Con esas cosas no se juega

Imagen de palabras

Relato publicado originalmente en el primer número de La biblioteca Fosca, dedicado al Kraken y otras criaturas marinas. Y basado en la desaparición de “El Atlante”.

 

15 de Enero de 1880

 

 

Como era de esperar, todo estuvo listo y en perfecto estado de revista a finales de diciembre; pero aun así la salida se postergó a causa del clima. No fue hasta dos semanas más tarde, y en vista de que el temporal no amainaba, que la fragata británica “El Atlanta” zarpó rumbo a Inglaterra. Bajo ningún pretexto se podía demorar más el retorno.

 

En cualquier caso, y pese a que el tiempo no resultaba propicio para una travesía tan larga, no existía el menor peligro al tratarse de una embarcación de este calado y tan reciente manufactura. A lo sumo se podía esperar que las inclemencias retrasaran en unos días la llegada, o hicieran el viaje menos agradable; empero las circunstancias especiales impuestas era un barco de la armada, y tales condicionantes carecían de trascendencia.

 

Era la tarde del quinto día. Una tarde que tocaba a su fin, y en la que el frío empezaba a arreciar. Un sol vigoroso que durante toda esa jornada estuvo campeando por derramar su luz más allá del rebaño de nubes que se ensombrecían al alejarse o se hacían jirones arrastradas por el viento, se despedía sin perder su fulgor. Y a medida que se sumergía en la inmensidad ofrecida por el oceánico horizonte, dejaba sobre él su anaranjado halo.

 

Al llegar estas horas el trajín en cubierta venía a ser inexistente, puesto que un nutrido número de cadetes bajaba al comedor; algunos para seguir allí con la labor, y otros que tras terminar sus quehaceres arriba, esperaban el turno de la cena. En un barco militar donde viajaban doscientas noventa personas no podía ser de otra manera.

 

Momentos más tarde, salvo por los puestos en los que era estrictamente necesario dejar a alguien, la cubierta hubiera quedado vacía de no ser por una parte del reducido elenco de personalidades civiles que, a última hora y acreditados por un salvoconducto del gobernador ingles en Islas Bermudas, pasaron a formar parte del pasaje.

 

En una parte habilitada expresamente para ellos, más para que no incomodaran en las tareas de a bordo que por deferencia, la señora Kimbal y la anciana señora Sandler se entregaban por inercia a cumplir con su cotidiano ritual, ajenas tanto a los que estaban a su cargo como al resto de lo que era externo a su pequeño mundo particular. Ritual conocido, y que se ha practicado en todos los lugares y épocas sin que la raza fuera un condicionante. De esta forma, se cumplía a la perfección lo que era propio que ocurriera al encontrarse dos mujeres ociosas de escasa inteligencia, que además de coincidir en banalidad y absurdez, no conocían otra forma de afrontar el tedio que hablando.

 

El valiente pirata navega en su barco.

El valiente pirata buscaba un tesoro.

El valiente pirata de pata de palo.

El valiente pirata de parche en el ojo.

 

Inducido por la inquietud propia de los pocos años, y cansado de mantenerse junto a las faldas de una madre que no le prestaba atención y se mantenía ajena a sus requerimientos, el pequeño Albert tomó a Pupo y se alejó cantando. Pupo era su nuevo juguete, un títere sin hilos que su padre le trajo a la vuelta de una escapada de negocios a México. Un “fantoche”, como allí los llamaban, que representaba la figura de un pirata, al que decidió darle ese nombre basándose en la historia de uno francés que así se apellidaba y que su padre tuvo a bien contarle unos días antes; uno de esos tan escasos en los que no estaba enfrascado en traducciones y montañas de papeles, y recordaba que tenía una familia.

 

El valiente pirata navega en su barco.

El valiente pirata buscaba un tesoro.

El valiente pirata de pata de palo.

El valiente pirata de parche en el ojo.

 

Inmerso en un utópico mundo de fantasías y canciones, el pequeño Albert deambulaba por la cubierta de aquel barco de guerra sin contar con la supervisión de un adulto. Una y otra vez repetía aquella estrofa, la única que había conseguido aprender de la canción; y que en ocasiones la interrumpía para interpretar un improvisado teatrillo en el que él, a las órdenes de Pupo, buscaba ese tesoro escondido. A falta de niños que se prestasen a jugar, solo mantenía las conversaciones, alternado la voz cuando tenía que meterse en el papel del valiente pirata, al tiempo que trataba de emular ese deje afrancesado que su padre utilizó para contarle la historia.

 

El valiente pirata navega en su barco.

El valiente pirata buscaba un tesoro.

El valiente pirata de pata de palo.

El valiente pirata de parche en el ojo.

