Los ojos verdes

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Un relato de Manheor

Tehlem fel houb hua sahel, bhak t'hesho... tkadar t'hesho?

Una torre de diamante alzándose hacia el cielo en medio de un oasis de palmeras azules; una media luna plateada en su cúspide luciendo, incendiada, bajo los rayos lapislázuli de un sol inmenso y desconocido; una piel de bronce, tersa y sin mácula, medio escondida entre la seda translúcida de un velo color púrpura; dos ojos verde esmeralda, profundos como el océano, clavados en mi rostro; sus labios oscuros pronunciando las palabras:

Tehlem fel houb hua sahel, bhak t'hesho... tkadar t'hesho?

Las palabras...

Fragmentos; retazos y sensaciones. Es todo lo que lograba recordar de mi sueño. Recuerdo que era Noviembre, recuerdo los detalles de mi habitación —La luz tenue y anaranjada, el salmón estucado de las paredes, las cortinas de muselina ondeando suavemente, el lino blanco de mis sábanas...— y recuerdo la ausencia de Mónica, mi ex-mujer desde hacía seis meses. Toda la culpa fue mía. Me alejé de ella. El silencio entre los dos era tan denso que lo podíamos sentir a nuestro alrededor; un muro invisible pero presente. Me obsesionaba el sueño, la repetición continua de un flujo de imágenes y sensaciones disparatadas e inconexas y me obsesionaba ella, la mujer del velo púrpura, sus ojos verde esmeralda... La deseaba. Llevábamos cinco años casados, casi diez viviendo juntos y todo se acabó por un sueño, aunque seguía despertándome por las noches palpando a ciegas el lado izquierdo de la cama, su lado. Siempre estaba frío.

Decidí volver a Cádiz y alojarme temporalmente en el Hotel Jerez. Recordaba el buen trato recibido y la comodidad del alojamiento durante mi estancia en la ciudad, dos años atrás, presentando mi primer y único libro publicado, “Después del deseo”. Pensé que volver al lugar donde se engendró mi éxito me ayudaría a retomar mi trabajo y mi pasión como escritor. Seis meses después no había escrito ni una línea y apenas sí había dormido; sólo lo que duraba el sueño, sólo hasta perder aquellos ojos verdes.

Ese día de Noviembre tomé una decisión. Me encontraba sentado de rodillas sobre la cama, desnudo y con la última reedición de mi libro sobre mi regazo. El lomo era gris, el título estaba escrito en letras blancas de tipología discreta y la fotografía borrosa de una mujer se superponía sobre unos ojos que miraban al vacío. Una banda de cartón color borgoña rezaba: X Edición. Más de 60.000 ejemplares vendidos. Levanté la vista y miré hacia la ventana. El crepúsculo teñía de un rojo intenso el fino entramado color pastel del cortinaje. Supe qué debía hacer.

Cogí mi móvil, marqué el número de mi agente y le comuniqué que partía de viaje hacia Tánger, no sabía por cuanto tiempo, en búsqueda de la inspiración que me permitiera finalizar (empezar, en realidad) mi segunda novela. No rezongó más de cuatro palabras por respuesta, pero aceptó. Le había hecho ganar una imprevista fortuna y todavía le quedaba paciencia y esperanza de que abandonara mi abulia creativa. Encendí mi ordenador portátil, abrí la ventana del explorador de Windows y tecleé sobre el cuadro de búsqueda de Google tres palabras: “Ofertas viajes Tánger”. Veinte minutos después mi billete estaba comprado. Embarcaba a las seis de la mañana en el aeropuerto de Jerez de la Frontera, seis días después. No sabía una palabra de árabe, no conocía a una sola persona en Marruecos y jamás había cruzado el estrecho. Comencé a pensar en mi maleta.

