Vendiendo mal una novela

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Con este artículo se cierra esta trilogía de manías personales que comenzó con “Planteando mal una novela” y continuó con “Ejecutando mal una novela”. Intentaré no decepcionar a los que tantos ánimos me habéis dado.

En el primer artículo acerca de cómo tenerme insatisfecho como lector - consumidor de libros, “Planteando mal una novela”, abordaba los que yo considero fallos abominables a la hora de planear la escritura de una novela. Como éstos pueden quedar en la anécdota, ocultos para siempre en la intimidad del despacho del supuesto escritor, resultan totalmente disculpables excepto, eso sí, si pasan a la segunda fase.

 

¿Cuál es ésta? La de escribir la novela en cuestión. En este momento, el autor puede incurrir en nuevos errores, tal y como vimos en “Ejecutando mal una novela”, pero nuevamente la cosa puede quedar en nada, desde el punto de nuestra integridad lectora, si el autor del desmán no llega nunca a publicar la novela, si no llega a convencer a algún eslabón final de la cadena de producción literaria para que cuele su obra como un libro normal.

 

Si se llega a ese punto, el de comercializar la novela, sólo queda cruzar los dedos para que el susodicho escritor sea, al menos, coherente, y a los errores comentados en los dos artículos previos sume los que vamos a relatar a continuación.

 

¿Por qué? La respuesta es sencilla: aunque algunos libros buenos quedarán descartados por culpa de esta nueva serie de manías personales, debo reconocer que éstas resultan muy útiles cuando se usan cual faro de Alejandría en el proceloso mar librero, como aviso de escollos literarios que puedan hundir –momentáneamente- mi pasión lectora.

 

Sí, los malos libros se delatan a sí mismos con muchas maniobras, pues no pueden confiar en el boca oreja que ha servido de selección natural durante siglos. A continuación describiré algunas de ellas. Advierto, no obstante, que irán mezcladas con otras manías menos objetivas, más personales y, por lo tanto, más peregrinas.

 

Empecemos por el principio, entrar en el santuario de los libros, en el templo donde estos se adquieren: la librería.

 

Nota.- Por supuesto, están también las bibliotecas, pero contra esos reductos no tengo nada que comentar, negativo, pues bastante labor hacen. Las obviaré, por lo tanto, en este artículo.

 

Libros en formación de batalla

 

A pesar de haber escrito muchas historias de terror, jamás he podido idear un horror literario semejante a esta terrible práctica. Todos la conocéis: es ese despliegue agresivo, compacto, en los escaparates y estanterías de las librerías; es esa masa uniforme de colores dispares que crean las decenas de portadas idénticas cubriendo toda la superficie útil del expositor; es ese grito maleducado que reclama la atención del transeúnte, por las buenas o por las malas.

 

Cuando me paro frente a una librería y me encuentro uno de esos agresivos horrores estéticos compuestos por múltiples cubiertas –adornadas o no por un gran cartel- del último bestseller de turno, varias ideas, a cual más peregrina, pasan por mi cabeza.

 

¿Será que no hay otro libro lo suficientemente interesante para darle una oportunidad en el expositor? Que librería más cutre, sería la conclusión lógica. ¿Será que si no me lo plantan ante las narices jamás me interesaría por este libro? Que libro más cutre, sería la segunda conclusión lógica.

 

Sin embargo, todos sabemos que hay otra cosa detrás. Los libreros, más allá de su trato con los libros, que les permite conocer más obras que muchos lectores, tienen el instinto estético que requiere cualquier comerciante. Así pues, ¿por qué elegir semejante despliegue en sus escaparates? Todo el mundo sabe que “El código DaVinci” se encuentra en cualquier librería, así que no es para indicar que tienen un determinado producto.

 

Aquí es cuando mi calenturienta imaginación de escritor empieza a funcionar y me imagino discretos intercambios de dinero -sobornos les llaman- para comprar ese estratégico metro cuadrado que da a la calle, todo hecho, eso sí, con la elegancia que los tiempos requieren. Se llaman promociones, fidelidad, rappel, distribución preferente; se llama X, pero la conclusión es la misma: dinero de libros que no va a la calidad literaria, sino a comprar la palanca con la que meter ese libro en mi vida. Dinero pagado por el lector, pero no para obtener buena lectura.

