Marta

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Gritos, disparos, sangre.

 

Yo no los vi llegar. Estaba de espaldas a la puerta, sin poder parar de reírme con la última ocurrencia de Marta. Ahora, su cuerpo roto yace en el regazo de mi amigo, a punto de expirar. La existencia se le escapa por las heridas que perforan su pecho. Él la sostiene impotente entre sus brazos, y su rostro refleja desesperación y miedo. Miedo por perderla, por no volver a escuchar su voz, por que la luz de sus ojos no vuelva jamás a alumbrarle.

Dos lágrimas resbalan lánguidas por sus mejillas.

Nunca le había visto llorar. Ni siquiera podía imaginar que pudiera hacerlo.

Nos pareció una buena idea cenar en aquel imponente restaurante. El entusiasmo desbordante de Marta nos contagió, y otra vez nos dejamos arrastrar por su alegría. Tenía algo que contarnos, una buena noticia. Un anuncio maravilloso. Y aquel lugar tan encantador sería ideal para hacerlo y poder comenzar la previsible celebración en condiciones. “Hay que darse un caprichito de vez en cuando, cabezones” nos recriminó con un mohín coqueto.

Era tan fácil dejarse convencer. Tan tentador complacerla. Te miraba con sus inmensos ojos verdes, y estabas dispuesto a acompañarla al fin del mundo. Te hablaba con su voz de ángel, y estabas vencido.“Siempre hay que hacer algo nuevo, para que cada día sea como el primero”, repetía como si fuera una vieja canción.

Era el ser más dulce de la Creación.

Una vez dentro, cualquier cosa se había convertido en motivo de diversión, como siempre. Cualquier gesto, una excusa para nuevas bromas. Y su chispeante risa era el sonido más maravilloso del universo. Mi amigo la miraba como si no existiera nada más en el mundo, y en realidad, así era para él. Desde que la conoció hace cinco años no se había separado ni un momento de ella y de su espíritu inocente y libre. Incluso me atrevería a decir que la amaba y que era feliz haciéndolo, y hasta a mí me sorprende que esas palabras tenga algún sentido en él.

Ahora la abraza desolado, y todo carece de importancia salvo su último aliento. Sus manos trémulas recorren su pálida cara, tal vez tratando de detener el tiempo y que su vida no se extinga furtiva. Pero ni él es capaz de algo así. Sus ojos se cruzan y sé que no hay nada que pueda abarcar su dolor. No es justo. Nunca lo es. Pero, en este caso, es estremecedor. Tan... trágico.

Aparto mi vista de ellos y me incorporo. Delante de mí, cuatro corpulentos sicarios vestidos de negro y armados con fusiles automáticos están destrozando a tiros el local. Sus rostros son duros, esculpidos en piedra, plagados de cicatrices. En su boca una cínica sonrisa acompaña su legado de destrucción. Son emisarios del mal, mensajeros del sufrimiento. Y no les importa. Ahora, sin saberlo, se han convertido en heraldos del Fin.

Me descubren y sin planteárselo dos veces empiezan a descargar sus armas sobre mí. Me disparan entre divertidos y responsables. Tienen que eliminar a todos los testigos. Así se lo han ordenado. Otra cosa es que les guste además sentir el poder de arrebatar vidas. Que gocen con el ruido de las detonaciones, el olor a pólvora y la sangre salpicando las paredes. Cuando el humo desaparece y comprueban que a pesar de sus esfuerzos sigo en pie delante de ellos, indemne, impasible, tras unos segundos de duda optan por sustituir su extrañeza con una nueva andanada de disparos. Y luego otra, y otra mas, incapaces de admitir que sus balas no pueden hacerme nada. Tratan de ocultar con la acción una realidad que les supera. Inquietos, hablan entre sí en ese tosco idioma que ahora entiendo perfectamente, y la excitación empieza a dejar paso al temor. Lo inesperado causa pavor a estos seres. Lo inexplicable les aterroriza. No poder acabar conmigo con esas ridículas y primitivas armas que hasta hace unos momentos les hacían sentir crédulamente poderosos, es más de lo que sus simples mentes toleran. No comprenden. Tiemblan.