La primera sensación de Tánger que acude a mi mente, desde ese flujo inconstante que es la memoria, es la de un abrigo húmedo y caluroso. La segunda es una imagen, el cielo límpido y rutilante, de un azul tan profundo como desconocido. Mientras bajaba la escalerilla metálica de abordaje, caminaba sobre la pista de hormigón de camino al minibús y sujetaba el bastidor cercano a la puerta del vehículo para tenerme en pie, mis ojos no se apartaron ni un instante de aquel nuevo y hermoso cielo. Tras rellenar los formularios pertinentes, mostrar mi pasaporte, esperar a que la cinta neumática me devolviera mi equipaje y caminar por la zona comercial del aeropuerto, encontré al fin las puertas giratorias que me permitían abandonar las instalaciones de Ibn Batuta, sin saber aún qué esperar de mi absurdo viaje, pero con la convicción irracional, pero sentida, de que el enigma de mis sueños no se encontraba en aquello que abandonaba sino en lo que me restaba por descubrir.

Me dirigí a la amplia zona de aparcamiento situada frente a la salida del edificio y comencé a buscar un taxi libre y un conductor con quien entenderme en castellano, tratando de no perderme entre la marabunta de bocinazos, hileras de capós blancos reflejando la luz del mediodía, luces de freno, turistas apurados cargando sus maletas a punto de desfallecer y gritos apurados en una lengua que me era desconocida. Un hombre enjuto, de mediana edad vestido con una camiseta caqui arremangada hasta los hombros, pantalones de paño gris y gafas de sol de lentes oscuras y opacas hizo señas para que me acercara. Me dedicó una amplia sonrisa cuando le revelé que era español, me dio su nombre, Ibrahim, y me invitó a subir en el asiento del acompañante. Mi viaje comenzaba.

Los detalles de los quince kilómetros y apenas veinte minutos que separaban Ibn Batuta de mi destino se me aparecen ahora en destellos fugaces: mi reflejo sudoroso sobre el retrovisor, la cara amable y bronceada de Ibrahim, con sus dientes blancos asomando entre el bigotillo corto y perlado de hebras blancas; la lejanía del horizonte, sobre el que se adivinaban las amontonadas hileras de casitas blancas en vivo contraste con el azul del cielo y el amarillo de la llanura; las sombras tupidas de las palmeras que tachonaban la autopista por ambos lados... Recuerdo también, retazos de la amable y animada conversación de Ibrahim, de sus comentarios sobre la riqueza histórica y arquitectónica de la urbe, sobre su belleza de contrastes cromáticos que inspiró a maestros de la pintura como Delacroix o Matisse «Sigue allí el hotel donde Matisse pintaba, El Villa de France». La musicalidad de su acento me agradaba y su conocimiento sobre la zona me hizo sospechar de que, o bien era un erudito o bien había ejercido de guía turístico en el pasado. Me recordó el origen mitológico que se le atribuía a la fundación de la ciudad y me conminó a no perderme la visita de “la gruta de Hércules”, donde el legendario héroe griego parecía haber reposado entre alguno de sus doce trabajos. Reposo es lo que deseaba yo también.

La ciudad nos cercó antes de que me percatara del cambio. Había mercado y las calles bullían de actividad, atestada de grupos de turistas que perseguían las banderitas rojas de sus guías, de camino a los zocos. Me despedí de Ibrahim, dejándole una generosa propina que me costó que aceptara, y me dispuse a buscar alojamiento entre los numerosos hoteles que me rodeaban con sus terrazas acristaladas y luminosas. Sentí un grito a mi espalda. Ibrahim daba marcha atrás, situando su ventanilla a mi altura. Me entregó un papel en el que se encontraba garabateado un número de teléfono e insistió en que contactara con él primero en caso de que buscara desplazamiento. Luego me señaló uno de los hoteles, “Dünia”, y me recomendó que me alojara en él. «Muy buen precio y la mejor comida. Te gustará» Le sonreí, le di nuevamente las gracias y me dirigí a la entrada del establecimiento que me había recomendado.

Una hora después, ya duchado y sin ganas de comer, descorrí los postigos de la ventana y contemplé el crepúsculo sobre la ciudad. Un megáfono llamaba a la oración mientras la luz rojiza incendiaba los ventanales, fachadas y las hojas y troncos de las palmeras y el olor penetrante del azahar que adornaba las pérgolas que recorrían mi hotel, se mezclaba con aquel mosaico confuso de la urbe en el crepúsculo. Pensé en Mónica, casi la sentí a mi lado, apoyando su cabeza sobre mi hombro sin decir nada; disfrutando del silencio. Sacudí la cabeza, me desvestí, desdoblé la sábana y me cubrí hasta el pecho. Instantes después caía dormido esperando volver a encontrarme con aquellos ojos verdes.

