Equinoccio Parte 1 de 2

Imagen de L. G. Morgan

Un misterioso viaje al pasado de la mano de L.G. Morgan

 

A los héroes de la Mvnera:

Lucie, Balbo y Nausícaa de Hislibris.

Vuestra fue la Victoria,

Vuestra es ahora la Gloria.

 

—Ya solo queda verter tu sangre –dijo solemnemente el Maestre mientras se acercaba al hermano elegido, enarbolando la enjoyada daga que daría fin al ritual.

—Hágase según el Libro –respondió Dantés, utilizando la fórmula sagrada.

El superior de la orden murmuró una letanía y volvió a abrir, con ayuda del cuchillo, las viejas cicatrices que Javier Dantés tenía marcadas en su pecho, unas líneas delgadas que dibujaban la figura del hacha de doble filo, el labrys.

El dolor era intenso, pero Dantés aguantó apretando los dientes, hasta que su sangre fue restañada con un paño y sumergido este en la poción que ahora habría de ingerir. El dolor servía para un fin útil, distraer su mente del miedo y la incertidumbre que le ocasionaba el incierto pero inmediato futuro.

Los cánticos de los hermanos se elevaron en la penumbra, arrancando ecos dormidos de las paredes de la cripta. El círculo de fuego fue encendido alrededor del hombre, separándole simbólica y materialmente del resto. Bebió el amargo trago. Contuvo una arcada incipiente y logró preguntar:

—Maestre, decidme, ¿recordaré quién soy y para qué estoy allí?, ¿en el lugar y la hora a la que vais a enviarme?

El prefecto le contempló con compasión, sus facciones desdibujadas al otro lado de las llamas y el humo. Y tras una larga pausa contestó al fin:

—Eso espero, hijo mío, eso espero. Por el bien de todos. Porque si no es así… Estamos perdidos.

Fueron las últimas palabras que Dantés pudo oír antes de sumergirse en la negrura profunda.

 

Hacía frío en el bosque. La luz de la luna se filtraba pálida entre las ramas de robles y hayas. Aslanta no sentía miedo, no demasiado. Pero la pena y el dolor le doblaban el alma con el peso de su carga. Junto a ella la anciana Lyus canturreaba en la lengua sagrada palabras que Aslanta llevaba grabadas a fuego en su mente. Desde el primer día supo cuál era su destino. Y bebió del amargo cáliz sin dudarlo un momento.

Llegaron ante el tejo centenario de estrechas y oscuras hojas. A la hora exacta.

—¿Cuidarás de ellos? –volvió a preguntar Aslanta una vez más. Sabía la respuesta, confiaba ciegamente en la vieja hechicera, pero oírla pronunciar la promesa tranquilizaba un tanto su espíritu.

—Como si fueran mis propios hijos, ya lo sabes. Todos ellos, tu hombre también. ¿Estás lista?

—Así es. Morir no sería difícil si no fuera por ellos, por ti.

—Lo sé, hija mía. Pero solo tú puedes hacerlo, solo tú tienes el poder para deshacer lo que fue atado.

—Sea entonces, no lo demoremos más o me fallarán las fuerzas.

Aslanta se sentó en el hueco central del viejo árbol, que llamaban caldero de brujas, y Lyus le acercó el recipiente a los labios.

—Veneno que mate tu cuerpo –dijo la vieja–. Para que tu espíritu sea libre. Adiós, mi dulce amiga. Hasta que volvamos a encontrarnos.

—Hasta que nos encontremos de nuevo –contestó Aslanta con lágrimas contenidas. Y apuró de un trago el oscuro brebaje.

 

Un desfile triunfal en Lugdunum. El maduro cónsul desfilaba a caballo, escoltado por sus hombres y seguido de su esposa, que iba en una litera abierta. Tras ellos el resto del cortejo, magistrados y ediles con sus mejores galas y un grupo escogido de legionarios capaces de garantizar el orden.

La muchedumbre se arracimaba a ambos lados de la Vía República, arrojando a su paso pétalos blancos y amarillos. Lucia Lucila tenía calor. Y los gritos de la gente y el tumulto, el olor de los cuerpos apretados y el de las flores marchitas, llegaban hasta su litera tan aplastantes y arrolladores como un ataque de los bárbaros. Estaba a medias de su noveno mes de gestación, y no estaba resultando un embarazo fácil. Para ponerle las cosas aún peor su esposo, que ya había estado casado dos veces antes y no tenía hijos, la acuciaba con la necesidad de un heredero varón. ¡Como si eso fuera cosa suya!, pensaba Lucila, como si no lo decidieran los dioses. Sacrificios a Juno y velas a Candelífera no habían faltado, solo podía rogar cada día y cada noche por que la suerte le favoreciera.

