Dejad que decidan los tomahawk

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Un relato de Watson ambientado en el Salvaje Oeste

Sentía una mezcla de polvo y arena acumulándose en la boca. Cada vez que respiraba, el dolor era como si alguien marcase mis pulmones con un hierro candente; pero quería vivir, así que debía continuar. Caminaba arrastrando una de mis piernas, entumecida por el cansancio, y me acosaba aquella mirada de reproche del lánguido caballo que abandoné a su suerte. El lugar que recorría se mostraba árido, hosco, interminable, lleno de molestas rocas y serpientes, azotado por fuertes vientos. Agité la cantimplora, pues había olvidado que ya no me quedaba ni una gota de agua.

Logré llegar a la entrada de una cueva que, si no escondía a ninguna fiera devoradora de hombres, podría servirme de refugio. Improvisé una antorcha y entré. Avancé lentamente, renqueando con mi fusil en una mano y la antorcha en la otra. Tuve suerte: dentro pude contemplar los rudimentarios dibujos de una tribu indígena, y las fieras que representaban fueron las únicas que encontré. Encendí una hoguera y me eché en el suelo. Las incómodas piedras no fueron un obstáculo insalvable para el reposo. Aun sumido en mis sueños no dejé de oír el crepitar de las llamas, porque ese sonido me traía reminiscencias del viejo rancho, y me vi a mí mismo en él, sentado ante el fuego de la cálida chimenea.

Un chasquido me despertó. Después de que mi vista se aclarase un poco, vislumbré una silueta sentada al otro lado de la hoguera. Me revolví con horror y agarré el fusil, convencido de que me enfrentaba a un animal peligroso; sin embargo, un disparo certero me despojó del arma. La silueta abandonó la penumbra y se acercó a las llamas, descubriéndose. Era un indio que me apuntaba con un elegante revólver plateado. Sospeché que había estado curioseando mis pertenencias, porque tenía cogido mi sombrero y la navaja que uso para afeitarme. Por el largo penacho que le adornaba la cabeza debía de ser alguien importante entre los suyos, quizá un jefe. Su ojo derecho era una de esas rutilantes esferas rojas que aumentan la precisión al disparar. Recuerdo que mi padre también la usaba; cuando se enteró de que existía un artefacto así, amenazó al médico local para que se lo insertase de inmediato…, aunque ello supusiese perder su ojo sano.

—Veo aquí a un hombre blanco osado —dijo el indio—. Un hombre blanco que se atreve a entrar en tierras sioux. Y no débil, sino capaz de sobrevivir: has hecho fuego sin tener ramas secas cerca. ¿Acaso las cogiste junto al río seco?

—No es la primera vez que me adentro en tierras salvajes; sé arreglármelas.

—Además de osado, previsor. Tal vez tus antepasados fueron sioux.

Tras decir eso, se levantó y me arrojó un pellejo lleno de agua. Yo bebí hasta saciarme, agradecido. Él observó mis movimientos sin dejar de apuntarme con el revólver.

—Has de saber que soy Tasunka, jefe de la tribu protegida por Wakang Tanka, el gran espíritu. Eres afortunado, hombre blanco, porque si no hubiese visto tu rastro, ahora serías alimento de buitres. Tienes que acompañarme al poblado para que no regrese con las manos vacías, pues vine aquí a cazar y por tu culpa se me escapó la presa. Tú serás un entretenimiento mientras te recuperas, porque seguro que tienes una historia interesante que contar, como todos los que se atreven a venir… Una advertencia: que tu osadía no te dé una senda equivocada; traicióname y morirás.

Tasunka tiró mi sombrero al suelo; yo lo recogí sin quejarme. Después me hizo caminar delante de él. Mi pierna ya no estaba entumecida, pero ahora me dolía cuando apoyaba el peso en ella. Se había apoderado del fusil; sólo podría contar con mis puños si intentaba fugarme.

Quedé sorprendido por la montura de Tasunka: un caballo mecánico. Comprendí en un instante por qué se adentraba solo en zonas tan abruptas donde una emboscada podía venir de cualquier parte.

—Valioso medio de transporte —dije—, desconocía que los indios tuviesen cosas así.

—Pertenecía a un oficial confederado que maté porque no quiso rendirse. Sube, iremos los dos en él. Tú delante, por supuesto.

El caballo inclinó la cabeza y emprendió la marcha. Su velocidad era ligeramente inferior a la de uno vivo, pero lo compensaba con varias ventajas: era infatigable, no necesitaba alimento y sus cargas atemorizaban al más valiente. Las pesadas pezuñas se movían sin cesar con un movimiento rítmico, levantando una considerable nube de polvo alrededor. Como no hablábamos durante el trayecto, fantaseé con la idea de robar el fabuloso corcel y recorrer los rincones del mundo montado en su duro lomo.

