Parábola de una mujer llamada Juana y de las dos cucharadas de azúcar que le cambiaron la vida

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El título, aunque mal, habla por sí mismo. Pero en ausencia de mayores y mejores explicaciones en él, me veo obligado a contarle —a usted— más sobre esta historia…Bah, parábola; bah, no sé…

Quisiera aclarar, previamente, que desconozco si se trata de un caso real, si popularmente ya es conocido, o si no.

Hubo, no hace mucho tiempo, una mujer llamada Juana, de aquí, de España. Mentira, a decir verdad no recuerdo su procedencia, tal vez haya sido de Escocia o tal vez de Polonia —no tardará usted en comprender que eventualmente su nombre pudo haber sido Joanne o quizás Ivana.

Era una mujer pequeña, de azada en mano, de pocas lágrimas y también de mucho callar (no por prudencia o por meditación profunda [lejos está de la imagen de Juana, señor lector, si así lo considera], sino por vergüenza e intromisión); con una belleza muy bien disimulada bajo sus ropajes grisáceos y sus cabellos revueltos; con un par de hermosos ojos verdes que sólo reservaba para sus tres hijos. Pero por sobre todas las cosas —y más que nada por razón de estas últimas tres cosas: sus hijos— se podría decir que Juana vestía, desde hacía un tiempo, polleras largas, cocidas por debajo de las suelas de sus zapatos, los cuales a su vez llegaban hasta las rodillas.

Todos los viernes por la tarde, al regresar del trabajo, compraba víveres en el almacén de la esquina de su casa, lo justo y necesario para que pudiera dar a sus hijos la merienda —la cual a veces oficiaba de cena—, a saber: un té para cada uno y una generosa porción de bizcochuelo casero.

El problema —que no es de los más grandes que usted supone podría padecer— era que su dinero no alcanzaba para comprar la cantidad de azúcar necesaria como para cocinar la torta y endulzar los cuatro tes; siempre había una taza que debía quedar amarga, sin una pizca de dulce.

(A decir verdad, esta clase de situaciones nunca significan un problema relevante para nadie, mucho menos para una madre. Sabrá disculpar, es que los cuentistas novatos somos así, procuramos convertir las vivencias más simples en heroicas aventuras —y las historias más fantásticas en relatos repletos de cotidianidad. Así, una madre que decide tomar su merienda sin azúcar, con el objeto de poder endulzar la de sus hijos, se transforma en una sacrificada mujer sólo por ello).

Prosigo. Juana trabajaba, y muy dolorosamente, en una empresa de reciclaje de bolsas. Su penosa labor consistía en discriminar entre aquellas que estuvieran impresas y aquellas que estuvieran «lisas». Le pagaban semanalmente, según la cantidad reciclada. Terminaba el día con los dedos manchados, los ojos rojos y un odio tan profundo hacia el nailon que, cuando efectuaba las compras, de regreso a casa, prefería llevar la mercadería a mano o quizás en una canasta, como cuando compraba frutas y verduras.

El último local en visitar era el almacén que estaba justo en la esquina de su casa. El almacenero, Don Salvatore, epónimo del negocio, la esperaba ansioso todas las benditas tarde-noches, afilando la cuchilla para quesos, humedeciendo sus bigotes con baba, pensando en que Juana llegaría en cualquier momento. Salvatore no era un hombre entrado en edad, sino más bien ya salido de ella, con más arrugas que caminos Roma y unos ojos negros como las pupilas; bueno, no tanto, pero negros igual. Era un hombre fornido (fornido es un eufemismo para panzón), en fin, era tano, tano. Creo que lo único que disimulaba su vejez era el color de sus pelos, bien azabache; aunque ahora que lo menciono me pregunto si el viejo no se teñiría. No sé, no creo que importe de todos modos. Lo que sí es de interés es que este tipo, Don Salvatore, el tano, estaba perdidamente enamorado de Juana, como ya habrá imaginado usted. Y así, entrando en la obviedad, estaría de más decir que el napolitano instigaba tanto a la viuda (sí, era viuda [ya sé, error de narrador]) que no faltaba mucho para que esta le sellara sus entintados dedos en la cara.

—Vamos, doña Juana —imploraba con un su acento tan característico el gordo—, dígame que sí; además sus hijos precisan de un padre ¿Qué dice?