 

Así que paso de largo, huyo de ese libro tan anunciado, y sé que compraré cualquier otro en la tienda menos ése. Y todavía me queda la satisfacción de que en España no ponen carteles en las estaciones anunciando bestsellers…

 

El interesante caso de las cubiertas

 

Evitado el primer envite traidor de los expertos de marketing, voy echando un vistazo a los libros, uno a uno, cara a cara. Soy de esos lectores extraños que se guía, en muchas ocasiones, por la impresión que le causa un libro en sí, aunque no haya oído hablar de él. Tal vez por ello presto tanta atención a las cubiertas.

 

Una buena ilustración de portada es un punto ganado a la hora de venderme un libro. Las buenas colecciones, bien pensadas y diseñadas, refuerzan este instinto básico visual creando un entorno en el que se mezcla la confianza y la fidelidad. El club Diógenes, de la editorial Valdemar, es un buen ejemplo de esto.

 

Mi tesis es que un buen libro sugerirá una buena cubierta al ilustrador, algo realmente atrayente que, en conjunción con el título, captará mi atención. Cuando lea la contracubierta la partida ya estará ganada o perdida.

 

Así que todos esos títulos que incluyen combinaciones de personaje histórico y algo cifrado –como comentaban por el foro-, aquéllos en los que el nombre del autor es más grande que el título, aquéllos en los que, ¡horror!, hay una foto del autor como ilustración de cubierta, aquéllos que mancillan el diseño de portada diciéndome cuántos millones de otros lectores compraron el libro –obviamente antes de leerlo-, aquéllos que incluyen la palabra mágica en letras de oro –bestseller, como si las ventas hicieran la calidad-, todos aquéllos que no se fían del título elegido por el autor –espero- ni de la cubierta –que en muchas ocasiones motivos no les faltan-, pueden olvidarse de mí como lector (exceptuando regalos navideños). El caso es que, creo, les importa poco mi criterio; pero bueno, ya habíamos adelantado que éste era un artículo sobre manías personales.

 

Comparaciones odiosas

 

Si todas las maniobras cutres del punto precedente ya servirían para sonrojar a cualquier amante de la literatura, hay muchas otras que nos asaltan indirectamente, cuando ni siquiera tenemos el libro delante. La peor de ellas es la comparación odiosa.

 

No sé a qué genio del marketing se le ocurriría, pero no he visto mayor tontería en mi vida. Lo que más me inquieta es que funciona, y no dejo de preguntarme por qué.

 

Cuando un editor dice que su joven escritor es el nuevo Tolkien, me surgen varias preguntas. ¿Por qué me interesaría leer a un tipo cuyo gran mérito es, aparentemente, igualar a otro escritor? ¿Por qué no leerme al original? ¿En cincuenta años es a todo lo que aspiramos, a que nos dejen estar al lado de otro escritor?

 

A mi parecer, un nuevo escritor debe ser lo suficientemente original para que se puedan plantear influencias, pero no burdas comparaciones. Si reinventar los cuentos de hadas para un público adulto fue en tiempos un hito, ahora es un clásico, nada de lo que vanagloriarse.

 

Si lo mejor que me vas a decir de tu escritor es que iguala a otro, es que tienes bien poco que decir de él, bien porque no lo conozcas, bien porque no haya nada que decir. En cualquier caso, flaco servicio le prestas al comparado.

 

Pensémoslo así: Tolkien no fue el nuevo Homero. Si lo hubiera sido ya hubiera sido sepultado por el olvido.

 

Formato del libro

 

Aquí vamos a ir como con las cebollas, empezando por las capas de fuera. ¿Por qué? Porque todo lo que voy a decir es tan subjetivo que raro será encontrar a alguien que esté de acuerdo con mis pareceres.

 

Primero, ¿para qué demonios se ponen sobrecubiertas? ¿Por qué suelen acompañar a los bestsellers, libros que, como mucho, se leen una vez? Estoy de acuerdo en proteger las ediciones de coleccionista de las obras literarias, pero estoy en contra del innecesario gasto de papel que suponen en cualquier otro caso. Fuera sobrecubiertas, y bandas de papel contándome los millones de libros ya vendidos, y los marcapáginas cutres publicitarios, y todos esos accesorios en torno al libro que sólo sirven para conseguir unos céntimos más de beneficio.

 

Y ya que estamos, ¿por qué embalan algunos libros con plástico transparente? ¿Para que no miremos dentro? ¿Para que no se pongan malos, como si fueran comida, algo caduco? Cada vez que veo esas toneladas de plástico mal invertido me irrito. Y todo por culpa, me digo, de considerar los libros adornos de salón en vez de transmisores de historias.

 

Separadas estas dos primeras capas, pasamos a las tapas: ¿duras o blandas? Ya me explayé sobre este tema en el artículo “Libros finos”, por lo que nada añadiré.