Tres horas después, nos detuvimos en lo alto de una colina. Desde allí admiré el poblado de Tasunka. Fue un momento emocionante, porque pude ver cómo uno de los tipis se erguía sobre sus cuatro patas metálicas, semejantes a las de una araña, y comenzaba a caminar mientras su ancha chimenea vomitaba vapor.

—Es la casa del chamán —explicó Tasunka—, nunca está contento con su sitio; dice que la danza del sol no se celebrará hasta haber encontrado la posición idónea para ella.

Nos acercamos al poblado y pronto empezaron a escucharse voces de bienvenida. En ese momento me di cuenta de lo bien que Tasunka hablaba mi idioma, porque no comprendí nada de lo que esos salvajes voceaban. Desmontamos del caballo y nos dirigimos hacia el tipi central; en sus paredes metálicas había dibujada una media luna dentro de dos círculos concéntricos. Tasunka me dijo que era donde se reunía el consejo de ancianos. Muchos hombres y mujeres interesados en mí se arremolinaron a nuestro alrededor; yo me preocupé, pero parecían pacíficos.

Antes de llegar al tipi, vi algo que me cortó la respiración: un vaquero al que conocía muy bien. Estaba al lado de un caballo pardo con silla de montar, el suyo. En cuanto fui reconocido, su semblante se volvió igual que el de un demonio, y cogió su rifle dispuesto a matarme.

La fortuna me sonrió de nuevo, porque dos sioux le detuvieron arrojándose sobre él.

—Por lo que me cuentan, ese hombre llegó aquí no hace mucho —dijo Tasunka—. Ha dicho a los ancianos que busca al asesino de su esposa. ¿Le conoces?

—Sí, lo conozco —respondí—; pero debes saber que es un mentiroso. Quiere matarme porque perdió mucho dinero en una partida de póquer que jugamos.

—No sé de qué me hablas, hombre blanco. Pediré ayuda a los ancianos, sígueme.

Entramos en el tipi. Tasunka se postró en medio del semicírculo que formaban seis hombres provectos. Según las vestimentas, los dos que estaban sentados frente a nosotros eran los más ilustres, porque iban más recargados de adornos que el resto. Uno de ellos daba golpecitos en el suelo con su vara, en cuyo extremo había tallada una cabeza de halcón; fumaba una larga pipa y me miraba con recelo. El otro tenía una cicatriz que le atravesaba el rostro en diagonal, deformándole los labios. Fue el primero en hablar y lo hizo en mi lengua.

—Dime, Tasunka, ¿quién te acompaña?

—Un hombre osado y previsor que sabe cómo sobrevivir…, aunque necesitó mi ayuda para salvarse.

—Otro como él vino antes, y trajo consigo graves acusaciones. Si de mí dependiese… —dijo frotándose la cicatriz—, ambos merecerían morir…, y sus cabelleras serían un bello trofeo; pero ahora formo parte del consejo; ahora debo ser justo…

El anciano de la vara me señaló con sus dedos sarmentosos, y dijo algo en indio que no pude comprender; intuí que me encontraba en problemas al fijarme en su mirada llena de rabia. Tasunka asintió y salimos de la tienda seguidos por los ancianos, que se movían con agilidad a pesar de su edad. Toda la tribu se unió a nuestra marcha. Un niño se acercó a mí para ofrecerme un poco de búfalo crudo que rechacé, asqueado. Incluso si hubiese tenido apetito, no podría comer ni el guiso más suculento, pues desconocía qué iban a hacer conmigo. Mi perseguidor, el que intentó matarme, andaba junto a nosotros cabizbajo y taciturno porque lo vigilaban estrechamente.

Nos condujeron hasta un círculo de piedras. El chamán danzaba en su interior, apelando a la sabiduría del gran espíritu. Mientras ese ritual se efectuaba, un joven guerrero sioux me asió del brazo para introducirlo en un guantelete de fuerza, después me entregó su tomahawk. Supe entonces lo que se proponían esos salvajes: querían un duelo entre los dos forasteros. Al mirar de reojo a mi futuro rival, comprobé que, en efecto, a él también le entregaron lo mismo.

—Será a muerte —dijo Tasunka en mi oído—. Confío en que el gran espíritu favorezca al poseedor de la verdad.