—Mire, Salvador —retaba Juana— yo no pret…

—¡Salvador no! Señorita, ¡Salvatore! —interrumpía el almacenero.

—Mire, yo le llamaré como usted quiera cuando usted deje de decirme «señorita».

—Es que para mí usted es una señorita —y enseñaba con una sonrisa sugerente sus verdes dientes.

—Está bien, Salvador, mire —suspiraba, conteniendo el grito en su pecho—, yo no pretendo que usted, en su calidad… de hombre comprenda: los tiempos, las ocupaciones, —aumentaba el tono de voz conforme enumeraba, ayudándose en esto último con los dedos— los compromisos… ¡y las obligaciones que como mujer y madre viuda poseo! Lo que sí le exijo —y entonces tornaba hacia un tono conciliador, que tanto llenaba de ilusiones al viejo Salvatore— es que corte con este juego de a ver —ahora susurraba, de seguro por pudor, no más— a ver si me ligo a la viudita… ¡¿Le ha quedado claro?!

Palabras más, palabras menos, esta situación se repetía semanalmente, como si de un guión costumbrista se tratara.

 

Un viernes, Juana volvía a casa del trabajo, ese trabajo que día a día parecía extenderse hasta los límites del siglo. Llevaba fuego en las piernas y ácido en los ojos. Ya había llegado al barrio cuando se dispuso ingresar a la despensa de Salvatore, resignada a que se reiterara la misma situación de siempre.

—¡Doña Juana! ¡Qué gusto, qué placer! —Salvatore saludó contento—. El día puede ser oscuro, pero la noche es de los más blanca con usted.

De su boca salían disparadas pequeñas gotas de saliva, de las cuales algunas se incrustaban en el bigote. De todos modos Juana no las veía… A esa hora no veía nada.

—Déjeme que la ayude. —El viejo se restregaba las manos en absurdo plan de aseo, puesto que si bien sus manos estaban asquerosamente roñosas, el trozo de tela no distaba mucho de ese ideal de mugre—. Yo mismo le serviré sus víveres, señorita.

—Está bien, Salvador, hoy todo está bien —dio un suspiro largo, tratando de despedir al cansancio por algún lado—. ¿Tiene azúcar?

—¿Hoy todo está bien? —preguntó el pícaro Salvatore.

—A ver, Salvador —se presionó el entrecejo con un índice y un pulgar, tal vez así la jaqueca menguara un poco—, el verdadero problema ¿sabe cuál es? Que vosotros, los hombres, sólo amáis porque podéis follar; en cambio nosotras, las mujeres, sólo follamos porque podemos amar. No sé si entiende usted la diferencia —concluyó y soltó una risa autocomplaciente… Pero sería la última vez que reiría aquel día.

El tano se quedó anonadado, con la boca semiabierta y el cucharón con que medía raciones despidiendo con lentitud el azúcar. Juana pensó que había dejado de medir. Es que el viejo no sabía cómo responder, esto a pesar de que (si bien poseía un vocabulario escaso [constituido en su mayoría por insultos]) era dueño de contestaciones siempre agudas e instantáneas. Pero que un retruécano tan bien elaborado saliera de boca de la insulsa —aunque amada— Juana, le había descolocado por completo. Necesitaría un día para contrariarla o al menos sumar una acotación al pensamiento de la mujer.

—Tome Juana —le pasó los productos, entre ellos el mentado azúcar—. ¿Sabe? —se rascó la nariz—. Pero, eh… una cosa —comenzó a agitar la mano empuñada, con el índice apuntando hacia arriba, un gesto parecido al de amenaza (sí, era muy expresivo el tipo)—. Eh… Mire, yo tengo una contestación, no se crea que no, pero se la daré cuando venga mañana lloriqueando y la convenza de ser mía.

Ante esto, Juana dio media vuelta y se fue. Bah, en realidad se quedó un rato más, insultando al viejo; pero para qué gastar yo mi tinta y usted su ojo en aspectos tan triviales y escatológicos. Porque vamos, que ya está usted haciendo un gran esfuerzo.

