Redemption

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Un relato del Lejano Oeste de Patapalo

 

En su cabeza repicaban las campanas llamando a muerto. En su cabeza, sí, porque en Redemption nadie se había llegado a tomar la molestia de construir un campanario con el que coronar su modesta iglesia. En su cabeza, porque ningún cadáver se secaba al inclemente sol del pueblo ni se perlaba de la fría caricia del rocío. Todavía.

Nathaniel Crow ignoró la llamada de su destino, ocultándola bajo aquel rostro inexpresivo que tan útil le había sido en veladas de póquer y atracos, y siguió limpiando la barra. El trapo sucio pulía la superficie, como quien desbasta su propio ataúd, buscando un brillo que no pertenece a ese momento, a ese lugar. Ajeno al bullicio de los parroquianos, más sordos que nunca entre las cuatro paredes del Crow Saloon, del salón del cuervo.

Como cada crepúsculo, fue encendiendo uno a uno los diecisiete faroles con los que alumbraba el local, musitando una plegaria con cada uno bajo la discreta celosía de su bigote de corsario, e ignorando las sempiternas protestas de los borrachos, cegados por el exceso de luz que perturbaba su pozo de perdición, prendió todavía una llama más, la de una pequeña vela resguardada entre dos botellas de whisky. Una simple pequeña vela, apenas un meñique de cera y un pábilo de cabellos de recién nacido, y era capaz de convocar lágrimas a sus cansados ojos.

Se recostó en un ángulo de la barra, lió un cigarrillo y, con esa misma llama, prendió la picadura de tabaco. Un espectro de humo bailó sobre su cabeza intentando protegerle del naufragio escondido bajo la música de la pianola y las tentadoras palabras de la bebida. Sería tan fácil dejarse llevar, pensó, dar una tregua a la memoria aun a riesgo de que los fantasmas arañaran sus huesos...

Una pequeña tregua, por qué no, suspiró entre volutas de humo. Apenas un descanso hasta que esa silueta oscura que se desliza por la calle llegue para saldar viejas cuentas, viejas deudas.

Nathaniel Crow dejó descansar la mirada en las botellas que protegían la incierta luz de la vela, y su mente voló lejos.

 

Christine tenía el color del oro, del sol, de los campos de trigo, de la felicidad radiante de una infancia desbocada por los inestables campos de la frontera. Y a los ojos de Nathaniel aquél era el tesoro más valioso del mundo. Con ella a su lado, cuando le acompañaba a buscar leña al bosque, se sentía como el Rey Arturo de las historias de su padre, como el cazador que destripa al lobo salvando por una vez las trenzas doradas de la niña. Su hacha era su Excalibur, y el miedo no tenía cabida en su pequeño mundo construido en torno a la granja. La devoción que leía en sus ojos espantaba a cualquier monstruo por terrible que fuera la advertencia encerrada en la fábula. En las noches de su duodécimo cumpleaños, Nathaniel soñaba ya con la unión entre los Carter y los Crow.

Entonces, llegó la pesadilla.

El arroyo bajaba particularmente claro aquella mañana de verano y, a pesar de los rumores de incursiones indias en Newstone, Nathaniel había ido a bañarse con su hermano mayor. Las cuchilladas del agua rompiendo el sudario estival les arrancaban risas de puro gozo, y chapoteando como dos cachorros de grizzly tardaron en percibir el humo, las detonaciones de los rifles, los gritos de batalla.

En la eternidad congelada más allá de la civilización, el instante más valioso se les había escurrido entre las manos. Y corrieron, sí, corrieron como alma que lleva el Diablo, como potros enloquecidos, como bisontes en estampida. Pero llegaron demasiado tarde.

La granja de los Carter crepitaba con mil maldiciones, pira funeraria demasiado temprana, sus muertos retorciéndose de impotente rabia. Y a lo lejos, la suya propia anunciaba en negra fumarola el final del sueño de los Crow.

Nathaniel avanzó sonámbulo, perdido en el mal sueño que llega a quienes se les quiebra la vida, y de nada valieron los gritos de su hermano.

Nat, por el amor de Dios.

Un enjambre de alaridos y cascos de caballo ahogaban su llamada.

