La conspiración del brujo

Imagen de Patapalo

Tercer y último relato de La corona de llamas y huesos

Los despojos del reino de Ariak el viejo se mecen bajo los designios del rey demonio. Su nieto, Darnak, se convierte en un peón más.

 

Harapiento y tembloroso, Darnak, heredero de Ariak el septuagésimo y esclavo del rey demonio, se arrodilló frente a la figura encapuchada. Emanaba de ella un olor a moho, a antiguo, que alguien menos endurecido hubiera encontrado insoportable. Sin embargo, Darnak había padecido en sus trece años de vida mucho más de lo que muchos llegarían a imaginar. Y por ello no temía encontrarse con el habitante del calabozo.

La orden del rey demonio había sido clara: consulta tu porvenir con la criatura que mora en el subsuelo del castillo. Y él jamás hubiera dejado de cumplir uno de sus mandatos. Lo odiaba demasiado. Nunca, se había jurado, le mostraría una flaqueza. Por ello, a pesar del esperado desenlace, no dudó un instante.

—Tiemblas —desgranó las sílabas la criatura como si fuesen hojas de un viejo códice.

—A causa del frío —replicó el niño con una nota desafiante en la voz.

—Y de la rabia —completó despacio el ser antes de girarse hacia él. Al moverse parecían gemir los muros del palacio. Las piedras parecían llorar. Su voz interrumpió aquel lamento—. ¿Sabes para qué te ha enviado el rey demonio a mi presencia?

—Para que me mates —contestó sin dudar.

La criatura alzó la mirada mostrando su rostro momificado. Sus finos labios se estiraron en una macabra sonrisa. Sus dientes eran largos y amarillos; sugerían veneno.

—Pregunta aquello que se te ha encomendado.

—¿Cuál es mi porvenir? —preguntó completando el ritual.

La criatura lanzó un siniestra carcajada, seca, desprovista de toda vida. Las paredes del calabozo resonaron con sus ecos y Darnak se sintió inmensamente triste. No tenía miedo alguno, pues una terrible desesperación lo dominaba, mucho más pesada que cualquier temor.

—Sea —replicó el ser, sombrío— pero habrás de comunicárselo a tu señor sin errar una sola palabra.

El ser se dio la vuelta despacio, inclinándose sobre una pequeña charca formada por el agua que emanaba de los muros. En el fondo de la oscura masa de agua se vislumbraban algunos huesos negros, como calcinados. El niño se acercó y se arrodilló a su lado, reverente. Sin levantar la voz le preguntó: “¿Por qué?”

—Porque, en realidad, yo soy el esclavo. Porque por mucho miedo que engendre, yo soy el que habita en el calabozo. Hace tiempo que temí este desenlace. El conocimiento me ha robado todo mi poder. —Una pausa en su discurso sumió el subterráneo en un profundo silencio. En aquella voz de ultratumba parecían percibirse el cansancio y el dolor. La desesperación aumentaba—. ¿Ves esos huesos al fondo de la charca? Son la corona de llamas y huesos. Su poder es la clarividencia. Para ellos no existe diferencia entre pasado, presente y futuro. Pero lo que para ellos es poder, es condena para quien los usa. Lo temí hace tiempo; ahora la sufro.

En la superficie de la charca se conjuraron algunas imágenes, invitadas por las palabras de la criatura. Eran reflejos de los días en los que el abuelo de Darnak se aprestaba al fin de su reinado. Eran ecos del pasado. En ellos aparecía la criatura a lomos de un caballo negro y el rey demonio acurrucado a sus pies. Estaban rodeados de un ejército de engendros. La criatura era el señor; el rey demonio, el vasallo.

—¿Ves estos sueños, estos fantasmas invocados por la corona de llamas y huesos? Mientras los contemplas otros mil aguardan. Y tras cada uno de ellos, otros mil. No hay sed suficientemente grande para beberlos todos. No hay tiempo en una vida para contemplarlos. ¿Para qué me sirve el don de la clarividencia si por él ya no pertenezco al mundo? Encontré lo que buscaba, pero no entendí lo que era.

Darnak temblaba, esta vez de miedo. La desesperación contaminaba su corazón privándole de toda energía. Sentía desfallecer su espíritu, atraído fatalmente por la charca. Hasta las lágrimas se negaban a acudir en su auxilio. Entonces la criatura habló de nuevo.

