mirada, preguntándome si habíamos hecho bien en esperar, y también si yo me había portado bien con él todos esos años. Al llegar al frigorífico, algo en el suelo delante de él llamó mi atención. Era un lugar donde le gustaba tenderse a Cloony, porque la conducción de la calefacción pasa por allí y calienta las baldosas. Me extrañó mucho, porque esa mañana, tras llevarme el gato, la chica que nos viene a limpiar había hecho una limpieza exhaustiva de la cocina para borrar cualquier rastro de la inevitable suciedad que con su enfermedad había provocado el gatito. Pero es que además esa misma tarde Noelia había vuelto a limpiar la cocina con desinfectante, dado que la niña iba a volver a entrar en ella tras su marcha. Previamente había retirado con esmero todos los elementos que le recordaban a él. Una bolsa con los perecederos, para llevarla a Zaragoza donde mi gata Maruja vive con mis padres, y otra con los utensilios, para bajarla al trastero.

Es definitiva, la cocina nunca había estado tan impoluta y tan barrida y fregada. Pero aun así, allí, diminuto y casi anodino, había quedado algo abandonado. Me agache y lo cogí. Era uno de esos trocitos de pienso para gatos, de ésos que tienen formas redondas, cuadradas, de hueso, pez o rombo, según cual sea su composición. En este caso, era uno con forma de corazón. De todas las posibles, una con forma de corazón.

Sé que es una simple casualidad, por muy extraña o insólita que parezca. Pero aunque mi mente racional me diga una y otra vez que únicamente se trata de una anécdota curiosa, en el fondo de mi alma siento, y me emociono ahora al escribirlo tanto como cuando lo encontré, que aquel pequeño pedazo de comida es en realidad un último mensaje de Cloony. Un mensaje que nos mandó cuando llegó al cielo de los gatos, arriba, muy arriba, como esos sitios desde los que le gustaba subirse para observarnos y al final de su vida no podía ya alcanzar. Un mensaje en el que nos decía que nos perdonaba por las veces que no supimos portarnos del todo bien con él, y nos confesaba que él también nos quería, y que nos espera en ese lugar lejano y maravilloso para volver a meterse en nuestra cama debajo de las sábanas, y ronronear cuando acariciemos su suave piel con nuestros pies.

A Cloony, gracias por todo, hasta siempre.

 

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Félix Royo
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Poblador desde: 26/01/2009
Puntos: 11174

Te acompaño en el sentimiento. Realmente no he podido evitar emocionarme.

El genio se compone del dos por ciento de talento y del noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación ¦

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Varagh
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Poblador desde: 26/01/2009
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Una triste perdida...lo siento de veras.

“Quien vence sin obstáculos vence sin gloria”

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Ranita
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Poblador desde: 11/03/2010
Puntos: 11

   Sin duda Cloony os estará observando desde el cielo de los gatos. Me ha gustado leer su historia como también me ha hecho llorar.

Da gusto saber que aún existen personas amantes de los animales, que para nada son seres insignficantes.

Gracias por compartirlo.

La rana del Duero

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Nachob
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Poblador desde: 26/01/2009
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Muchas gracias por vuestros comentarios

Lo hice algo deprisa, pero era algo que necesitaba contar.

Un abrazo a todos.

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Léolo
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Poblador desde: 09/05/2009
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Me has dejado el corazón encojido, Nacho.

Lo que has escrito es un tributo precioso. Destila vida cuando habla de muerte, y eso es maravilloso.

Un saludo compañero, y muchos ánimos.

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