Nat, vuelve aquí. —A la maleza, a la madriguera, al agujero.

Pero el chico había visto su tesoro, su lindo tesoro, un colgajo sanguinolento pendiendo de una lanza.

Las flechas silbaron como avispas, hendieron la carne justo a su lado. Su hermano cayó muerto. La cabaña de los Carter exhalaba humo, muerte.

Nat —borboteó con la caricia obscena de la muerte mancillando su cariño—, huye, corre.

¿A dónde?

El chiquillo se arrodilló junto a su hermano, los ojos secos, el corazón yerto, y acarició una mejilla inerte hasta dar con el astil de una flecha. Lo arrancó, y las gotas de sangre regaron como rocío nuevo la pradera.

¿Guiaba la muerte su mano cuando se puso en pie y se encaró con el guerrero indio? ¿O sólo le susurraba palabras tiernas y frías al oído? Cómo saberlo... Las pinturas de guerra, el hedor de la carne quemada revolviendo su estómago, la cabellera de oro meciéndose en el regazo del viento, la dantesca despedida de su última familia... Todo se mezclaba en la memoria de Nathaniel cuando, por fin, pudo escarbar hasta el pozo negro de su alma vertiendo luz sobre su pasado.

Cinco años pasarían hasta el aciago momento en el que pudo ver de nuevo cómo su mano hincaba la flecha, muerte por muerte, en el cuello de aquel indio. Cinco años en los que bien pudo convertirse en leyenda, o en exageración, o en quimera, la retirada del resto de la tribu honorando el valor de aquel pequeño huérfano.

Cinco años hasta que comprendió que aquella clara mañana de verano había comenzado la macabra cuenta. Cinco años fue el tiempo que tardó en digerir la detonación que torcería para siempre su destino.

 

Ahora, pensó mirando torvo hacia la clientela, ya no quedan indios a los que romper los huesos cuando, sin saberlo, se meten en la boca de lobo que es mi local. La frontera había huido de su lado como un espejismo, acompañando a todo lo que había conocido, a todo lo que su mano maldita había tocado y profanado. Ya sólo le quedaba Redemption.

Los cuatreros, forajidos, tahúres, buscavidas y asesinos con los que había compartido tantos momentos claves de su existencia habían sido ahuyentados como coyotes por el avance implacable de la civilización, esa carcoma que hacía agonizar el siglo de aventuras, de luces y sombras, que se había desbocado como un mustang en el Nuevo Mundo. ¿Realmente habían acabado con ellos? ¿Era él mismo una reliquia de la que apenas quedaba algún cartel de "Se busca" amarilleando en la habitación de alguna fulana enamoradiza?

Lentamente, como si sus huesos se hubieran acomodado al fondo de la barra como si de su propia tumba se tratase, se incorporó y tomó una de las dos botellas que flanqueaban la pequeña vela. Al tiempo que extraía el corcho con los dientes, con el gesto automático del que ha servido más copas de las que jamás hubiera soñado, sacó un vaso del aparador. A medida que el ambarino licor lo llenaba masculló entre dientes una excusa y una plegaria.

La noche caía en la calle, el sol desangrándose en las colinas circundantes, y una caterva de fantasmas había acudido a una cita largamente pospuesta. Después de todo, pensó con amargura, quizás todos esos bandidos y endemoniados no se hubieran desvanecido del todo. Tal vez no todavía.

Curiosamente, y aun con el repicar de las campanadas a la muerte en su cabeza, Nathaniel Crow se sintió menos solo. Como el día de su bautismo de fuego.

 

Ya somos seis —bramaba Henry Horse en aquel tugurio de mala muerte situado en el vestíbulo de California, esquina con el infierno— ¿para qué demonios querríamos reclutar a un niñato imberbe?

Jack Bones, el líder de la banda, apuró su whisky en un gesto deliberadamente lento. Luego, siguiendo su naturaleza teatral, se giró hacia el muchacho de apenas diecisiete años que buscaba un puesto en el grupo, o una soga al cuello... quién podía saberlo. Al final alzó los hombros como diciendo: mi compadre tiene razón, para qué demonios querríamos reclutar a un niñato como tú; vuélvete a casa, si es que la tienes, o búscate unas faldas tras las cuales esconderte.