En cinco minutos la viuda estaba en su casa, preparando la merienda-cena para sus hijos. Los tres la miraban ansiosos. Óscar, el mayor y representante de la tribu, se acercaba cada sexto de hora preguntarle cuándo estaría listo el bizcochuelo. Su madre, con la tinta de las bolsas en los dedos y los dedos incrustados en la masa, dirigía sus ojos de párpados caídos hacia él y hablando el consagrado idioma que hablan los padres, lo silenciaba sólo con la mirada. Entonces Oscarcito regresaba a su asientito.

Llegó la hora de la cena y Juana sirvió bizcochuelo para todos: para Óscar, para Gregorio (el segundo) y para Romualdo (el más pequeño, mimado con contemplaciones y castigado con el nombre). Pero a la hora de endulzar los tes notó —me atrevería a decir que con espanto— que en el tarro de azúcar sobraba la medida justa para endulzar otra taza: dos cucharadas. Era la oportunidad para servirse ella también, pensará usted. Pues no, al parecer Juana se había acostumbrado a beber su infusión sin ningún adherente, excepto por unas gotitas de limón. Decidió, entonces, (demostrando una carencia de inteligencia práctica o un estupor por permanecer tantas horas despierta [ya que podría haber conservado el azúcar]) destinar partes iguales a cada taza de té de sus hijos, como una ración extra.

El problema fue que los pendejos (los niños) se empalagaron (o se relajaron) tanto con el exceso de dulzura que hasta se ofendieron. Óscar, el mayor, simplemente expresó su descontento con la medida adoptada ante la abundancia de recurso. El segundo, Gregorio, no satisfecho con la actuación de su hermano, se atrevió a insultar a su madre (sí, muy maleducado). Y el tercero, quien presenció el sacrilegio filial que llevaron a cabo sus hermanos, no pudo soportar la idea de quedar como el más tranquilo de los tres; no, tenía que imponerse, así que no sólo se quejó de la dulzura sobredimensionada en su merienda e insultó a su progenitora, sino que, aprovechando la tibieza de la infusión, tomó la taza por el asa y arrojó su contenido sobre el vestido de su madre.

Esa noche, Juana supo que todo el esfuerzo que puso en educar a sus tres… Usted sabe. Fue una noche inolvidablemente olvidable para ella.

—Ah, ja, ja, ja, ja —Don Salvatore sostenía su infinita panza con ambas manos—. Yo le dije que vendría lloriqueando y que así encontraría mi respuesta. Es que usted se sacrifica en vano, mujer. Debería relajarse y dejarse llevar. Vamos, anímese a vivir.

—¿Cómo supo que sucedería esto, Salvador? —Juana no comprendía el planteamiento del viejo.

—Verá —le guiñó un ojo—, esto no es más que una parábola; toda su vida, su trabajo, sus hijos, incluso yo, no representamos más que una verdad universal.

—¿Y cuál es esa verdad que me dice? —increpó Juana, secándose las mejillas.

—Que usted no es la primera mujer que en el afán de endulzar la vida de sus hijos, termina amargando la suya —dijo. Y le robó un beso.

 

Bueno, esta historia, tal como la vida real, no tiene un final, y su continuación, además de contener un alto contenido erótico —por no decir asquerosamente pornográfico— se escapa por las ramas de esta narración y poco tiene que ver con el asunto que nos concierne. Pero más allá de todo parangón con la realidad, que usted pudiera encontrar, tal como Salvatore lo hizo, yo encuentro no una parábola, sino una paradoja; pues es extraño que dos personas tan afeadas por la vida pudieran llegar a ser protagonistas de una historia de amor tan bella.

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Patapalo
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Muy entretenido el relato, y con algunas frases memorables. No es un género que me atraiga, pero está escrito de un modo muy ameno.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Mauro Alexis
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   Bueno, gracas Patapalo. Fue escrito con cariño y humanidad, y un poco de desprecio hacia los protas —por parte del narrador, no de mí.

   Presumo que con el asunto de los «tes» no estaba errado, por priemera vez XD. Gracias nuevamente y saludos.

 

"Habla de tu aldea y serás universal."