 

Caminó de un lado a otro durante largo rato, con la cabeza gacha y sin destino cierto, sin prestar atención a los posibles peligros que pudiera haber en su entorno. Sin saber que, escondido en la popa, alguien le esperaba, alguien que, con una perturbadora sonrisa, se mostraba entusiasmado al comprobar que todo salía como él imaginaba. Junto a esta agazapada figura algo se agitaba con viveza dentro de una funda de tela, algo a lo que, para que se aquietara, dio un golpe seco con la mano que sostenía el cuchillo.

 

El valiente pirata navega en su barco.

El valiente pirata buscaba un tesoro.

El valiente pirata de pata de palo.

El valiente pirata de parche en el ojo.

 

Fue en el instante en que apenas unos pasos los separaban, cuando el asaltante tomó la funda de tela y un papel que había junto a ella y se arrojó con determinación sobre el pequeño Albert, que alzando la vista no pudo más que sentir miedo, ya no tanto por la sorpresa o el cuchillo, como por quien era su portador.

 

―¡Camina pirata!, y en silencio ―lo exhortó su atacante con la fría hoja del cuchillo impuesta sobre su garganta; y así lo hizo. Caminaron escasamente unos metros, para detenerse tras cajas y lonas donde se guardaban útiles de labor. Lugar previamente acondicionado para su plan.

 

Una vez allí, soltó, adrede y con malicia, la funda de tela con aquello que en su interior se revolvía, y que tras el golpe, si cabe, demostró aún más agitación; y acto seguido pisó con determinación uno de los extremos para afianzarla bajo su pie. El papel que en su mano sostenía pasó a la otra, y al quedar esta libre arrancó al pequeño Albert de las suyas el títere al que por instinto se aferraba con ambas manos, y que fue a parar con igual violencia a lo alto de una caja cercana. Del bolsillo trasero del pantalón el asaltante extrajo un abrecartas con forma de espada, supuesta replica exacta de la “Tizona” que en su día portara “El Cid”, y la clavó con vehemencia en el pecho de Pupo. Al ver esto el pequeño Albert lloró, como si en verdad aquel juguete tuviera una vida y acabara de ser arrebatada. Durante esta sucesión de pasos se mantuvo el silencio y el cuchillo en su garganta, al tiempo que la sonrisa de aquel espíritu se intensificaba cada vez que quedaba de manifiesto el dolor, la humillación y la impotencia, de aquella escogida víctima.

 

―Ahora estás solo. Tu amigo está muerto. ¿Qué vas ha hacer ahora, pirata? ―preguntó el asaltante mientras se deleitaba al deslizar el cuchillo por el cuello, por el rostro, y terminar dejándolo suspendido cerca de uno de sus ojos.

 

―¿No respondes, valiente? ―añadio apremiante.

 

―Dejame, Arthur, por favor ―se limitó a suplicar con voz trémula y apocada.

 

―¿Arthur?, yo no me llamo Arthur. Arthur ha dejado de existir. Yo soy Alhum. Soy el enviado de Shayrlur para abrir la puerta―. Tales palabras sembraron consternación y desconcierto, y el que supuestamente dejó de ser Arthur, adquirió, sin perder la sonrisa, cierto grado de circunspección.

 

―Tenemos que empezar antes de que sea de noche, ¡levanta esa tela! ―le ordenó con el cuchillo ya alejado de su rostro. Y eso hizo, para dejar al descubierto unos extraños dibujos pintados en el suelo.

 

―¡Ponte de rodillas dentro del circulo!

 

―¿Por qué, Arthur? ―preguntó con temor, llorando a lágrima viva.

 

―Te he dicho que Arthur está muerto, igual que Pupo, yo los maté a los dos ―confesó con seriedad, clavándole con maliciosa supremacía el intenso verdor de su mirada.―¡De rodillas!― volvió a ordenar al tiempo que mordiéndose el labio de rabia hacía ademán de apuñalarlo.

 

Tras tan categórica amenaza, el pequeño Albert se arrodilló en el círculo con la cabeza gacha, y así, mostrando una infinita sumisión, permaneció hasta que no buscando más que su interés el asaltante le golpeó en la cabeza.

 

―¡Sostén esto! ―impuso su agresor, tendiéndole la hoja de papel. Y así lo hizo.

 

―Ahora no hagas ruido y sostenlo bien. Como algo salga mal por tu culpa, te mataré a ti también ―dicho esto, pegó una patada, a modo de comprobación, a la funda de tela que había dejado de moverse desde hace un rato. Y al ver que su prisionero se revolvía, asintió en señal de conformidad.

 

Despacito, con voz grave, y otorgando al momento acusados tintes de teatralidad, comenzó el ritual.

