Veraspada I

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Primera entrega de esta novela de fantasía

 

Veraspada era una ciudad horrible, dura, violenta y sucia. En su puerto desaparecían más personas cada noche que en todas las otras ciudades de la Costa de los Viejos Tronos juntas. Abundaban las plazas donde se ahorcaban diez inocentes por cada culpable, los mercados de esclavos y unos inmensos talleres donde se respiraba humo y fuego.

Los llamaban fábricas.

La corte de la reina Meral no estaba compuesta por aduladores y charlatanes, sino por mercenarios, asesinos, saqueadores de tumbas, violadores y monstruos con piel humana. Eran ellos los que dictaban las parodias de leyes que gobernaban Veraspada.

Para alguien como Helar, sin más oficio que el que le daba su espada y sus pocos problemas para matar a desconocidos por unas cuantas monedas, era el mejor lugar de todo el sur del continente para trabajar; un infierno sin duda, pero no se moría de hambre. Llevaba apenas dos meses viviendo en una posada, donde aparte de aceptar trabajos solía mantener un poco el orden junto a otras dos espadas de alquiler, y ya había ganado y malgastado más dinero del que había visto en todos sus años en los valles.

No le gustaba la ciudad pero disfrutaba de los placeres que en ella podía comprar: ropa cara, carne (¡carne, nada de pan día sí, día también!), alcohol, espectáculos, y de vez en cuando alguna meretriz. Sólo había que tener cuidado, no acercase a los muelles ni a la guardia, pagar todo al momento y no dejar deudas…aquello lo sabía bien, le habían contratado cuatro veces para cobrar alguna.

Y por supuesto era bueno y saludable pensárselo dos veces o tres a la hora de meter la espada sobre todo donde o a quién.

Aquella noche tenía trabajo: clavarle unas cuantas veces una daga en la panza a un comerciante llamado Tenza Mardu y desaparecer dejando el arma bien anclada. La víctima gustaba de ir acompañada por cuatro guardaespaldas, kuun nada menos, de modo que le apoyaban otros cinco cortagargantas.

Conocía de vista a uno, al que su amorosa madre llamó, y no era broma, Hocico. Era un tipejo de enorme napia y malos modos al que había visto despachar sin mucha dificultad a cinco reclutadores del puerto. Tras matarlos les había dejado en cueros y se había llevado consigo todas sus pertenencias y orejas izquierdas. Peleaba como un demonio y tenía la compasión de un noble.

Los otros cuatro no le sonaban, pero a juzgar por su aspecto era mejor no tratar demasiado con ellos. Escondidos en las terrazas de una callejuela del barrio de los templos, que se desmoronaban por la falta de cuidados, esperaban con las armas prestas que la presa saliese de un burdel de su propiedad. El desconocido que tenía más cerca llevaba una daga de aspecto extraño: la hoja tenía forma de rombo y parecía estar hecha de obsidiana, y no dejaba de jadear; aquello le perturbó casi tanto como su albinismo.

En la de enfrente un hombre y una mujer de tez negra observaban el silencio la calle con sus lanzas en la mano, sus fibrosos cuerpos estaban recubiertos de extraños símbolos hechos con pintura blanca.

De pronto dos kuun salieron a la calle.

A lo largo de los últimos meses Helar había visto algunos de aquellos colosos de piel caoba y ojos azul cristal. Conocía sus extrañas formas y portentosa fuerza, así como la brutalidad con la que la empleaban. No se consideraban humanos, desde luego no lo parecían, y detestaban vivir entre ellos. ¿Por qué lo hacían? Era un misterio.

Pero viendo aquellos ejemplares particularmente grandes, que sobrepasaban por mucho los dos metros de alto, y sabiendo que había otros dos dentro, empezaba a dudar que los seis pudiesen con ellos. Además, llevaban armaduras de escamas y pesadas espadas de mano y media. Mardu se había encargado de pertrechar bien a sus custodios.

No había nada que hacer aparte de luchar. Era jugársela con ellos o con su cliente, y cualquiera de las dos opciones era un mal asunto. Huir no era una opción.

Tragó saliva, se cagó en su madre y esperó.

Llevaba contados quince latidos de corazón, que le palpitaba en el pecho con tal fuerza que dolía, cuando apareció el dichoso comerciante. Nunca había visto una persona tan gorda: sus brazos parecían enanos comparados con su cuerpo, vestía una túnica azul que más bien parecía una vela de barco y se protegía del frío con la piel de media docena de lobos. Le siguieron los colosos que faltaban; eran igual de amenazadores que sus compañeros.

El hombre de la extraña daga saltó sobre uno de los kuun y le clavó el arma en la garganta. Le siguieron los demás. Helar fue el último en entrar en escena. Cuando tocó tierra aplastó un excremento; una vez le dijeron que aquello daba suerte, pero a él le pareció un mal presagio.

Quedaban tres kuun y cinco asaltantes. Uno de los guardaespaldas había descargado un fatal golpe de espada sobre la cabeza del hombre de piel negra; su compañera gritó con odio y redobló su ataque. Su lanza chocaba una y otra vez con la armadura; con aquel enorme bastardo moviendo su espada sin cesar lo tenía difícil para atacar donde quería, pero lo estaba distrayendo y Helar lo aprovechó golpeando el cuello de la criatura con toda la fuerza que tenía. Cuando cayó inerte al suelo pensó que quizás sí fuese cierto que pisar mierda daba buena suerte.

