Libros finos

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Disquisición en materia de manías sobre el tamaño de los libros.

El ser humano es maniático por naturaleza. Es algo inevitable y hasta cierto punto fascinante. A veces, estudiar las propias manías resulta de lo más esclarecedor.

 

Yo, como consumidor de libros, tengo una muy marcada con su fineza. No es una obsesión con su tacto o con la delicadeza de las palabras que contiene. Me gustan, como a casi todo el mundo, los libros con tapas duras y rugosas, y también los que contienen exabruptos y barbaridades si éstas están bien tratadas. No, mi manía con los libros finos tiene otra dimensión; de hecho, en realidad, la manía es con su dimensión.

 

No se trata de la dimensión moral de los mismos, sino de otra mucho más mundana: de su dimensión física. Obviamente estaré encantado de que me pregunten por qué me gustan los libros físicamente finos, es decir, no gruesos. Después de todo, el objeto de este artículo es reflexionar al respecto; o, al menos, de aliviar un poco una neura haciéndola pública.

 

Si lo expertos comerciales y los astutos directores de marketing tienen razón, mis consideraciones van a parecer totalmente irracionales, ajenas y fuera de lugar. Después de todo, según dicen las malas lenguas, un best-seller tiene que tener sus quinientas páginas, su grosor de triunfador. Eso, y una buena presencia cuando reposa en la mesilla, al lado de la lámpara de noche.

 

El motivo del segundo requerimiento está claro: cuando un objeto está destinado a ocupar un lugar en la casa durante un periodo de seis meses a un año –estimación hecha tras sesudos estudios-, es normal que uno se preocupe por su apariencia. La primera condición, por el contrario, me parece más insana.

 

La razón primordial es sencilla: cuando la extensión de un libro, su talla, viene determinada por el tiempo que se pretende mantener ocupado al lector, uno empieza a dudar de la calidad del contenido. Es normal, pues si se sigue esta línea de razonamiento nada impide a los expertos en marketing idear un libro que sea difícil de abrir. Y resulta extraño considerar esto como una mejora.

 

El caso es que, en realidad, a los lectores nos suele interesar lo que leemos, y cuando indefectiblemente te encuentras con páginas de relleno dentro de las quinientas preceptivas, acabas por establecer conexiones mentales. Y éstas trascienden al sentido estético.

 

Sí, no lo vamos a negar. Cuando vemos un libro desde fuera, incluso sin contar con el título, nos hacemos una idea preconcebida del mismo. Antes, cuando uno veía unas tapas duras, con su marca páginas de tela incorporado, una elegante sobrecubierta ilustrada, algo nos decía que dentro de aquel volumen se escondía una buena historia. Era la tradición la que nos susurraba.

 

Sin embargo, en estos últimos tiempos, en los que interesa más que uno compre de primeras que el quedar satisfecho, las tapas duras se terminan por relacionar con sacaperras y, lo que es la clave de mi disquisición, el grueso espesor de las quinientas páginas con relleno de paja.

 

Y como esto choca totalmente con mi concepción de la lectura, me han empujado sin remedio a ser un amante de los libros finos, físicamente.

 

¿Qué ventajas tienen éstos? Innumerables, empezando por su facilidad de transporte. Leer en el metro se ha convertido en un hábito, y un discreto libro de bolsillo evita situaciones embarazosas, como que cuando sacas el libro alguien lo tome por una Biblia y a uno mismo por un predicador ambulante.

 

Pero incluso en contraposición a una tan evidente y prosaica motivación, hay otras de orden superior. La principal, a mi parecer, es el concepto.

 

Sí, el concepto: si tienes una buena idea, ¿por qué extenderla hasta hacerla aburrida? ¿No es pretencioso creer que con una de ellas puedes llenar páginas y páginas rebosantes de interés? “El extranjero” (1942), de Albert Camus, no necesita un peso de página superior al de un ladrillo para ser una obra de arte.

 

Otra historia es que se tengan varias ideas geniales. Pero, entonces, ¿por qué no distribuirlas en varios libros? Es una reflexión dirigida, más que nada, a evitar que el lector se trague quinientas páginas antes de descubrir que, tal vez y por muy genial que fuera la agrupación de conceptos, en realidad no le interesaba el tema.

 

En cualquier caso, sí que es cierto que, en ocasiones, se busca precisamente la longitud del libro, y eso no tiene nada de censurable. Hay casos en los que el conjunto de grandes ideas, o grandes retratos, necesitan ir juntos para mantener su fuerza. Pensemos, por ejemplo, en “Guerra y paz” (1863-1869), de Nikolàievich Tolstói.

 

También los hay que, incluso careciendo de ideas especialmente relevantes, requieren su espacio para conseguir el efecto deseado. Es el género de los folletines, y hubo escritores dentro del mismo que consiguieron que sus libros fuesen obras maestras. Cabría citar “Los tres mosqueteros” (1844), de Alexandre Dumas.

 

Como se ve, no se puede generalizar: existen libros de quinientas páginas, e incluso más, cuyo relleno no es tal porque está al servicio de incrementar la fuerza de la trama. Son muestras de buen hacer, de cómo se puede entretener a largo término sin recursos poco loables o poco pensados.

 

Sin embargo, lo cierto es que esta habilidad técnica es más común en los clásicos –o en los libros que han sobrevivido el paso del tiempo hasta convertirse en tales- que en los actuales libros gruesos.

 

Así que excepciones y votos de confianza aparte, cada vez más mis atenciones en las librerías se dirigen hacia los libros finos. Parece que mi manía por los libros poco voluminosos esconde la obsesión de conocer muchas historias, y buenas, en vez de perderme en la compañía de los mismos personajes demasiado tiempo.

 

Imagino que al final es simplemente una pasión consumista, un desajuste mental que me impele a acumular libros en mi trasfondo cultural. Vaya, consumismo desaforado, aunque sea de cultura.

 

En definitiva, algo muy apropiado viendo los tiempos que corren, a pesar de las conclusiones dimensionales de los expertos en marketing de quinientas páginas.

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Julián Castro
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Y además, son bastante más caros,que eso al final también influye. ¡Al poder los libros de bolsillo!

PD: ¿De verdad te han confudido con un predicador?

"La mayor locura del hombre es pretender estar cuerdo..." www.loslibrosgrises.blogspot.com

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Patapalo
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Y con cosas peores, compañero...

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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