Abrí los ojos. Estaba soñando. Pero algo había cambiado aquella noche; todos aquellos sueños recurrentes me habían llegado en imágenes y sensaciones inconexas, deslavazadas, piezas desordenadas de un puzle que me consumía pero que no alcanzaba a comprender: la espigada torre de diamante, el cielo desconocido, el oasis de palmeras azuladas y la mujer del velo purpúreo; sus ojos verdes. Jirones. Esta vez no fue así. Esta vez fue distinto.

Me levanté y contemplé la bóveda celeste luciendo sobre mí en un brillante lapislázuli. Me encontraba a orillas de una vereda arenosa que descendía, ondulante, entre los muros añil trenzados por las palmeras, hasta alcanzar un claro en la arboleda sobre el que se alzaba el obelisco de diamante, brillando como una gema recién pulida. El crepúsculo azulino moría en el oeste y las caras perfectas del monolito reflejaban sus postreros rayos en un juego de espejos y matices. Casi lloré, abrumado por su belleza. Miré por encima de mi hombro. Un muro vegetal de hojas entrelazadas, el color azul profundo de un firmamento oscurecido y la media sonrisa de una luna plateada, aguardaban a mis espaldas. Volví mis ojos hacia la torre.

Una figura humana, apenas un borrón en movimiento, emergió a través de la entrada de la torre. Apenas la distinguía en la distancia pero sabía quién era; sabía que era ella. La figura se detuvo, me hizo un gesto y desapareció, adentrándose en el interior del monolito. Corrí jadeando hacia el inmenso obelisco, bajo la sombra espesa que proyectaban las hojas alargadas de las palmeras. No soplaba viento alguno.

Alcancé exhausto y sudoroso el arco ojival y sin puerta y me detuve a escrutar el interior de la mole bajo su umbral. Una escalinata de caracol, cuyos peldaños macizos se fundían con las paredes facetadas y resplandecientes, ascendía en espiral hasta perderse en el ápice del obelisco. Los músculos de mis piernas se quejaban del sobreesfuerzo, agarrotándose entre aguijonazos de dolor que me hicieron apretar los dientes, y mis pulmones apenas sí podían coger resuello. La boca me sabía a cobre. Tragué saliva. Un rectángulo de luz pura y argéntea se recortaba al final del tramo de escalera que ascendía a mi izquierda. Extasiado, grité, invadido por el júbilo. La luz me cegó cuando alcancé el último peldaño.

Desperté.

Tardé unos instantes en comprender donde estaba. Miré el despertador que reposaba sobre la mesilla adosada al lado izquierdo de mi cama. Las tres y media de la mañana. Suspiré. Me pasé el dorso de la mano por la frente empapada y palpé mis sienes con las yemas de los dedos. Latían con violencia. Una palabra se había grabado en mis pensamientos. “Dayman”. Decidí averiguar qué significaba.

Tardé dos horas en encontrar lo que buscaba. Una página en árabe, que contenía fotos amateur de los paisajes más hermosos del país, me dio la respuesta. Un oasis, a poco menos de trescientos kilómetros de donde me encontraba; en pleno desierto. Entré en el Google Earth y descargué un mapa de la zona urbana más cercana, un pequeño pueblo llamado Gadesh afincado a orillas del desierto, a más de sesenta kilómetros del oasis. No tenía ni la más remota idea de cómo llegar allí. Y entonces recordé. Ibrahim.

Tardé varios minutos en convencerlo de que no había perdido la cabeza. La verdad es que fue bastante amable; un extranjero lo llamaba a las cinco y media de la mañana preguntándole cómo llegar a un oasis poco conocido, alejado de las rutas turísticas y, probablemente, peligroso. No me colgó. El final de nuestra conversación lo recuerdo palabra por palabra:

—Tiene que comprenderme; lo que usted me pide no es un viaje de placer.

—Lo sé. Pero el dinero no es un problema.

—No he dicho que lo fuera.