Una vez que el chamán terminó su trabajo, fuimos introducidos en el interior del círculo. La tribu al completo nos contemplaba. En un extremo, los más pequeños se sentaban con sus madres; y en el otro, un grupo de hombres cuchicheaban entre ellos, apostando sus pertenencias. No hubo señal que indicase el comienzo de la pelea; esperaban a que nosotros mismos decidiésemos cuándo enzarzarnos. Nos mirábamos mutuamente, cansados del viaje, azorados por la situación. Mi rival apretó los dientes y arremetió contra mí. Su semblante reflejaba un terrible paroxismo de furia. Yo me mantuve a la defensiva, deteniendo sus continuos ataques. Los guanteletes emitían zumbidos con cada movimiento y aumentaban la velocidad de nuestros brazos. La ira de aquel hombre dio paso, lentamente, a la extenuación; gotas de sudor cubrían su piel enrojecida. Cuando creí que el combate estaba decidido, mi contrincante hizo una finta inesperada: simuló atacar a mi brazo, pero la trayectoria de su tomahawk cambió de dirección y me alcanzó el muslo, que quedó marcado por una profunda herida sangrante. Eso me hizo reaccionar. Disimulé haciéndole creer que me encontraba mareado. Él soltó un grito de júbilo y quiso darme el golpe de gracia. En cuanto levantó su arma, yo, con un movimiento giratorio rápido como el trueno, le segué el brazo del guantelete. Mi rival se desplomó con el rostro desencajado, y el círculo se tiñó de rojo. No tardó mucho en morir.

Los indios aclamaron esa acción. Dos de ellos se pelearon porque deseaban el brazo, pero el chamán intervino para quedárselo, pues era un buen trofeo y yo manifesté que no lo quería. Comenzó entonces un alegre festejo en mi honor. Comí y bebí sin cesar, hasta que, ahíto y somnoliento, fui llevado a un tipi donde me esperaba una hermosa muchacha.

Tasunka se reunió conmigo al día siguiente, contento porque el gran espíritu había decidido que yo era el portador de la verdad. Dijo que podría irme cuando quisiese y me dio permiso para moverme libremente. Me consideraban un héroe. Partí, dos semanas más tarde, tras haberme repuesto del todo. Mis nuevos amigos me regalaron un caballo, víveres y un tótem diminuto que alejaba a los malos sueños.

Durante el regreso a mi viejo rancho, pensé en aquel pobre vaquero que me había perseguido sin tregua, dispuesto a vengar la muerte de su mujer… Aún recuerdo cómo sollozaba cuando la degollé por diversión.

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Patapalo
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Poblador desde: 25/01/2009
Puntos: 208859

Una historia sencilla pero entretenida, con un toque pulp que me ha gustado mucho. Creo que le vendría bien alguna revisión no de estilo, que lo veo muy adecuado, sino de trasfondo. ¿No están en un desierto? ¿Por qué iba a encontrar entonces madera no seca? ¿Por qué le llama la atención que tenga un caballo mecánico pero no que los tipis sean de vapor? Estos, ¿los desarrollan los indios o son comprados, algo nuevo en las tribus? Me da la impresión de que el escenario es muy vistoso pero que faltan explicaciones para que resulte más sólido.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Aldous Jander
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Poblador desde: 05/05/2011
Puntos: 2167

Entretenido y bien escrito. El final se deja adivinar, eso sí (a lo mejor soy yo, que siempre pienso mal Lengua). Y bueno, a lo mejor tiene razón Patapalo en que una presencia más justificada de los "cacharros" habría dado un steampunk más verosímil, más un subgénero de la ciencia ficción que del western pulp, pero quizá es que tu intención se acercaba más a esto último. Salvando esos detalles, un relato muy chulo Watson, con sabor clásico.

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Watson
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Poblador desde: 11/10/2012
Puntos: 230

Me alegro de que te gustase, Patapalo.

Lo de la madera es un despiste tonto, —muy tonto—. Y tienes razón en que hacen falta un par de explicaciones: los caballos mecánicos son un raro objeto de lujo que sólo usan algunos oficiales de la guerra civil americana, y esos tipis son comunes entre las tribus más poderosas. (Lo último se me ocurrió ahora, pero podría valer, ¿no? Manos). En fin, que faltaba ahondar en el trasfondo, como dices.

Gracias por leerlo.

 

Aldous, sí que tiene razón Patapalo; yo ahí pequé de ser un poco despistado. También me alegro de que te haya entretenido, sobre todo a ti, que eres duro examinando relatos de CF, en este caso steam Sonrisa

Me parece que tú adivinaste el final porque ya sabes que soy un malvado. Lengua

Gracias por leerlo también.

 

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Bestia insana
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Poblador desde: 02/05/2013
Puntos: 1928

sobre todo la sorpresa de la esfera roja, el caballo mecánico, los guanteletes de fuerza, muy bueno

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Watson
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Poblador desde: 11/10/2012
Puntos: 230

Gracias, Bestia. Ahora mismo estoy retocándolo.

Me resulta raro que nadie me echase la bronca por lo de «rápido como el trueno». Es bastante manido, pero queda tan bien en este relato... Batchy

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