El cortejo se detuvo de pronto. Algo así como un velo se cernió sobre la ciudad, ocultando el sol casi por completo. Lucila sintió desvanecerse. Y realmente así lo hizo. Cuando su esposo volvió la vista a la litera añadió un nuevo sobresalto al fenómeno solar: la litera se encontraba vacía y nadie supo darle razón de qué había sido de la mujer.

—¡Encontradla! –gritó furibundo y desencajado–. Lleva en ella a mi único hijo.

 

Se recobró entre un charco de orines y restos de vino. Volvió a la vida y la consciencia como si fuera un borracho más que despertaba de una buena curda. Miró a su alrededor con cautela y se levantó despacio, cuidando de no hacer nada que llamara demasiado la atención. Tenía la cabeza embotada, pero se dio cuenta de que era consciente de todo. Sabía quién era y por qué estaba allí…, dondequiera que fuese, eso aún tenía que averiguarlo.

Echó a andar sin rumbo, manteniéndose en la parte oscura de las calles, lejos de las puertas de los figones que de tanto en tanto, surcaban la negrura de las calles estrechas. Una ciudad, sin duda, pero no sabía si la suya u otra semejante.

—Agua va –oyó que se gritaba desde una ventana.

Los orines de una vivienda cayeron al suelo de tierra apisonada por años y años de paso de viandantes, y él escapó de milagro de las salpicaduras apartándose de un salto. Eso era igual que en casa, desde luego. Continuó caminando y salió a otra vía algo más ancha. A pocos pasos un edificio suntuoso que reconoció con una exclamación contenida. La Iglesia de San Sebastián, calle de la virgen de Atocha. Pero algo le pasaba al edificio, debería haber estado nuevo y flamante y no renegrido y con pequeños desconchones como lo veía ahora. Comprendió con un escalofrío que se hallaba en su Madrid negro y truhanesco, pero años después de cuando había perdido el conocimiento en aquella cripta. Cuántos, estaba por determinar.

Ya orientado se dispuso a investigar las señales. Se giró en torno y descubrió enseguida la primera, dibujada en los muros de una casa cochambrosa y a punto de la extinción, la figura de una camelia encerrada en un círculo de fuego, el emblema de la fraternidad. ¡Los suyos aún vivían! Su corazón regresó a la esperanza y con él sus pasos al camino. Un dédalo de calles tortuosas le condujo de señal en señal hasta la casa, en la calle frente a la de Cantarranas. Justo al lado del corral de comedias que empezaba a levantar la hermandad de S. Salvador cuando él se fue. Para Dantés sería siempre el corral de la Pacheca, su antiguo corral de gallinas convertido en teatro para el pueblo. Pero en fin, no estaba allí para ocuparse de cuestiones de urbanismo, lo suyo era una misión vital de cuyo cumplimiento dependía el futuro de todos.

Miró a ambos lados de la calle silenciosa antes de tentar la puerta. Los hermanos habían hecho bien su trabajo, la puerta cedió sin un ruido. Dantés se coló dentro y aseguró la hoja por dentro, no podía permitirse sorpresa alguna. Ahora solo tenía que esperar. El refugio había sido preparado, los caminos celestes conducirían hasta allí los pasos de los nuevos visitantes.

 

Una mañana fría de abril, justo en el punto en que la oscuridad tornaba a luz, una mujer apareció dormida sobre el suelo del jardincillo que había en la parte posterior de la vivienda. Era esta una casa acomodada de dos plantas y fachada de ladrillo, parecida a aquellas otras que ocupaban los más reconocidos autores teatrales, que se habían afincado en el barrio según sumaban fama y posibles. Dantés estaba despierto y levantado, algo le decía que ese sería el momento. Y su atención no se vio defraudada. La observó de cerca, la piel blanca y el cabello y las pestañas de un castaño dorado. Tenía los ojos cerrados y respiraba regularmente. Pero aún dormida, se estremeció sensiblemente ante el fresco matinal, y eso a pesar del manto de lana azul intenso que la tapaba desde la cabeza, y la brillante túnica verde que se le veía debajo, cubriendo brazos y piernas por completo.

Dantés la tomó en brazos con extremo cuidado y la condujo a uno de los aposentos de la planta baja, donde la depositó sobre una cama. La mujer estaba en avanzado estado de gestación, pese a ello era liviana como una pluma. Escrutaba su rostro ansiosamente cuando ella abrió unos ojos azules como el cielo y se le quedó mirando al borde del grito.