 

¡Oh, Shayrlur, señor de las profundidades abisales escucha mi llamada!

¡Por la marca de Ahyair!

¡Oh, Shayrlur, soy Alhum, tu siervo! El que pretende traerte un glorioso despertar.

¡Por la marca de Nirdalf!

Despierta, ¡te lo imploro!, de ese sueño ancestral para recibir mi ofrenda.

¡Por la marca de Kehok!

Despierta, ¡y que la mar se embravezca!

¡Muestra tu poder Shayrlur!

y que esta vida que te ofrezco, no sea más que la primera de un festín de almas.

 

Mientras el ritual de llamada era pronunciado, el cuchillo cortaba con vehemencia el aire sobre la cabeza del pequeño Albert, dibujando formas cada vez que aludía a una nueva marca.

 

Llegado a este punto se agachó, y tras tantear, tomó a la anónima criatura confinada en la funda por la cabeza y la levantó del suelo. El cuerpo de ésta continuó agitándose. Acto seguido, hizo una incisión en la funda con la punta del cuchillo e introdujo su hoja, al tiempo que las palabras volvían a ser pronunciadas.

 

¡Oh, Shayrlur, señor de las profundidades abisales!

He aquí la sangre que sobre las marcas ha de ser vertida

para que se abra la puerta, y tomes conciencia de mi ruego.

 

Cuando dichas palabras fueron pronunciadas, sesgó con enérgica resolución la garganta del ser confinado; y su sangre brotó sin mesura empapando la funda, que hubo de ser sostenida sobre cada una de las marcas para que el hilo de sangre que de esta brotaba las ungiera. Con esto último el ritual de aquel improvisado invocador debería darse por concluido, pero el creyó que aún no era suficiente, y llevado por el deleite que la situación proporcionaba, puso la funda sobre el pequeño Albert, para que la cálida sangre del cadáver se derramara sobre él. Pese a mantener la sumisión, el pequeño Albert acogió la sangre con un acusado escalofrió, intensificándose el temblor que había nacido en el momento que lo vio surgir tras aquellas cajas. Y fue justo después de ser ungido con ella, que esta, y la que se derramó sobre las marcas, se mezcló con el igualmente cálido orín que empapaba el pantalón del niño. Al ver aquello, el placer del agresor alcanzó unas cotas hasta entonces desconocidas, y en mitad de dicho deleite, vino a su cabeza la que a su criterio sería la mejor manera de poner un broche a esta situación. De esta forma, y manteniéndose tan ajeno a las consecuencias que acarrearían sus actos como desde el principio, decidió ponerla en práctica.

 

Confinado aún en su mortaja carmesí el cadáver fue arrojado por la borda, y al quedar la mano liberada de su carga, tomó al pequeño Albert de los rubios cabellos que de rojo se teñían, y con voz serena y el cuchillo impuesto sobre su cabeza se dirigió a él.

 

―Ahora voy a matarte Albert, te va a doler muchísimo.

 

Al oír la sentencia, emergió de la garganta del pequeño un grito desnaturalizado, y sin más amparo que el temor, luchó todo cuanto sus exiguas fuerzas le permitían por librarse de la presa. Algo que no fue difícil, porque retenerlo no era la intención de su agresor. Tras librarse, se puso en pie y corrió en busca de la protección de sus padres. De esa madre que seguía donde la dejó, hablando con la anciana señora Sandler, y a la que gritó al verla, pero sus gritos no fueron atendidos. Al llegar a hasta ella se arrojó en su regazo, ensangrentado, tembloroso y llorando a lágrima viva. Y lejos de poder asimilarlo, la señora Kimbal se desmayó.

 

Algún tiempo después, cuando la señora volvió en sí, examinaron al niño para comprobar que la sangre no era suya, y consiguieron hacerle hablar, buscaron al causante, al tiempo que fueron a reconocer el lugar para disipar la que por entonces estaba llamada a ser la mayor de las inquietudes: saber de quién era la sangre.

 

Cuando llegaron al lugar donde todo aconteció esa parte de la cubierta estaba húmeda y las marcas se había borrado, pero no los restos de sangre que empaparon la madera.

 

No fue fácil encontrar al causante, pero al final apareció agazapado en el interior de una de las barcas de salvamento cubierto con una lona. Se le llevó al puente de mando, ante la señora Kimbal y el capitán de la fragata.

 

Apenas los vio entrar, la señora, Kimbal, se abalanzó sobre él, y aferrándolo de los hombros le gritó fuera de sí: ―¡Arthur Kimbal III, eres un demonio!, ¡un demonio!, ¿me oyes? ¿Por qué haces estas cosas?, ¿Quieres matar a tu madre de un disgusto verdad? ¿VERDAD?