Nathaniel no abrió la boca. No mostró siquiera su irritación.

Se encaró con Henry Horse y se echó el poncho sobre el hombro izquierdo, dejando claramente al a vista su revólver seis tiros, la culata suavizada a caricias en mil prácticas en la pradera hasta que, por fin, fue domesticada.

El viejo cuatrero hizo un aspaviento, entre una tos y una burla; tal vez el destino se le había cruzado en la garganta como un traicionero hueso de pollo: ridículo e insospechado, pero probablemente mortal.

No mato chavales, chiquillo: estás de suerte —consiguió escupirle con no poco desprecio.

Tú no, Horse: yo sí mato viejos inútiles.

Si esperaba un coro de risotadas, Nathaniel se equivocó de medio a medio: había un poso tan siniestro en su voz que el más leve repunte de humor se congeló en los pulmones de aquellos bandidos de medio pelo. Si, por el contrario, pretendía insuflar temor a su adversario... ah, entonces sí que consiguió su objetivo.

Henry Horse dudó un instante, debatiéndose entre el orgullo herido y el instinto de supervivencia, entre la acción temperamental y aquella solución a su problema que su cerebro se negaba a brindarle. Su mano dudó también volando hacia su pistola pero sin atreverse a coronar el recorrido, espantada una y otra vez, como un buitre timorato, por aquellos ojos acerados que no debieran haber adornado nunca un rostro tan joven. Al final, el viejo cuatrero se dio media vuelta y, ahogando la vergüenza en mil maldiciones, salió corriendo del saloon. Después de todo, lo suyo era robar caballos, no matar hombres.

Lo de Nathaniel Crow, por el contrario, parecía ser forjar leyendas, como el sepulturero que graba nombres y fechas en trozos de madera que el viento del desierto ha de borrar.

Al parecer, seguimos siendo seis —dijo por fin Jack Bones, obligado en su calidad de líder a romper el denso silencio.

No os arrepentiréis —respondió el muchacho—: a mí no me ha de temblar el pulso.

 

Y no lo hicieron. No al menos durante los siete años de correrías que siguieron a aquel encuentro en la frontera de California. Dios santo, pensó Nathaniel sirviéndose otro vaso de recuerdos, habían sembrado de fuego más territorio del que muchos hombres ven en toda su vida: ranchos, diligencias, minas, bancos... Nada podía resistirse al empuje salvaje de aquella cuadrilla de bandidos, ni, sobre todo, a la furia salvaje del cuervo. De fuego, sí, de fuego y cadáveres fueron sembrando aquel estado en el que hormigueaban mineros, vaqueros, colonos y shériffs al ritmo febril del oro. Pero nada conseguía saciar sus ansias.

Nathaniel alzó su vaso hacia el segundo de los faroles y musitó un nombre, el de un pueblo de precarios cimientos que quizás no existiese ya. Cómo saberlo: jamás volvían por los mismos lugares, como si las herraduras de sus caballos corrompiesen la senda creada con algún tipo de maldición india que no permitiese volver atrás. Pero ¿es que acaso hay alguien que pueda desandar lo andado? Él, desde luego, no.

Lo sabía desde hacía siete largos años, que como un espejo habían prolongado su existencia dejándole que examinara el interior de su espíritu. Siete años que sumar a otros siete. Siete años de ecos que resonaban hablando de tiroteos y juergas interminables. ¿Cómo habían sido sus palabras?

Nadie cabalga con suficiente rapidez para escapar a su destino.

¿Era eso lo que buscaba cuando, día tras día, abría su local y escrutaba en los rostros de los parroquianos? ¿A su destino?

No, a su destino lo conocía bien. Lo reconoció al instante cuando se cruzó funesto en su camino. Del mismo modo que había reconocido la sombra que avanzaba despacio en el crepúsculo aquella noche de recuerdos y remordimientos muertos, había reconocido también en esos ojos asustados el horror que quiso sepultar con plomo y maldiciones. Los símbolos, los presagios, no tenían secretos para él. La sangre agorera de los cuervos era la bandera de su estirpe.