 

Así que llegamos a la vacuidad de entre páginas: cuando hojeo un libro y me encuentro con titánicos márgenes, colosales letras, enormes interlineados y un buen taco de páginas en blanco al final, me queda una gran sensación de vacío. ¿Dónde está la historia? ¿Por qué me han vendido un enorme paquete de folios a medio imprimir? ¿Merecía el Amazonas este derroche de “comodidad” para el lector?

 

Sí, cuanto más trata el editor las obras de sus autores como objetos decorativos -con un tamaño pensado para captar la mirada en la estantería, con unas tapas para apoyarlo con solemnidad en la mesilla en vez de para sujetarlo en las manos mientras se lee, con una maquetación destinada a fardar de libro gordo en el tren más que a poder transportarlo con comodidad- menos ganas tengo de comprarlo. Después de todo, a mí me interesan los libros, no los adornos. Aunque claro, hay muchos tipos de consumidores de novelas.

 

Interferencias en el boca oreja

 

Hace un tiempo se publicó en la sección un artículo titulado “La importancia de leer un buen libro”. La disquisición es francamente interesante y reposa en el oír opiniones sobre libro. Hay un tipo de opinión, no obstante, que me aleja del libro elogiado: el boca oreja sesgado.

 

No sé si habéis observado que en los últimos tiempos aparecen libros de los que mucha gente dice que ha oído hablar bien, pero de los que nadie habla bien directamente. Era de esperar que los expertos de marketing se dieran cuenta de que el mecanismo de recomendación de libros por el boca oreja es el más efectivo. Era de esperar, también, que contraatacaran por ahí. Es por ello que no me sorprende que se vaya filtrando una cantinela que deja caer que determinados libros son buenos sin que se sepa muy bien por qué ni quién los defiende. Incluso he llegado a leer sobre premios otorgados de los que nadie sabe nada, ni sobre quién los da ni por qué.

 

Ante ello siempre desconfío y, como no está bien señalar problemas sin dar soluciones, me remito al ya recomendado artículo “La importancia de leer un buen libro”: leamos reseñas independientes, que incluyan un cierto razonamiento y que sean más largas que la típica reseña comercial con comparación odiosa.

 

Parecidos irrazonables

 

Después de todo este repaso, sólo me queda la puntilla: el imitador. Hay productos editoriales que, intentando aprovechar el tirón de otros libros, se mimetizan con ellos intentando confundir al comprador despistado. Estos sucedáneos me provocan una infinita tristeza: imagino a la madre haciendo el regalo equivocado a su hijo, al autor que se ha comido su orgullo artístico para sobrevivir en el crudo mundo editorial, al ilustrador de la cubierta que se sonroja al sentir terriblemente próxima la línea del plagio…

 

Sí, si veo un libro con un niño con gafas redondas y flequillo moreno en la portada y encima no pone Harry Potter me invade una terrible melancolía. Y no pondré más ejemplos que ya me afecta el desánimo.

 

 

Creo, de hecho, que es un buen momento para cerrar la trilogía. Comentemos únicamente que el precio también puede ser un mal elemento para vender una novela, y que prefiero comprarme cuatro a cinco euros que una a veinte, sobre todo porque el aumento de precio nunca tiene que ver con la calidad de la obra escrita. Queden las virguerías de apariencia para las novelas gráficas y los libros ilustrados, que es donde se disfrutan.

 

Gracias a los que os habéis leído las tres entregas y espero que sirvan, al menos, para analizar vuestras propias manías. Éste sería un buen momento para compartirlas…

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Victor Mancha
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En mi caso, si hay algo que realmente me toca la moral es cuando aprovechan el estreno de una película basada en un libro... y le ponen de portada el poster de la película. Y lo peor es que luego te puedes dar de ostias para encontrar una versión del libro que no sea esa. Es algo que me cabrea muchísimo.

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PedroEscudero
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Pues suscribo lo dicho. Me fastidia bastante que el marketing sustituya a un buen escrito. Por desgracia creo que se da más de lo que nos creemos.

 

Por cierto, yo no cerraría la serie, y teniendo tus conocimientos escribiría un "Traduciendo mal una novela", que hay cada una por ahí...

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Victor Mancha
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Pues yo leería lo de "Traduciendo mal una novela". Así que otro voto para que lo escribas, Patapalo .

PD: Y recuerdame que nunca te pase nada mío para que lo leas, que después de leerme estos tres artículos tuyos me da miedito

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