 

Las reprimendas continuaron hasta que el capitán medió para calmar los ánimos, y poder tratar el delicado asunto de la sangre. Mientras la madre permanecía aparte llorando desconsoladamente y lanzando lamentos y quejas que no hacían más que interrumpir, el capitán interrogó al muchacho. Al que escasos instantes después devolvió a su madre, y cuya confesión le sorprendió, al tiempo que hubo de concederle cierto alivio cuando supo de quién era la sangre.

 

Aclarado ese punto, todo lo demás pasaba a ser un conflicto meramente familiar, y una vez estuvieron fuera del puente de mando, la madre prosiguió con la reprimenda hasta dictar sentencia.

―¿Cuántas veces te hemos dicho que te portes bien? ¿Cuántas, que con los papeles de papá no se juega? Que sepas que vas a estar castigado el resto del viaje, y en cuanto tu padre termine de trabajar se lo voy a contar todo.

 

Lo que la madre no sabía, y el padre averiguó de las explicaciones, es que aquellos papeles no eran como el resto, que el texto que copió para efectuar el ritual estaba sacado íntegramente de un libro arcano que bajo llave él tenía escondido. Libro que el joven Arthur vería ocultar junto con la llave, que se dedicó a curiosear y terminó copiando en ausencia del padre para gastar una macabra broma a su hermano. Una broma que, por otro lado y conociendo la naturaleza de los textos, no atribuía a su hijo. Mientras encajaba cada una de las piezas que pudo ir extrayendo de aquella extensa charla preñada de banalidades, tomaba consciencia de la gravedad del asunto. Y de este modo continuó, hasta que supo con exactitud qué pasaje fue copiado. Al tomar pleno conocimiento de este suceso las barreras de la razón se rompieron. Su voluntad se quebró, y una mueca demencial se dibujó en su rostro. Y hablando para sí, como si le fuera concedida una revelación, salieron de sus labios las últimas palabras.

 

―Nos ha matado a todos ―se limitó a decir antes de que brotara de él la risa, una risa convulsa y espasmódica, una risa insana, que lo poseyó hasta tornarse algo agónico, una risa, que representaba la inexorable pérdida de su cordura.

 

Continuó riéndose sin pausa, preso de aquella risa que su asustada mujer trató de atajar. Para sacarlo de aquel estado, le gritó, lo zarandeó, e incluso lo abofeteó en varias ocasiones, pero nada lo desligaba de aquella maldita risa. Con el pasar de los minutos empezó a enrojecer, se asfixiaba, sus ojos se llenaron de lágrimas, y alterándose con la risa y la tos, se revelaron las claras muestras de un acusado dolor interno, cuya ubicación se hacía visible al posar ambas manos con desesperación sobre la zona afectada. El tormento se prolongó durante veinticinco minutos, instante en el que murió a consecuencia de un ataque cardíaco.

 

A la mañana siguiente, la viuda del señor Kimbal seguía llorando su pena, y su hijo, Arthur III, trataba de consolarla como buenamente podía. Aparte, sentado en el suelo con Pupo en las manos, estaba el pequeño Albert, escrutando la hendidura que el abrecartas dejó en el pecho del pirata, al tiempo que lanzaba fugaces miradas al cuerpo sin vida de su padre. Ambos están muertos, pensaba.

 

En una habitación próxima, la doncella de la señora Kimball buscaba una funda de almohada que no encontraría. En otro lugar del barco, deambulando sin descanso, la anciana señora Sandler busca desesperadamente a Cloe, su gata Maine Coon, compañera inseparable durante estos últimos años, sin que nadie se atreviera a decirle lo que había sido de ella. Y en lo más alto, en el puente de mando, el capitán repasaba contrariado las cartas de navegación, comprobando una y otra vez las coordenadas con cuantos instrumentos de medición tenía en su haber, para que su desconcierto se viera acrecentado tras cada prueba. Había hecho esta ruta centenares de veces; y hasta hoy, no se había topado con aquella pequeña isla de unos dos kilómetros y medio de longitud rodeada de pequeños islotes flotantes.

 

Un agradable olor inundaba el ambiente de aquella soleada mañana de enero, que estuvo llamada a ser la última para las doscientas noventa almas que iban a bordo de “El Atlanta”.

 

Ángel Vela “palabras”

 

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_Pilpintu_
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Debo admitir que los primeros dos párrafos... se me hicieron flojos, quizás porque no soy de mucha descripción y me cuesta imaginar tanto con tan poco. Sin embargo tu texto no hizo más que mejorar y mejorar, hasta un terrible y meritorio final.

Buen trabajo Palabras!! 

...(...) "y porque era el alma mía, alma de las mariposas" R.D.

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