 

Fue una mañana de tormenta, una en que el cielo amenazaba con sepultar el mundo y las nubes caracoleaban teñidas de rabia sobre sus cabezas. En la lejanía, un tren jadeaba uniendo sus miasmas al tapiz de cúmulos negros. Ellos aguardaban su llegada amparados tras los troncos de una arboleda. El expreso de Kingsfield sólo flaqueaba un momento durante su periplo, y era en aquella precisa colina. Cuando emprendiese el ascenso, su marcha se ralentizaría lo suficiente para que pudieran abordarlo al galope. Nathaniel, con ayuda del Reverendo, se encargaría de que el tren se detuviera, más adelante, para poder escapar tranquilamente con el botín. Nada de explosivos. Cargaban ya con demasiadas muertes a sus espaldas como para soliviantar además a la compañía de ferrocarriles: hubiera sido como meter un palo en un avispero.

El momento llegó. Tosiendo como un tísico, la culebra de hierro encaró la pendiente con más ánimo que acierto. Y en ese mismo instante, los seis jinetes se lanzaron tras ella. Ni disparos ni alaridos, ésa era la consigna. Un golpe certero sin los imprevistos que trae el pánico.

Sin embargo, a pesar de su discreción, alguien reparó en ellos.

Lo vieron en la estela apresurada del humo, en el rechinar del silbato al ser forzadas las calderas. Aquel monstruo de acero sacaba de lo más hondo de sus tripas metálicas la determinación de un héroe mitológico. Los cigüeñales maldijeron, los ejes temblaron, pero la máquina fue devorando las últimas yardas hacia la cumbre de la colina. Allí empezaron a torcerse las cosas.

Nathaniel se aferró a la escalerilla de uno de los vagones de mercancías. Su endiablada agilidad le dio el impulso necesario y, antes de que hubiera podido asimilarlo, coronaba ya el techo de madera. Abajo, sobre el vertiginoso mosaico de piedras, hierba y travesaños, su caballo se alejaba de vuelta a la arboleda; le acompañaba un bayo con silla de cuero repujada con cruces plateadas: el Reverendo seguía sus pasos.

Desenfundó su seis balas y echó la vista atrás sintiendo el abrazo de las bocanadas de humo: dos yeguas y un semental azabache seguían los pasos de su montura; Jack Bones, John Drake y Ray Collins lo habían conseguido. Cuchillo Tommy, por el contrario, se descolgaba irremediablemente. Jamás conseguiría alcanzar el último vagón, y en su propio modo de galopar se percibía cierto desánimo. Nathaniel escupió a un lado: aquel muchacho pecoso, la última incorporación a la banda tras la muerte de José Fierros, tenía más de vaquero que de ladrón. Confió en que, al menos, pensara en reagrupar las monturas...

En ese momento, el mundo pareció suspenderse, pender de un hilo sobre un abismo profundo. Un breve segundo de infinita paz antes de desbocarse a tumba abierta hacia el valle.

Nathaniel estuvo a punto de caer, pero su equilibrio innato le salvó el pellejo. Sin recriminarse siquiera, echó a caminar hacia la locomotora. Su rostro era abofeteado alternativamente por un huracán de negro hollín y bocanadas de aire puro y salvaje. Sintió ganas de gritar, de reír, de llorar... ¡Y explotó en mil carcajadas!

¡¡Libre!! ¡¡¡Libre!!!

Aquel viento demencial se lo llevaba todo. Nada quedaba a su paso. Sus recuerdos, su pasado, su alma, los muertos, los vivos... Todo arrastrado por una corriente vieja como el propio mundo.

Nathaniel se lanzó a una demencial carrera en su honor, un halcón de leyenda planeando sobre el entarimado de madera, taconeando con la muerte en una danza caprichosa, catárquica. Y alcanzó su destino.

A sus pies se extendía un manto de carbón, un puente hasta la máquina en la que se afanaban dos operarios. Se aprestó a saltar.

Algo detuvo su avance.

Se dio media vuelta y vio al Reverendo, su sonrisa mellada acompañando un leve movimiento de cabeza. Entonces lo vio. Parcialmente oculto en la plataforma se adivinaba el sombrero blanco de un marshall. Alguno más podía rondar por las cercanías.