 

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Asha
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Bonito Relato, me ha gustado como has llevado al narrador, y esos toques de humor que han hecho que sea muy amena la lectura. Por otra parte, me gustan los relatos que quieran decirte algo; la frase final de Salvatore sobre el dulzura de madre, y la amargura de mujer, me ha dejado un sabor agridulce; no sé si por decirte que tienes toda la razón, ó por rebatirte con uñas y dientes que es mentira. Me ha gustado por eso, porque no me ha dejado indiferente.
Lo que no entiendo Mouro, es porqué Juana sabiendo que el hombre se llama Salvatore, se empeña en llamarle Salvador…

Todo cabe en lo breve... A.Dumas

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Mauro Alexis
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   Muchas gracias Asha por tu comentario, me alegra que te haya gustado el relato y sobre todo que el mensaje ppal. te haya llegado y también poder haber sembrado en ti algo. Por supuesto que la contesatación al respecto de la frase de Salvatore, la esperamos con ansias, sea a favor o en contra.

  Gracias por pasarte, nos vemos en el Reto...

"Habla de tu aldea y serás universal."

 

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Félix Royo
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Últimamente te están saliendo muy bien los relatos con el bordado final de la pseudomoraleja y es que yo creo, en los tiempos que corren, que las moralejas contactan con la parte más intima del ser humano, que es la de la búsqueda de la Verdad. Un niño deja de serlo cuando ya no le interesan las moralejas de los cuentos, es decir, cuando no quiere una respuesta que suscite una nueva pregunta.

El genio se compone del dos por ciento de talento y del noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación ¦

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Mauro Alexis
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   Gracias Félix por tu comentario y por tu reflexión también, que me ha dejado pensando. Sí, la finalidad es demostrar un poco las ideas a cerca de la vida que uno tiene. Saludos.

"Habla de tu aldea y serás universal."

 

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Léolo
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Genial, Mauro, de verdad.

Escribes fábulas como se escribían antes, con humanidad y humildad, pero sabiendo bien lo que quieres contar, con mano firme, que se dice. Además, me siento totalmente identificado con el mensaje de tu relato, y creo que es dolorosamente acertado, cruel pero real.

La imagen de las manos tintadas entrando en la masa del bizcocho es sencillamente evocadora.

Te felicito, es un relato que deja poso.

Un saludo!

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Mauro Alexis
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   Muchas gracias, Léolo, por tu comentario. ¡Qué mejor que la camaradería para tiempos en que uno siente que la artisticidad se le diluye en el cerebro! Sí, la verdad es que siento que no me sale ni una puta palabra en estos días, y tu comentario, tanto como el de Patapalo, Félix y Asha al releerlos, me ha incentivado. Reitero, muchas gracias a todos. Nos vemos en la votaciones.   

"Habla de tu aldea y serás universal."

 

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Raelana
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Me gusta mucho como está escrito, al principio me molestaba bastante el intrusismo del narrador en la historia, que llega a cobrar más protagonismo que los propios personajes, pero conforme avanza la historia me parece que es el gran acierto, esa forma de mirarlos por encima del hombro, no hablando bien de ninguno de ellos los humaniza mucho, se ven reales.

Y el cierre de la moraleja final te ha quedado muy bien, tanto por la moraleja como por el beso robado de Salvatore. Una bonita historia.

Mi blog: http://escritoenagua.blogspot.com/

Perséfone, novela online por entregas: http://universoca

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Nachob
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Buen relato, y, tal como señala Raelana, un elemento peligroso porque puede llegar a distorsionar es usado con habilidad y consigue el propósito de hacernos la historia amena y cercana.

Por otro lado, aunque comparto la moraleja, no me ha acabado de convencer el modo que se llega a ella. Demasiado circunloquio cuando el elemento fundamental es el rechazo de los hijos que queda demasiado vago y difuso, sin la contundencia y coherencia que debería.

Aún así, enhorabuena.

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Imaka
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Me gusta como cuentas cuentos.

Sigue así.

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Mauro Alexis
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Puntos: 2085

   Muchas gracias Nachob, Raelana e Imaka, por vuestros comentarios tan alentadores. Nachob, tendré en cuenta la fuerza dramática de los sucesos que se vinculen estrechamente con las analogías de futuras parábolas, prometido; muchas gracias por el análisis y tal recomendación. Nos vemos en este espacio prontito. Saludos. 

"Habla de tu aldea y serás universal."

 

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