—¿Dónde estoy? –preguntó en un latín muy culto que Dantés escuchaba por primera vez. El de los libros y el que enseñaban sus maestros no sonaba exactamente así–. ¿Quién eres tú?

Se trataba sin duda de una dama noble, se dijo el hombre, casada con algún personaje importante. Las joyas, la calidad de los tejidos y la cinta púrpura que llevaba bajo su pecho así se lo decían. Sin duda le había tomado por un esclavo o un sirviente.

—No te asustes, señora. Estás lejos de tu hogar pero entre amigos.

Ella miró a su alrededor, y al tiempo que se hacía consciente de lo peculiar de la estancia lo hacía del olor nauseabundo que para ella lo impregnaba todo, haciéndole llevarse a la nariz el pañuelo perfumado que había guardado en su mano. La habitación era oscura y olía a cerrado. El sudor, los restos de comida y excrementos se mezclaban en el aire con desafortunados resultados. Su expresión de alarma hizo al hombre esforzarse por buscar una explicación convincente.

—Sé que encontraréis todo extremadamente raro. Pero debéis creerme cuando os digo que estáis a salvo y en buenas manos.

—¿Dónde estoy? –volvió a preguntar ella, en apariencia serena.

Dantés se preguntó si sería buena idea contarle lo que sabía, si ella sería capaz de resistirlo. Se arriesgó.

—Has viajado mucho, señora. Tu hogar se encuentra muy lejos… Incluso lejos en el tiempo. Has venido a parar a otro reino, bárbaro para ti, en una época que te resultará extraña. Roma no existe, al menos la que tú conociste. Ni la Galia, ni el Mare Nostrum son iguales, ni hay… ¡Dios mío, no sé por dónde empezar! –suspiró–. Dime, señora, si hago bien en inquietarte con tantas noticias de un solo golpe.

La mujer se había quedado impresionada, le miraba como si estuviera sopesando si estaba cuerdo o loco. Pero Dantés se dio cuenta de que había subestimado su fortaleza cuando ella, con recobrada tranquilidad, exclamó:

—¡Los Dioscuros!, es eso. Los gemelos divinos a los que tantas veces pedí ayuda.

Dantés pensó que no era una buena idea nombrar dioses paganos, y menos con ese fervor, pero enseguida le quitó importancia: ¿quién podría oírla sino él? Y a él no le importaban nombres ni apariencias, solo la Verdad, daba igual la forma que adoptara.

—Quizá es que llevo una niña dentro –continuó ella acariciándose el vientre–, y la han salvado de él.

—¿De él? –preguntó Dantés confundido.

—Mi esposo, el cónsul Domiciano Prisco. Quiere un heredero a toda costa… Nada más le importa, no al menos respecto a mí. Soy una res valiosa comprada para parir hijos suyos –añadió con amargura.

—Pero estás confundida en una cosa, señora. El niño que alumbrarás dentro de poco es varón.

—¿Y cómo puedes saberlo tú, extranjero?

—Ay –suspiró el hombre– porque él es el quid de la cuestión, la causa primera de que estemos aquí.

 

Aslanta había vagado en el caos y el ruido, entre sombras inciertas que danzaban en el vacío inconsciente de la muerte. No había sentido miedo, en realidad no había sentido nada en términos humanos. Aquello no podía ser comparado con ninguna experiencia mortal. No se resistió, sabía por las otras veces en que se había sumergido en esa negrura que era mejor flotar y dejarse ir, libre de pensamientos o emociones. Sabía también que debía evitar la tentación de aquel puente de luz que cruzaba al otro lado. Aunque esta vez su llamada era más irresistible y subyugadora aún que las otras veces, Aslanta estaba más hondo y más lejos de lo que había llegado nunca en un trance. Porque esto era la muerte.

Se alejó de la luz con un supremo esfuerzo. Inspiró…

Y se asomó a los ojos de una mujer que, inconsolable, se contemplaba en el espejo. Aslanta observó con curiosidad su nueva imagen. Su recipiente era una hermosa dama, vestida con negros ropajes de luto de algún tiempo y lugar desconocidos. Su espíritu frágil había sido herido y su desesperanza era tal, que no ofreció resistencia alguna a la alma colonizadora de Aslanta. Simplemente se diluyó en el silencio y se replegó a algún rincón ignoto de su cuerpo.

Se levantó tambaleante, luchando por hacerse con el control de aquella materia ajena. Tendría que practicar un poco antes de mostrarse en público. Y mientras, aprovecharía para conocer todo lo necesario sobre su forzosa anfitriona.