Nathaniel se descolgó jugando a gato, silencioso como la muerte que nos visita de noche. Sus botas aterrizaron sesgadamente, traicionando a su dueño. Fue un instante, un guiño del destino que le arrojó contra la barandilla. Se golpeó el hombro, apareció otro marshall, un disparo detonó, jugó a la muerte con el recién llegado, otra detonación, ganó la partida, un nuevo disparo, se giró sobre sí mismo, el Reverendo reía, le voló los sesos a un maquinista, el mundo se detuvo un instante, una pala cayó aparatosamente a sus pies. Todo había terminado.

Luego, una risa nerviosa se abrió paso hasta sus pulmones al tiempo que enfundaba su arma.

Ya van trece —gritó la macabra cuenta al Reverendo, quien recargaba su pistola en el techo, mientras se encaminaba hacia la máquina.

Mal agüero —le alcanzó su respuesta, y también un leve movimiento, una advertencia; ha llegado tu día.

Nathaniel se volvió hacia su destino y el seis balas voló de nuevo a su mano. Alguien a sus espaldas. Disparó antes siquiera de entender lo que pasaba. Y aquellos ojos se clavaron para siempre en su alma.

Le había dado en las tripas. Un billete de no retorno al otro mundo. El chiquillo estaba condenado, y él también. Lo leyó en sus ojos sorprendidos, vejados. Lo leyó en aquellos ojos incrédulos que nunca conseguiría olvidar ni aunque los anegara en mares de whisky. La vida se le escurría en un lento manantial de sangre. Ningún matasanos podría remediar aquello. Aunque le sacasen la bala, aunque le cosiesen la herida. Llegaría la septicemia, la peste, la gangrena, como demonios se llamase. Lo había visto en otras ocasiones: el dolor eclipsaría todo lo demás y, tarde o temprano, se debería acatar la sentencia.

Alzó de nuevo su arma y encañonó aquella cabeza de cabellos pajizos y horror infinito. Pero los ojos siguieron clavados en él, con un reproche más allá de toda dimensión y mesura, y Nathaniel no tuvo redaños para apretar el gatillo, para sacrificarlo como a un perro rabioso o a un caballo con la pata quebrada.

No tuvo redaños.

No apretó el gatillo.

Y se dio media vuelta para emprender, sin saberlo, un nuevo sendero que, como todos, tampoco carecería de final.

 

Aquella noche se les atragantó el botín. La sombra de aquel muerto tierno perturbó su borrachera, envenenó su euforia y quebró todas las bromas y todas las canciones. Un halo sombrío se apoderó de la banda. Nadie supo cómo afrontar aquello, ni el avergonzado Cuchillo, ni el taciturno Drake, ni el desorientado Collins. Quizás esperaban a que el Cuervo diese el primer paso, a que rompiera el silencio en el que se obstinaba y pusiera rostro a lo que pesaba sobre sus cabezas. Remordimiento, crueldad, indiferencia... una palabra con la que dar forma a lo ocurrido, un término al que poder coser a balazos.

Pero Nathaniel no abrió la boca en toda la noche.

Quizás para subsanar su silencio, el Reverendo hilvanó unas cuantas palabras para ellos. No fue un discurso inspirado, ni uno de los sermones interminables que le habían valido el sobrenombre con el que lo rebautizaron años atrás. Por una vez, aquel tipo bocazas y cínico condensó toda su malentendida labia en una frase lapidaria. Nadie cabalga con suficiente rapidez para escapar a su destino. Y esa misma madrugada, después de haberse bebido dos botellas de bourbon, ató una soga a un árbol y, con la ayuda involuntaria de su caballo, se ahorcó.

Con él se iba la única persona con la que Nathaniel había llegado a establecer una cierta confianza, el único hombre a quien había respetado a parte del propio Jack Bones. Pero, a pesar de todo, tampoco dijo una sola palabra al descubrirlo balanceándose cual Judas a la luz del amanecer. Todo lo que hizo fue acercarse al bayo, que piafaba nervioso junto a su malogrado dueño, y le descerrajo un tiro en la frente. El disparo que no tuvo el valor de efectuar sobre aquel chiquillo del tren.