Accedió a llevarme. Como yo sospechaba, había trabajado para una agencia de viajes, aunque no como guía sino como piloto de jeep, llevando a los turistas a través de las dunas del desierto. Aún guardaba su Land-Rover en el garaje. Pasaría a recogerme en tres horas. Intenté dormir, pero al cerrar los ojos seguía viendo el resplandor que me había cegado antes de despertar. Lo seguí viendo hasta que decidí levantarme y bajar al vestíbulo para ver si podrían servirme un desayuno. Ibrahim llegó puntual.

La tormenta de arena hervía a nuestro alrededor. Un muro de arena se derramaba como una cascada amarilla sobre los cristales del todo terreno. Los limpiaparabrisas hendían cuñas curvadas en la pátina granulosa que volvían a cubrirse en un instante. Ibrahim maldecía al volante, pero apenas podía oírlo. Aún con las ventanillas cerradas y el aislamiento sonoro del Land Rover el ulular del viento martilleaba mis tímpanos. Torcí el cuello y miré a través de la luneta trasera. Nada, solo un aura tenue y rojiza se filtraba a través de la pantalla arenosa. Atardecía. Ibrahim maldijo. Me volví. Una de las varillas se había desgajado y perdido en la tempestad. Afortunadamente, era la de mi lado. Mi asiento comenzó a vibrar. Ibrahim pisaba el acelerador desesperado, inclinado hacia delante todo lo que le dejaba el recorrido del cinturón, tratando de vislumbrar por donde iba entre los fugaces destellos de claridad que le otorgaba el único limpiaparabrisas todavía útil. Escuché un petardeo, una detonación y, de pronto, mi cuerpo se inclinó hacia delante y tuve que apoyar las manos sobre la guantera para no estrellarme contra el salpicadero. Nos habíamos detenido. Ibrahim se cubría la boca, desesperado. Sus ojos lucían húmedos y brillantes. Primero sentí el aguijonazo de la culpa, yo lo había llevado hasta allí. Luego me invadió el miedo; la imagen de morir enterrados bajo la arena se dibujó, nítida, en mis pensamientos. La tormenta se detuvo. Tardamos unos instantes en gritar y reír al unísono.

Ibrahim me abrazó, alzó las manos y musitó «Rebi kbir», se desabrochó el cinturón y abrió la puerta. Poco a poco, comencé a vislumbrar el paisaje —una infinita sucesión de lomas amarillo rojizas y un cielo crepuscular límpido de nubes— mientras la mano de Ibrahim limpiaba el parabrisas. Desabroché el cinturón y me dispuse a bajar para ayudarlo. Entonces lo escuchamos y ambos miramos hacia el frente, hacia el horizonte. Un murmullo crecía en el desierto. Ibrahim entró en el coche. Yo cerré la puerta. La línea del horizonte se movía hacia nosotros en una ola de arena. Por mi mente cruzó, fugaz, la imagen de un tsunami. Ibrahim giró la llave en el contacto. El coche emitió un jadeo ahogado, petardeó y se caló. Lo volvió a intentar, dos, tres, seis veces... No arrancó. Entonces juntó las manos cerró los ojos, los abrió me miró, me agarró el hombro y me dijo «Lah ysahalek». No se cómo pero comprendí lo que me decía. Se la deseé también. Bajé la ventanilla y miré por el retrovisor, hacia el oeste. El cielo había cambiado; un color lapislázuli teñía el atardecer. Sonreí y esperé.

Todo volvió a empezar. Mi cuerpo desnudo sobre el claro, el camino bajo las palmeras azules hacia la torre, ella llamándome y yo acudiendo a su llamada, corriendo desesperado por la vereda, atravesando el arco, subiendo la escalinata y dejándome alcanzar por el resplandor. Pero esta vez no desperté. Me encontraba en el ápice del monolito, una loseta cuadrada y transparente sin barandas. Ella estaba a mi lado; su melena azabache con reflejos azules, el velo purpúreo flameando en el viento, su tez de bronce y el color esmeralda en sus ojos, brillando en un difuso resplandor a través de los pliegues violáceos. Deslizó el velo hacia su espalda y me dejó contemplar su rostro. Mis labios temblaban. Los suyos sonreían. Eran oscuros, como una noche sin luna ni estrellas. Apoyó las yemas de sus dedos en mis mejillas y clavó su mirada en la mía. Y entonces lo vi todo: vi las pirámides del antiguo Egipto alzándose sobre el desierto; vi la belleza de Nefertiti contemplando la luz de la aurora sobre su reino desde la alcoba de su palacio. Y vi mucho más allá, hacia atrás y hacia delante. Vi montañas enterradas en la nieve. Vi tormentas de rayos purpúreos taladrando un cielo perlado de constelaciones desconocidas. Vi a Mónica gimiendo y llorando entre los brazos de un desconocido y vi sus pensamientos; yo estaba en ellos. Vi el pasado y el presente y el futuro de todo lo que será, es y fue. Vi nuestro planeta como una mota azul entre los brazos espiral de nuestra Vía Láctea, nuestra madre, y la vi a ella no mayor que una estrella entre el vacío tenebroso del universo. Vi gigantes bermejas enfriarse en pequeños soles albos y vi nebulosas deshaciéndose en nubes de gas arco iris. Comprendí qué se me pedía y escuché sus palabras por última vez.