Dos kuun y cuatro asaltantes: los restos del segundo en morir apestaban todo el lugar; un certero golpe le había partido en dos dejando a la vista y olfato de todos el contenido de sus intestinos. Hocico y el albino esquivaban los golpes con soltura pero no conseguían acercase lo suficiente. El guardaespaldas restante protegía a Mardu de los ataques de la mujer. El gordo estaba pegado contra la pared y observaba la escena daga en mano. Dudaba que pudiese hacer algo con ella con sus brazos de bebe.

El albino cayó al suelo inconsciente tras recibir un golpe de la empuñadura en la cara; el kuun tenía ya la oportunidad de dedicarse enteramente a Hocico. La cosa se complicaba de pronto, y no pudo evitar pensar de nuevo en la mierda que tenía en la suela de la bota. Y en su madre.

Agarrando la espada con ambas manos, Helar comenzó a hostigar al adversario de la lancera con la idea de darle margen a esta para que matase a comerciante y la leve esperanza de un futuro agradecimiento. Tras esquivar un ataque descendente, al kuun se le clavó la espada en el suelo de barro de la calle, y el joven aprovechó la situación cercenándole la mano.

El aullido de dolor y rabia del ser le heló la sangre. Acallarle con una sucia decapitación, fueron necesarios dos golpes para ello, no le hizo sentirse mejor.

La pelea terminó poco después con doce puñaladas y un grito de gorrino; la mujer tenía las manos rojas de sangre. El arma estaba clavada hasta la empuñadura en el cadáver, como había especificado el cliente.

Sólo que daba una cosilla por hacer.

—Ferra, humanos… con él muerto ya no tengo razones para luchar contra vosotros. —El kuun bajó el arma. Hocico le miraba sin saber que hacer—. Dejadme ir con vida y más sabio: no es necesaria más muerte. No quiero deshonrarme como mis hermanos cayendo ante vuestra manada.

El asesino lanzó una mirada burlona.

—Claro, y mañana vendrán a por nosotros. ¿Crees que somos tontos?

—No quieres que te responda a esa pregunta, pero no tienes nada que temer. Todos los humanos me parecéis iguales: apenas distingo machos y hembras. Vaakre.

Con el cuerpo de su compañero la mujer habló revelando un acento extraño.

—Vete, ya he tenido suficientes demonios de ojos azules por hoy.

—Estoy de acuerdo.

—Poga’qa.

Entonces Hocico se giró para mirarles. Tenía las fosas nasales muy abiertas y los ojos le brillaban con desprecio. No había soltado su espada. Helar tampoco.

—Sois más idiotas de lo que pensaba. ¡Hay que matarlo!

Ya había tenido suficiente de aquello, y supuso que ella también. Impasible el kuun no les quitaba ojo.

—Pues adelante, tú mismo; yo no tengo ganas de vérmelas con él. Y lo más importante: el trabajo está hecho. Si tantas ganas tienes de demostrar que aún vales para matar, tú mismo.

—¡Anormal! —Se giró para enfrentarse con el superviviente…que le esperaba con su espada lista. Aquello no duró más de dos latidos.

—Ferra, humanos, habéis demostrado tener algo de sentido común. —Les miraba con aquel rostro extraño, y al hablar dejaba entrever una dentadura que ni de lejos era humana—. Aprended y vivid, igual el tujaka nos vuelve a reunir.

Dicho esto se fue sin más, dejándolos solos con unos cuantos cadáveres y un albino inconsciente. Helar se giró para hablar con la mujer, que también se iba.

—Oye, ¿qué vas a hacer ahora?

Sin dejar de andar le contestó; por su acento no sabía muy bien si sus palabras llevaban tristeza o desprecio.

—Voy a cremar a mi hermano. —Luego se perdió en la oscuridad.

Sí, estaba claro que aquella noche no habría agradecimiento. Se alzó de hombros y despertó al otro superviviente. No quería sentirse mal si mañana aparecía en la horca, de modo que le dio de patadas hasta que se quejó. Luego se marchó en pos de una jarra de vino y algo de compañía.

 

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Patapalo
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Un buen arranque. Quizás se echan en falta algunas descripciones más claras (no me ha quedado muy definido el aspecto de los kuun), pero el ritmo funciona y apunta interesante el escenario. Ahora a ver por dónde lo llevas.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Nachob
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Efectivamente es un buen arranque, narrado con ritmo y que consigue enganchar, que es de lo que se trata.

Coincido con Akhul que el tema de los Kuun no queda bien cerrado. Por un lado les das mucha trascendencia (no son humanos, su aspecto es imponente, tienen mucha fama como guerreros), pero luego los liquidas con una facilidad excesiva. ¡Pues sí que son buenos cuando cinco mercenarios a sueldo consiguen acabar con cuatro de ellos! Por otro lado no me casa que siendo tan especiales, se presten a trabajos de baja estofa si no fuera con algún motivo especial.

Pero imagino que queda mucha historia, y aqui estaremos para leerla.

 

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Capitán Canalla
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 Lo de los kuun lo explicaré bastante más tarde. Pero lo explicaré.

Que el mundo sea una selva no significa que debamos comportarnos como monos.

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