Nadie osó reprocharle nada a pesar de la pérdida que suponía una montura como aquella. Nadie osó, en realidad, hacer siquiera un comentario. Y Jack Bones, una vez más, se vio obligado a cortar uno de los densos silencios que aquel pistolero se empeñaba en sembrar en su banda.

Es hora de cambiar, muchachos —dijo como si el Reverendo no pendiese de un árbol a sus espaldas, como si el cadáver del bayo no se desangrase lentamente a sus pies—. Ha llegado el momento de que nos asentemos, de recapitular.

 

Asentarse, recapitular. Cambiar. Nathaniel se preguntó si aquello sería posible mientras tomaba la segunda botella que, solitaria, flanqueaba todavía la trémula luz de la vela. Él llevaba siete años, desde aquel encuentro aciago, intentando hacerlo. ¿Lo había conseguido? Sonrió con tristeza sintiendo en lo más profundo de su alma cómo ese fantasma seguía su rastro por la calle principal hasta la puerta del saloon. Ya no tardaría.

¿Tuvo un momento de presciencia tal el chiquillo del tren? ¿Supo que la muerte llamaba a su puerta cuando salió de su rincón en el peor momento? ¿Y qué demonios hacía allí? Imaginó una vez más que, como cualquier otro niño, deseaba simplemente ver la locomotora, descubrir un nuevo misterio, casarse con la chica del pelo dorado, bañarse en un arroyo en pleno verano...

Apuró el trago con el deseo de que arrancara la espina que torturaba su gaznate, pero apenas consiguió robarse unas lágrimas. No por ti, viejo, sino por ese chiquillo, se dijo entre dientes mientras se preguntaba si ninguno de los presentes se había dado cuenta o si no osaban decir nada. Luz, desde luego, no les faltaba.

Diecisiete lámparas y una vela.

Iban trece.

Ya sólo quedan cuatro, ¿verdad, viejo?

 

Llegaron a Redemption por cinco caminos distintos. También aquello era parte del plan. Asentarse, cambiar de aires. Cambiar. Hacerse los señores de un pequeño pueblo perdido no parecía un sueño irrealizable. Tenían dinero y ellos apenas riquezas. Tenían armas y ellos ni siquiera un sheriff. Tenían determinación y los habitantes de Redemption únicamente esa voluntad tozuda de los colonos, más dispuesta a encarar las adversidades que a intentar solventarlas. Sin duda, aquel iba a ser un golpe fácil, y rentable. Jack Bones había tenido una gran idea para su último trabajo. O, al menos, eso pensaba mientras avanzaba al paso por la calle principal montado en su semental negro.

Nathaniel llegó por el sur, por una cañada no muy distinta de la que le había visto crecer hacía ya media vida en la granja de sus padres. Había algo en el mismo aire que suspiraba un "bienvenido a casa". Quizás el aroma de los campos recién segados, o el punzante olor de los establos. Puede que fuera alguna flor típica de aquella región, y de aquella otra ya lejana en el tiempo. Fue, en cualquier caso, preludio de un encuentro decisivo, porque aquel mismo aire que traía ecos de su infancia mecía con cariño los rizos dorados que, en sus pesadillas, seguían pendiendo de una lanza ensangrentada.

Algo se rompió en su interior y se deslizó licuado en lágrimas entre sus dedos enguantados. Agitó sus hombros temblorosos y acarició un rincón dormido de su alma. Y cuando aquella voz se posó en sus oídos apenas pudo murmurar:

Nada, señorita; no me ocurre nada.

Luego, se irguió en funesto desafío y encaró la calle principal. Contra el sol matutino se recortaba la silueta de Jack Bones.

 

Afuera crujió la madera del entarimado y la puerta batiente se abrió dando paso a una figura trajeada en negro: corbatín con broche de plata, cinturón repujado, botas relucientes a pesar del polvo del camino, dos pistolas en sendas cartucheras flanqueando sus muslos. Un profesional. Familia.

Nathaniel apuró el trago y sacó un segundo vaso. Con lo que quedaba en la botella sirvió dos copas. Las últimas.

Ni siquiera has cambiado de nombre, Cuervo. ¿Querías que te encontrara o pensabas que no tendría arrestos?

Eres el vivo retrato de tu hermano, William.