—Ahora ya has escuchado el por qué. Es tiempo de mostrarte tu porvenir. Y no olvides contárselo al rey demonio, palabra por palabra, directamente al oído.

 

En el salón del trono reposaba el rey demonio sobre un lecho de huesos. Los engendros, oscuras siluetas deformes, asemejaban modestas réplicas de su señor. Con sus ojos rojos, encendidos como tizones, vigilaban desde los rincones de la sala. Al entrar Darnak, sisearon nerviosos; no entendían que se pudieran usar a los hombres para otra cosa que no fuese alimentarse. Al alzarse la garra del rey demonio, sin embargo, todos guardaron silencio.

—Acércate, muchacho —siseó el engendro—. Cuéntame tu encuentro con el habitante del calabozo.

El niño se acercó hasta el trono y se arrodilló frente a él. Con la cabeza baja, recitó, como si de un poema se tratase, el encuentro con la criatura. Terminada la descripción del lugar y del ser, alzó la mirada y la clavó en los flamígeros ojos de su señor.

—La criatura me dijo para qué me habíais enviado a sus dominios, cuál era el desenlace que esperabais.

El rey demonio se reclinó en su lecho de huesos y prorrumpió en una estentórea carcajada. Sus siervos la corearon en registros más agudos. Entre todo aquel pandemónium, Darnak no se inmutó.

—No viste sorpresa en mi rostro por tu llegada, pues no esperaba tu muerte. La criatura nos creó, un vínculo nos une en lo más profundo de nuestras almas. Yo sé lo que ella sabe, y ella sabe lo que yo sé.

El niño se sonrió por dentro. Sin dejar que emoción alguna trasluciese a su voz, continuó:

—La criatura me dio una orden: que mi porvenir os sea revelado al oído, palabra por palabra.

—Yo soy tu señor, y provengo de la criatura. Haces bien en obedecerla.

“¿Qué temor podría albergar si ella sabe lo mismo que él y él lo mismo que ella?” pensó. Sin embargo, Darnak percibió el nerviosismo de los engendros. Nunca entendería el discurrir de la mente de su señor, pero aquello no le impedía intuirlo.

Con parsimonia, intentando cierta elegancia a pesar de estar cubierto de harapos, Darnak se acercó al rey demonio y se inclinó sobre el lado izquierdo de su cabeza deforme. Acercarse a aquella criatura era como beber oscuridad, pero hacía tiempo que aquellos miedos no tenían cabida en su alma. Había padecido demasiado dolor. Había padecido lo que no debería existir en la tierra de los hombres.

Despacio, prestando atención para no olvidar ninguna palabra, el niño fue revelando su porvenir al rey demonio. Su horrible rostro, salido de los peores temores de los hombres, se tiñó de una palidez que no debería tener cabida en su corazón, pues provenía del miedo. Arrebatado por este sentimiento, el engendro fue depositado en los brazos de la muerte.

Darnak, en pie junto al exangüe cuerpo del rey demonio, se giró hacia su séquito y sonrió con orgullo. Sabía que no tardarían en despedazarlo.

 

Junto a la charca la criatura aullaba enloquecida. Una risa macabra escapaba de sus labios inertes mientras bailaba alrededor de la corona de llamas y huesos. Sus manos crispadas arrancaban enloquecidas jirones de su propia túnica, de su propia carne momificada.

No había sangre. Había partido hacía mucho tiempo, junto con su cordura. Ahora, muerto el rey demonio, otro pedazo de su alma se había ido para siempre a las profundidades del Infierno. El dolor que sufría su espíritu estaba más allá de cualquier límite. Su alegría también.

El don de la clarividencia no era nada comparado con el poder de tejer la propia materia de la existencia, y aunque el dolor fuera inabarcable, tan grande como este era el placer de la locura. Porque al inventar la muerte del rey demonio, su propia muerte, había cambiado las imágenes de la charca.

Ya no existía el futuro ni el pasado. Ya no existía el presente. La maldición y su condena estaban rotas porque, por fin, el brujo había entendido la verdad.

Que la propia charca no era más que un espejo, y en ellos nunca caben todas las realidades.

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