 

Lucia Lucila se encontraba en el jardín cuando sintió tocar a la puerta. Escuchó los pasos de Dantés y unas breves palabras intercambiadas con una voz de mujer. Hablaban un idioma que no conocía, aunque el sonido de alguna palabra le resultara familiar.

Al poco los pasos acudieron junto a ella.

—Esta es la otra aliada que estábamos esperando –dijo Dantés, de nuevo en latín.

—Mi nombre es Aslanta –se presentó la mujer, hablando en el mismo idioma pero con fuerte acento bárbaro, según le pareció a Lucila–, pero aquí tendréis que llamarme doña Mariana, que es como conocen a esta mujer cuyo cuerpo poseo en préstamo.

—¿Qué estás diciendo –se escandalizó Dantés–, que no eres tú misma esta mujer que se presenta ante nuestros ojos? ¿Y cómo es posible que hables la lengua romana? No sé de mujeres tan estudiadas como esta dama que al parecer te cobija.

—No, me temo que doña Mariana solo habla perfecto castellano, aunque es cierto que yo puedo usar todas sus buenas aptitudes y sus gracias para expresarme, lo que es una ventaja indudable. Yo, Aslanta, soy quien habla la lengua del invasor –miró a Lucila de reojo–. A veces no nos queda otro remedio a los oprimidos que conocer los usos de los tiranos, aunque sea solo para sobrevivir.

—¿Y qué hay de la otra cuestión, la del cuerpo prestado? –insistió el conjurado, decidido de paso a limar asperezas y hacer olvidar para ello cualquiera de las antiguas deudas.

—Me temo, mi querido y reciente amigo –suspiró Aslanta–, que va a haber mucho que explicar.

 

Había pasado una semana desde aquel día y, en ese tiempo, los tres habitantes del número 7 de la calle Prado habían logrado hacer más que buenas migas. Las aventuras que se gestan a vida o muerte poseen esa capacidad asombrosa para acercar incluso los opuestos más remotos. Dantés contó a sus nuevas amigas cuanto sabía de su cometido. Les reveló que era miembro de una sociedad secreta llamada Hislibrix, y que los Libros Sagrados guiaban sus principios y sus conductas. Ellos habían sido la clave para interpretar lo que había de hacerse en el tiempo de la zozobra. Lucila no sabía nada de misiones ni de misterios de tiempos y espacios, pero su carácter firme y sus conocimientos y creencias la hacían, paradójicamente, más apta para lidiar con los fenómenos a los que se enfrentaban que el propio Dantés, pese a ser él quien parecía más informado de los detalles concretos y los objetivos de su vital tarea. Lucila podía aceptar que los dioses hubieran decretado la salvación de su hijo; de hecho, cualquier cosa que significara alejarlo del padre le parecía un regalo divino. Domiciano estaba obsesionado con ese heredero, Lucila sentía dolorosos escalofríos al recordar los humillantes y brutales procedimientos que había seguido para asegurarse que concebiría un hijo suyo. Siempre había temido el momento del parto por si resultaba ser una niña lo que llevaba en las entrañas. Estaba segura de que Domiciano Prisco la habría matado de un modo u otro ese mismo día. Pero si lo que llevaba dentro era un varón… seguramente la muerta hubiera acabado siendo ella. Y el pequeño hubiera crecido bajo la férula de aquel tirano loco, sin el consuelo y el amor de una madre.

En cuanto a Aslanta, podía corroborar los signos de los libros de Dantés, pues según su propio credo, el hijo que esperaba Lucila sería vital para el mundo y la historia presente y futura, si se le encauzaba de la forma correcta y se le libraba de la influencia de su padre, el cónsul, y de los designios que este guardaba para él.

—Desde luego hemos seguido distintos caminos –había concluido Aslanta con la dulce voz de doña Mariana–, pero hemos llegado los tres al lugar preciso en el momento necesario. No es algo que hayamos decidido nosotros, sino es más bien que las circunstancias nos han escogido, guiándonos a este tiempo y esta casa. Ahora solo podemos aguardar el siguiente paso.

Luego habían pasado los días siguientes preparándose para la cita. Dantés les había explicado que en dicha fecha señalada algunos miembros de Hislibrix acudirían a la casa y les comunicarían las siguientes fases del plan, que habría de llevarles a buen seguro a otra morada más discreta.