 

No sois bienvenidos en este pueblo —gritó al estupefacto Bones, quien no pudo evitar que su semental caracoleara.

¿Estás de broma? —Su voz destemplada atrajo al resto de la banda. Como ánimas en pena asomaron sus sombras a la calle castigada por el sol. Drake, Cuchillo, Collins.

Marchaos —insistió Nathaniel sabiendo que jamás aceptarían un trato semejante.

Ruido de espuelas, una rodera solitaria, viento acariciando el polvo. Sudor y miedo. Todos los habitantes de Redemption se ocultaron en sus madrigueras, todas las cabezas de ojos inocentes cargados de reproches se sumieron en la seguridad de sus hogares. Él desenfundó.

Bones no llegó a intentarlo. Antes de que su mano buscara el poder de su rifle su cerebro tentó unas palabras con las que coronar aquel momento. Muerto, su cuerpo fue arrastrado cual Aquiles por aquel semental negro digno de la imagen que él mismo quiso forjarse.

Collins apenas llegó a acariciar la culata de su colt. Una bala rompió su corazón y todos sus sueños de camaradería, y se desplomó como un guiñapo en aquel callejón dejado de la mano de Dios.

Drake se resistió como una fiera corrupia: cuando la bala impactó en su brazo derecho, lanzó el izquierdo en busca de su arma. No retrocedió ni un paso. Orgulloso permaneció en pie, junto a los suyos, frente al traidor, mientras éste le abotonaba el alma con maldiciones de plomo. Murió con una sonrisa, la misma que traería su hermano siete años después.

Cuchillo siempre fue más vaquero que ladrón. Tiró una bala por Bones, y otra por Collins, y otra por Drake, hasta que al final llegó su turno. Tuvo tiempo suficiente para entender la diferencia entre disparar a un blanco cráneo de res y a un antiguo camarada. Le faltó veneno en la sangre con la que regó generosamente la calle principal de Redemption.

Y ni siquiera miró a los ojos a Nathaniel cuando éste guardó su seis tiros y se caló el sombrero para ocultar sus lágrimas.

 

No se casó con la señorita de cabellos trigueños, ni tocó a ninguna otra mujer, ni disfrutó del whisky inagotable que brindaba su local, ni del cargo de sheriff que le ofrecieron los lugareños. Tampoco consiguió sepultar aquella mirada cargada de reproche arrastrada por un caballo de hierro por las praderas interminables de la culpa. Todo lo que ganó fue una visita de su pasado encarnada en un fantasma pistolero con la misma sonrisa que John Drake.

Este retrato será lo último que veas, Nathaniel.

Crow apuró su vaso y lo dejó, vuelto, sobre la barra. El vengador le miró, sorprendido e irritado.

¿No me vas a pedir una tregua, unas últimas palabras? ¿No tienes ningún último deseo?

No.

Los clientes se replegaron como una marea aquejada de miedo. Empezaban a entender lo que sucedía, quién era el que llamaba a su puerta. No había temor alguno asomando al ya familiar rostro bigotudo, pero tampoco les hacía falta para paladear la tormenta que se avecinaba.

Pues yo sí —estalló William Drake al tiempo que golpeaba la barra—. ¿Por qué lo hiciste? —le espetó siseando como una víbora—. Dime por qué.

Nathaniel le sostuvo la mirada.

Vamos, Will. No nos demoremos.

La llamada de la puerta batiente marcó el fin de la escena.

 

En un extremo de la calle, Nathaniel se abrochaba con cierta extrañeza el cinturón. El brillo de su seis tiros tenía algo familiar y algo totalmente ajeno a sí mismo, y antes de levantar la mirada hacia su contrincante supo ya que no llegaría a desenfundar.

No es que se hubiera hecho viejo, o que aquel tipo fuera a ser más rápido, o que hubiera perdido la práctica, o cualquier otra excusa racional que pudiéramos interpelar. Su cuenta no llegaría a dieciocho, sin más. Sus brazos podían recordar cómo se ganaba un duelo, y su espíritu indómito estar sediento de más sangre, pero no lo haría.

Aun así, alzó la mirada para encarar a ese fantasma que había cabalgado desde tan lejos, nada menos que siete años, para correr a su encuentro. Negro sobre negro, dos colt gemelos adornando una silueta letal. La brasa del cigarro voló desde aquel rostro de sombras y se posó sobre el polvo del camino.