Tehlem fel houb hua sahel, bhak t'hesho... tkadar t'hesho?

Tomé mi decisión....

El clip de sonido termina y en mi mente ecos de su voz resuenan una y otra vez. Me quito los cascos y apago el mp3. Hace ya seis meses que lo entrevisté en Central Park, con motivo de su nuevo libro “El día que perdí un Aleph”. Después de contarme la historia no quiso responder a más preguntas. Intenté sonsacarle algo más ¿Por qué había dicho que no, por qué se había negado? La única respuesta fue una sonrisa. Desde entonces he tenido su sueño, todas las noches; lo he dejado todo. Me asomo al ventanuco. Un océano de nubes blancas y esponjosas apenas me deja ver retazos del Atlántico, bañado en la luz dorada del amanecer. Contemplo el paisaje un instante más y me vuelvo. Ya estoy muy cerca. Reclino mi cuello sobre el acolchado de mi asiento y me dejo llevar.

Y entonces los veo.

Dos ojos verdes.

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Patapalo
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Muy sugerente la historia, fascinante. En la escena de la tormenta, como un inciso, se palpa muy bien la tensión, además. El ritmo del relato es quizás algo extraño, como ensoñador en sí mismo, pero me parece que funciona muy bien.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Maundevar
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He notado esa sensación permanente de ensoñación, que supongo era tu intención.

Lenguaje más que pulido e ideas muy sugerentes.

Me has dado ganas de irme al norte africano. Aunque de momento habrá que esperar a que pasen de protagonizar las portadas de los telediarios.

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Manheor
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Pues sí, efectivamente, lo habéis captado muy bien :).

Ensoñación era precisamente lo que buscaba.

Una historia puramente onírica y que captara la atmósfera de oriente.

Podria estar encerrado en una cascara de nuez y sentirme dueño de un espacio infinit

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L. G. Morgan
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Muy bien ambientado y muy lograda la parte de los sueños, el poder de esos ojos que te atrapan a través de los sueños. Pero, para mi gusto, deja demasiadas cosas en el aire, el final es demasiado abierto. Me hubiera gustado saber qué se les pide a esos hombres seducidos y a qué renuncian o a qué dicen que no.

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Darkus
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Parece que voy a ser yo la nota discordante, aunque realmente vengo a dar una de cal y una de arena.

El relato está pero que muy bien. Excelentemente escrito, muy bien narrado, y funciona a las mil maravillas en cuanto a mezclar suspense y ensoñación. Personalmente, el final tan abierto me parece más que genial; no es que no me guste que me expliquen ciertas cosas, pero creo que, dado el caracter onirico de la historia, le va bastante bien.

En contra, se me ha hecho muy denso, y cuando un relato se me hace denso, me suele costar terminarlo y la verdad es que me ha dado mucha pena que haya sido así, porque está todo bastante bien hilado, en todos los aspectos. Ha sido como una cena bien preparada pero que, aunque no te deja indigesto, no satisface del todo.

"Si no sangras, no hay gloria"

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Manheor
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Pues me alegra que compartas tanto la cal como la arena, Darkus :). Es la única forma de aprender y mejorar.

Y además, en mi opinión, aciertas de pleno.

Denso es xD.

Podria estar encerrado en una cascara de nuez y sentirme dueño de un espacio infinit

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