—Yo me fui de la sede hace cincuenta y nueve años, según la fecha en que estamos. Pero tuve que partir en completa incertidumbre, no sabíamos de cierto dónde ni cuándo habría de aparecer. Lo único claro era que me reuniría con vosotras, dos mujeres venidas de Lyon y Britannia, y que ayudaría a alumbrar al hijo de la dama romana. Las averiguaciones de la orden tenían que seguir tras mi marcha y, si lograban pervivir a través de las épocas necesarias, buscarían un lugar para acogernos y unos medios para auxiliarnos en la tarea. Según los cálculos del libro que custodio el próximo viernes es el día, en este lugar y época, en que las coordenadas se cruzan para el encuentro. Que la hermandad sigue viva es cosa que comprobé el mismo día de mi aparición. Gracias a las señales del Hislibrix llegué a esta casa.

—Entonces, si he entendido bien, tú no conocerás a los hombres que acudan a esta casa, ¿no es así? –afirmó, más que preguntó, Lucila.

—Así es, probablemente ni hayan nacido en mi tiempo. Y aunque fuera así, habrían sido solo niños entonces. Pero se darán a conocer como conjurados de la orden.

Y así habían llegado al día propicio. Ninguno de los tres había conseguido dormir. Se levantaron temprano y se reunieron, como ya venía siendo costumbre, en el perfumado jardín lleno de lilos que había en la casa.

Tan solo unos minutos después sonó el aldabón de bronce de la puerta. Intercambiaron una mirada de cierta aprensión y Dantés se dirigió a recibir a los visitantes. Volvió enseguida en compañía de tres hombres. Uno era un cura tocado con bonete, que vestía con negra sotana y llevaba encima una capa oscura que le camuflaba aún más. El otro era un joven guapo y rubio, vestido como acomodado burgués o comerciante. Y el tercero un individuo de cierta mala catadura, con sombrero, largas botas lustradas y espada al cinto.

Dantés les presentó.

—El padre Pedro Múgica, sacerdote fiel a nuestra causa, cuyo oficio le mantiene libre de sospechas y permite a la orden mantenerse informada. Me ha contado esto para tranquilizar cualquier sospecha que su aspecto pudiera suscitar, y de paso me ha mostrado la prueba irrefutable de su pertenecía a Hislibrix.

El cura se abrió con cierto pudor la sotana y mostró a las dos mujeres lo que ya había visto Dantés: unas cicatrices en su pecho que formaban la figura de un labrys sobre un fondo rectangular que representaba un libro.

—Y estos son –continuó por él el cura– el hermano André Bouvier –se refería al más joven–, y el hermano Juan Hidalgo.

Los dos hombres saludaron por turnos, mostrando también sus cicatrices para tranquilidad de los conjurados. Luego Juan Hidalgo se informó directamente con Dantés sobre la situación.

—¿Cuánto saben las mujeres? –preguntó con gravedad–. ¿Les has enterado de todo el plan?

—Mal podría, amigo mío, ya que conozco solo una parte. No olvides que, pese a ser apenas unos días para vosotros, para mí han pasado casi sesenta años desde que dejé la orden. De todas formas, no me pareció prudente hablarles de Tenebrum Salvatio hasta haberos encontrado.

—Entonces es preciso que pongamos en común lo que sabemos y expliquemos unos a otros las dudas o temores que podamos albergar. Antes de seguir adelante debemos estar todos conformes y decididos a lo que haya que hacer.

Tras asentir todos con gesto serio, llegaron las confidencias. Empezó el cura, que parecía ser, por tácito acuerdo, el portavoz de los recién llegados.

—Pues bien, señoras, primero de todo hemos de hablaros de Hislibrix y su eterna antagonista, Tenebrum Salvatio. Supongo que algo de la primera os habrá contado nuestro hermano Dantes. ¿Sí? –Esperó la confirmación de las dos mujeres y luego prosiguió–: La existencia de nuestra orden se remonta hasta la antigüedad más remota, a los primeros días cuando los dogmas no estaban aún asentados y muchas eran las religiones que se disputaban la fe de los hombres. Nuestra misión, el objetivo que nos ha dado sentido siempre, es la de preservar el verdadero conocimiento, a cualquier precio y en todo lugar, hasta que los hombres estén preparados para recibirlo.

Es algo que parece bien sencillo a simple vista, lo sé –se sintió obligado a añadir ante el gesto nada impresionado de las dos damas–. Pero en cambio, es algo que ha costado vidas y esfuerzos ímprobos de los hermanos de todas las generaciones.