Polvo eres...

En las tinieblas arañadas por las ventanas y los faroles, la muerte se acomodó esperando el próximo paso.

... en polvo te convertirás.

Un movimiento fugaz, y el pistolero se giró irritado. Una piedra, luego un grito. Los revólveres gemelos salieron de sus fundas, pero Nathaniel permaneció inmóvil. Otra piedra impactó en el sombrero de profesional, una patata enmohecida en su cinturón repujado. Drake buscó un blanco, alguien a quien ajusticiar entre aquella caterva de sombras crepusculares. Pero en su silencio de máscaras mortuorias no se adivinaba movimiento, todos eran simples testigos, nadie verdugo. Y la lluvia continuaba, y arreciaba, y a las piedras se unieron más gritos, y un cuchillo, y una cuerda que se ajustó sin cariño a un cuello habituado a los corbatines. Y la marabunta se fue creciendo, y algo golpeó en su sien derribándole para siempre, fundiendo al mismo tiempo la costra de dolor que atenazaba el corazón del viejo cuervo.

El cadáver de un malogrado joven pistolero yació en el polvo.

El rocío perlaría de madrugada sus rasgos atónitos. El inclemente sol del mediodía secaría sus lágrimas de frustración. Y cuando reuniesen los diecisiete clavos de su ataúd se convertiría en una simple inscripción en una tosca cruz de madera que el viento habría de desbastar hasta el olvido más absoluto en las afueras de Redemption.

 

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Aldous Jander
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Ya decía yo que me sonaba este relato ;).

No comenté nada en Hislibris (no doy abasto para comentar y leer los relatos, de verdad que no sé como se las apañan allí), pero sí que leí el relato y lo que ocurrió y es una lástima que lo retirases, aunque te honra, porque me parecía un muy buen candidato al certamen. Bueno, ya leíste los comentarios de la gente, eso no te lo quita nadie Sonrisa.

Pero bueno, muy loable lo que hiciste. Y, si me dejas ser un poco mala persona, ¡así el resto de mortales nos quitamos competencia! IreneAngus

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Patapalo
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Aldous Jander dijo:

Pero bueno, muy loable lo que hiciste. Y, si me dejas ser un poco mala persona, ¡así el resto de mortales nos quitamos competencia! IreneAngus

Risa cachonda Lo mejor del concurso -aunque no niego que me encantaría publicar novela propia con Evohé- son los comentarios, y esos no se han perdido, así que me doy por satisfecho. Para el año que viene intentaré ser menos chapuzas.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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L. G. Morgan
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De todas formas, como dice Aldous, tu actitud te honra. Es un gusto comprobar que algunas cosas y algunas personas siguen siendo tan excelentes como uno pensaba Sonrisa

(Pero a la próxima... ¡correíto al canto! Lengua )

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Patapalo
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L. G. Morgan dijo:

De todas formas, como dice Aldous, tu actitud te honra. Es un gusto comprobar que algunas cosas y algunas personas siguen siendo tan excelentes como uno pensaba Sonrisa

(Pero a la próxima... ¡correíto al canto! Lengua )

Prometido Sonrisa

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Maundevar
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Con tanto que habéis contado sobre las andaduras de este relato, al final no solo me lo he leído, sino que me he pasado por Hislibris a ver de qué iba esa otra “historia”.

Dominas muy bien el lenguaje, de eso no cabe duda. Luego va el hecho de que a cada cual pueda o no gustarle el estilo que has empleado (muy metafórico). No hay frase que no esconda símiles, comparaciones y mil recursos, y aunque al principio reconozco que me marearon un pelín, dan una atmósfera densa al relato. No sé… Creo que el tono que le has dado acaba induciendo al lector hacia ese mismo torrente de sentimientos descontrolados del protagonista.

En resumen: que el hecho claro es que he disfrutado con tu trabajo.

¡Enhorabuena!

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Patapalo
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Muchas gracias por el comentario. Me viene muy bien conocer las impresiones de unos y otros. Como comentaba por Hislibris, es lo mejor de estos concursos.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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