Poco a poco voy liberando mi consciencia de los límites de estos cuerpos humanos que hemos usurpado para estar junto a Marta. Abro mis mil ojos y despliego mis mil sentidos y el resto de mis sentidos que no tienen nombre en la lengua de los hombres. Recupero mi naturaleza, que ha permanecido aletargada durante este breve período de abandono y paz. Ahora conozco sus nombres, quiénes son y qué han venido a hacer. Sé quién les manda y por qué. Sé dónde viven, si tienen familia o amigos y hasta qué han desayunado esta mañana. Sé lo que piensan y lo que sienten. Y también sé quienes toleran con su conformismo y cobardía que tipejos como ellos dominen el planeta. Lo sé todo. De todo. Porque para mí todo es claro y diáfano de nuevo, como siempre lo ha sido. Leo en su interior tal fácilmente como soy capaz de penetrar en el pasado y prever el futuro. Nada se le escapa al Observador. Aunque tampoco pueda nunca interferir.

Les contemplo con algo que podría ser lo que antes llamaba tristeza mientras otra barrera más de la realidad que me rodea cae. Y al comprender lo que se ocultaba tras ella, con mi única e ínfima boca pronuncio un leve y afligido gemido, pues todavía me recuesto sobre humanas emociones, como restos de un disfraz que pierdo para volver completamente a ser lo que soy, he sido y seré por toda la eternidad. Con ese lamento caduco escapa también una exclamación que pronto carecerá de sentido para mí.

¡Noooo!

Pero ya es tarde, y de los labios de Marta surgen las palabras que sellaran el destino de toda vida conocida, mientras sujeta impotente su vientre destrozado. De entre sus dedos crispados se filtran oscuras vísceras y... algo más.

Mi bebé, mi bebé.

Locos...

Mi amigo la escucha aún sin comprender y cuando lo hace su dolor se desborda en un grito como nunca se ha oído en este mundo. Un grito que hiela el mismo tiempo, y que se extiende por el espacio anunciando que todo ha acabado. Se ha quebrado algo de lo que no hay repuesto. Aquellos energúmenos, sobrecogidos, nos miran suspicaces e inquietos. Pero ya es tarde, repito. Nunca llegarán a saber las terribles consecuencias de su infame acción. Ni aunque yo quisiera explicárselo daría tiempo ya. Percibo como a mi espalda Marta agoniza, y, con ella, la esperanza. Porque cuando ella fallezca, mi amigo ya no tendrá ningún motivo para no liberar su descomunal rabia. Sólo el desorbitado cariño que sentía hacia esa bondadosa criatura lo había contenido hasta ahora. Era la única razón que permitía que la vida perdurase en aquel minúsculo rincón del cosmos. Por eso, cuando falte, ya nada evitará que su ira, negra y roja, arrase el edificio, la ciudad, el país, el planeta. Que rebase el sistema y que la propia vía Láctea quede reducida a un recuerdo. Miles de civilizaciones y especies desaparecerán en un suspiro como si nunca hubieran existido. Porque no son nada para la cólera de un Devorador de mundos. Ni cien agujeros negros serían tan devastadores. Y yo, como siempre, seré el único espectador del inevitable Apocalipsis.

Luego, cuando todo haya acabado y sólo nos rodee vacío, trataré de consolar lo inconsolable. Trataré de reconfortar a mi compañero, y continuaré escoltándole en su perpetuo vagar por el infinito. Quizás esta vez no tardemos un millón de años en encontrar otro ser tan excepcional y único como Marta. Alguien con sentimientos tan puros y hermosos como para cautivarle. Un cálido rayo de luz en la fría eternidad. Algo pequeño y delicado, casi insignificante, pero capaz de iluminar con su ternura el alma infinita de un inmortal.

Lástima que sus congéneres hayan resultado ser tan violentos.

Mi amigo ha dejado de llorar. Marta ha muerto.

Aquel sueño que una vez fue la Tierra, también.

 

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Léolo
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Poblador desde: 09/05/2009
Puntos: 2054

De una migaja haces un mundo, y es devastador y cruel, pero sobre todo emotivo.

Muy buen relato.

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Victor Mancha
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Poblador desde: 26/01/2009
Puntos: 1798

Unas imágenes muy poderosas y un final desolador y rotundo, de los que a mi me gustan. Buen trabajo.

Una duda que me surge: ¿Marta es una víctima colateral o era el objetivo de los asesinos?

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