—El conocimiento –continuó Dantés a una señal del pater, tratando de explicar a sus amigas lo que solo había esbozado este–, el saber verdadero, rara vez está al alcance de todos. Y eso es porque los poderosos no quieren que sea de otra forma. Eso de “el conocimiento es poder”, es una cita tan frecuente como verdadera. Es la ignorancia de algo, la privación de las verdades fundamentales, lo que permite mantener al rebaño a la merced del que sabe. Porque si no, seríamos todos iguales, algo que nuestros señores, reyes y prelados no pueden consentir. De modo que, igual que Hislibrix siempre ha luchado porque no se perdieran los más esenciales saberes, los que nos hacen libres y dignos del amor de Dios, ha habido otros empeñados en esconderlos o, de no ser posible, destruirlos. Han preferido sepultar e incendiar antes de permitir que ciertas ciencias y ciertos descubrimientos cayeran en manos vulgares.

—Así es –continuó Múgica–. Y entre todos los censores nació un enemigo mortal para los nuestros, tan antiguo como la propia hermandad: la secta de Tenebrum Salvatio, cuyos acólitos se han enfrentado a nosotros con la saña del convencimiento. Nos han perseguido y tratado de destruir en cada lugar y tiempo en que establecíamos nuestras sedes y escuelas.

—Pero ha sido siempre una guerra silenciosa y oculta –explicó André, hablando por vez primera. Tenía una voz profunda y un deje amable que enseguida se ganó la simpatía de su discreta audiencia–. Uno contra otro, Hislibrix contra Tenebrum, hemos ido apoyando o sepultando tronos e iglesias, construyendo o destruyendo universidades, propalando o erradicando plagas, guerras o hambrunas, cada uno tirando en sentido contrario con todo el empeño de las fuerzas a su alcance. De haber vencido Tenebrum, gran parte del conocimiento místico, de los saberes arcanos y esotéricos de la humanidad, se habrían perdido. Pues ellos creen que el saber solo fomenta el pecado entre los hombres comunes y que es su destino salvarlos de sí mismos.

—¿Y siempre habéis luchado en igualdad, sin lograr ninguno una victoria decisiva? –intervino Lucila.

—Así es, mi señora. Hasta hace apenas un siglo, cuando el triunfo pudo estar en nuestro lado.

—¿Cómo, tuvisteis la posibilidad de la victoria en vuestras manos hace cien años? –preguntó Aslanta, completamente extrañada.

—Sí –respondió Dantés con semblante grave–. Pero hubiera sido también nuestra perdición. Y quizá la del mundo.

—¿Cómo así? Explicaos, os lo ruego.

—Para eso habremos de empezar afirmando nuestras creencias –respondió por ellos Hidalgo, que pese a su aspecto rudo era un hombre erudito de hablar sereno y pausado–, para que entendáis lo que descubrimos nosotros, la orden, unos años antes de la marcha de Dantés. En Hislibrix reverenciamos los sagrados libros, como os habrá explicado nuestro hermano. Y los creemos inspirados directamente por la divinidad, Aquello-que-Es, al que los hombres llaman por tan distintos nombres. Dios, Allah, Zeus, Brahma o cualquiera otro, no son sino aspectos de un mismo ente esencial. Pero nosotros no concebimos a ese ser superior, como suele hacerse al menos entre los monoteístas, como una esencia única. O como una familia mejor o peor avenida de dioses, como hacen los demás. Sino que es para nosotros una dualidad primordial, tal como se da de manera natural y como reflejo en el mundo y el Universo al completo. Todo tiene su opuesto y cada cosa se construye por antítesis de su contrario. Y nada está completo sin su anverso o su reverso.

Así, tras siglos de guerra secreta, cuando por fin tuvimos en nuestras manos la posibilidad de la victoria, comprendimos en el último extremo que no podíamos destruir Tenebrum, so pena de alterar irremediablemente el equilibrio esencial. En cierto modo necesitamos ese que es nuestro lado oscuro, nuestro opuesto, para llevar a cabo nuestro cometido.

—No podíamos destruirlo –recalcó André–, como ha dicho Hidalgo. Pero podíamos hacer otra cosa: podíamos transformarlo.

—Eso es, transformarlo –continuó Dantés–. Y para ello era clave el papel que representaríais tu hijo y tú –añadió con voz suave, mirando a Lucia Lucila con el afecto sereno de un maestro ante su aventajada, pero aún confusa, alumna–. Pues él es, o será, cuando nazca, el fundador de Tenebrum Salvatio, la secta que aún no existe en tu mundo pero que surgirá de su cruel inspiración.

Hubo un momento de tensa expectación, mientras dejaban que la joven madre asimilara lo que había oído hacía unos segundos, algo difícil para cualquiera.

—¿Y por eso nos habéis traído aquí? –preguntó Lucila al fin, aterrada, acariciándose el vientre con ademán protector–. ¿Queréis impedir que mi hijo cumpla su destino?

Los cuatro hombres se miraron con cierto embarazo, visiblemente avergonzados por lo que iban a decir. Pero Lucila merecía la verdad, así que Hidalgo continuó, con extrema delicadeza.

—Así pudo ser en un principio, mi señora. Recalco el “pudo”, daos cuenta. Pero no temáis, porque, tal cual os hemos explicado, enseguida demostramos el imposible de tal terrible plan. En cualquier caso, puedo juraos que nunca hubiéramos pensado en tomar la vida de vuestro hijo o la vuestra. Solo os habríamos “secuestrado” de vuestro tiempo para criar al niño en este o en cualquier otro presente, de manera que habríamos impedido la fundación de Tenebrum Salvatio, y de ese modo la guerra eterna que nos enfrenta a ellos.

—¿Y qué os hizo descartar tal acción? –preguntó Aslanta, volviendo a lo práctico.

—Pues que comprendimos casi a término, que si no podíamos acabar con Tenebrum la solución pasaba por devolver al niño a su destino, para que pudiera un día fundar su secta y convertirla en nuestro opuesto, garantizando así la pervivencia del mundo; pero de tal forma que el cariz y espíritu de Tenebrum Salvatio fuera otro distinto al que les dio la primera vez. Que triunfara su madre, por así decirlo, en vez de su padre. Que la sapiencia y la bondad de la señora Lucila, si eran las que por nuestros cálculos sospechábamos, se impusieran en el alma de su hijo para determinar hacia otra dirección el objetivo de su orden.

—¿Pues qué fue de mí –preguntó Lucila con cierta aprensión– que no pude moldear a mi hijo?

—Creemos que fuisteis eliminada, señora. Lo poco que hemos podido descubrir del fundador de Tenebrum dice que se crió sin madre, rodeado solo por su padre y los severos preceptores que este le asignó. Incluso parece que, influido seguramente por las enseñanzas recibidas, renegó toda su vida del amor y las mujeres, no tuvo descendientes, y volcó su ambición en darle el mayor poder terrenal a su orden.

—Lo había supuesto –respondió con serenidad la mujer–, pero había relegado tal idea al fondo de mi mente por el bien de mi hijo. Una mujer desesperada no puede alumbrar un hijo sano y fuerte, es mejor engañarse mientras quede un resquicio de esperanza y mantener las fuerzas para él. Pero ahora que estamos a salvo puedo enfrentar la verdad cara a cara. Porque estamos a salvo, ¿no es así? –la preocupación volvió a teñir su semblante y se ciñó de nuevo el vientre, con ademán posesivo. Como si así pudiera proteger a su hijo y librarle de todo mal–. ¿Qué queréis hacer con nosotros? –dijo con un hilo de voz.

—Antes de nada –volvió Múgica a tomar la voz cantante, mirando a Dantés y a las mujeres con expresión severa y, en cierto modo, suspicaz–, debemos asegurarnos de que el plan discurre según lo previsto. ¿Podéis estar seguros de no haber levantado sospechas entre los vecinos? –preguntó solo a Dantés, tal como había hecho desde su llegada.

—Absolutamente –respondió este–. La señora Lucila no ha salido de aquí ni se ha dejado ver en las ventanas. En cuanto a doña Mariana…

—Yo he ido frecuentemente a mi casa y he fingido que dormía allí –interrumpió Aslanta, poco conforme con que alguien hablara en su nombre. No le había gustado el cura desde el primer momento, y a cada minuto que pasaba se reafirmaba en su impresión–. Además he llevado conmigo a mi criada en cada ida o venida –otra cosa habría sido extraña–, y la he traído a limpiar y a hacernos la comida bajo el pretexto de que acabo de adquirir esta casa y he instalado en ella a mi primo, que regresó hace poco de las Américas. Como veis el buen Dantés se ha acogido a los nuevos tiempos y viste de la mejor calidad gracias al sastre de doña Mariana –añadió con ironía–, con lo que mi criada ha quedado impresionada con la donosura del apuesto personaje.

—Bien, pues entonces –continuó el señor Pedro con la vista baja, empeñado en no mirar directamente a las mujeres– solo resta hacer indagaciones para hallar un buen lugar donde instalar a la madre y ayudarla en el alumbramiento. Claro que deberá ser una encrucijada de tiempo y oportunidad propicia, ya que si no…

—También eso lo tenemos resuelto –volvió a interrumpir Aslanta, que sentía una maligna satisfacción poniendo en su sitio al estirado clérigo–. Doña Mariana, la señora de Robles, posee una quinta en los terrenos que están más allá del Prado de S. Jerónimo. Como la pobre acaba de enviudar –su esposo murió según parece, la noche anterior a mi llegada–, a nadie extrañaría que se acogiera a retiro durante un tiempo. De hecho, advertida por Dantés de que tendríamos que mudarnos, he ido insinuando entre el servicio mi intención de hacer tal cosa, con lo que pronto la noticia se habrá difundido entre propios y extraños.

—Alquilando un coche de punto podríamos hacer el traslado esta misma noche, si os parece –alentó Dantés.

—Cuanto antes mejor –apoyó Hidalgo–. Cada día que pasa aumenta el riesgo de que los tenebritas den con nosotros.

—¿Pero es que pensáis que están sobre la pista? –preguntó Aslanta.

—Nunca se sabe. Lo que está claro es que tienen sus propios medios para hacer sus cálculos igual que nosotros. Y que a menudo logran información de nuestros planes, sin que hayamos conseguido averiguar cómo.

—¡Pero nadie ha acabado de explicarme las cosas! –protestó Lucila con gran dignidad–. Aún no sé qué pasará conmigo y con mi hijo tras el parto. Ni sé tampoco cuál es vuestro papel, el de todos –añadió, abarcándolos con una mirada–, en lo que ha de seguir.

—Si permitís, mi señora –dijo André con extrema amabilidad y cortesía–, seré yo quien os explique el resto.

A una señal afirmativa de la romana, prosiguió:

—Yo os daré los medios, a vos y a vuestro hijo, para que viváis libres de cualquier riesgo y daño. Me convertiré en vuestro marido, si es que ello no os causa excesivo reparo. Soy francés, de la Gascuña, y tengo también familia en el valle del Alhama, en tierras de la Rioja. Aunque hace años que vine a estudiar a Madrid, muy a menudo viajo a mis dos patrias, con lo que es costumbre verme, o dejar de hacerlo, de vez en cuando. Así que diremos que os he traído a vos, mi esposa, de Francia, lo que además podrá explicar que no dominéis el idioma y vuestro extraño acento, si es que alguien acertara a veros o hablar con vos. Para la gente lega un idioma extranjero es igual a otro, todos les suenan mal –rió con ganas–. Os lo digo por experiencia. De este modo –continuó explicando–, los de aquí pensarán que nos hemos casado en la Gascuña o en la Rioja, y los de allí –si es que alguna vez se enteran con el tiempo– supondrán que ha debido de ocurrir en uno de los otros sitios.

—Sois de veras amable y acepto la oferta de corazón –respondió Lucila–. Pero, ¿dónde viviremos? ¿Es que estamos destinados mi hijo y yo a quedarnos aquí para siempre?

Los hombres y Aslanta –o doña Mariana–, intercambiaron miradas de incertidumbre.

—Solo temporalmente –se decidió a explicar Dantés. Luego, como no pareciera recobrar los ánimos para seguir, Aslanta lo hizo por él.

—Señora Lucila, lo que estos hombres no se atreven a explicarte –ni tampoco a mí, por cierto–, tiene que ver con los peligros que nos acechan, ¿no es así, amigos? Les preocupa que, si algo saliera mal y los tenebritas capturaran a cualquiera de nosotras, sería mejor que sepamos lo menos posible, porque así no podremos revelarlo al enemigo.

—¿Y qué significa tu presencia, cuál es tu papel, por cierto? –interrogó por fin Lucila.

—Soy la partera mística, es lo único que sé. Yo traeré a tu hijo al mundo en el momento indicado, bajo los astros propicios y la única conjunción capaz de cambiar el destino.

Lucila la miró fijamente en silencio, asimilando lo que Aslanta acababa de revelar. Y en los ojos de doña Mariana escudriñó el alma celta de la partera hasta averiguar mucho más de lo que nunca le habrían dicho sus palabras.

—Yo os juro –se comprometió entonces André, mirando a las dos mujeres alternativamente–, que conoceréis de mis labios el resto del plan en cuanto hayamos llegado sanos y salvos a la quinta que dice doña Mariana. Os doy mi palabra también de que empeñaré mi vida y mi honor en defender al niño sagrado y a su madre. Ahora, concededme el honor de sellar nuestro enlace, aunque sea un matrimonio de compromiso. No será peor, si de mi voluntad depende, que ninguno de los que, supuestamente, se realizan por amor. Mi señora Lucie, pues si os parece bien usaré en adelante este nombre, que es adaptación del vuestro y resulta apropiado para la mujer de un gascón, ¿me concedéis vuestra mano?

—Os la concedo –suspiró Lucie tras una brevísima pausa–. A vuestro honor nos encomendamos, mi noble amigo, mi hijo y yo.

 

Continuará...

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