La muerte de un rey

Imagen de Patapalo

Segundo relato de La corona de llamas y huesos

El rey Ariak el viejo se enfrenta al destino que cual cuervo de mal agüero le ha sobrevolado los últimos años de su reinado.

 

Escondidos en su seno, bajo piedra negra son,

Duermen, huesos malditos, en casas de tizón.

Cadenas de hierro forjaron que cual hilos quebró

La maldad del nigromante que en su búsqueda partió.

 

Ariak el septuagésimo contempló a las demoníacas criaturas que se asomaban en el linde del bosque. Era un hombre paciente, amante del transcurrir del tiempo. No gustaba de las prisas y, aun en aquellos últimos instantes de su reinado, seguía actuando con su habitual parsimonia.

Sabía que ninguno de los dos miembros de su corte a los que había convocado entendían aquella actitud, pero él era el rey y no tenía por qué justificarla. En realidad, ni tan siquiera podía, pues tal era el protocolo. Sin lugar a dudas la soledad se enseñoreaba sobre el trono aquel desdichado crepúsculo en que su corona caería por fin, mellada alhaja, a los pies del brujo.

No sentía rencor por el asedio al que le había sometido. Había agradecido que alargase unas horas aquella agonía para darle tiempo a saborearla. No por amargo prefería engullir rápidamente ningún bocado. Tampoco olvidaba la deferencia pasada, cuando su reino quedó el último confín que el brujo decidiera explorar aunque los augurios lo delatasen como el más probable escondite.

Había ganado, así, tres jornadas de tregua frente al inminente final a sumar al año y medio que le había concedido al cambiar, en un primer encuentro, el rumbo de sus mesnadas. Y en todo aquel tiempo no había llegado a atisbar siquiera el por qué de sus actos.

Los muros del castillo estaban descuidados y la provisión de flechas enmohecida. Los portones comidos por el musgo y los rastrillos herrumbrosos no hubieran soportado ni el primer envite de sus siervos malignos. ¿Por qué le había concedido aquel reloj de arena a un rey amante del tiempo?

Ariak el septuagésimo no pretendía entenderlo. Durante los años de ensoñación de su reinado había tenido tiempo más que suficiente para darse cuenta de que, a pesar de ser un hombre meditabundo y reflexivo, era completamente incapaz de leer en el espíritu humano.

 

Virum el bardo, notable juglar de la corte del rey Ariak el septuagésimo, sentía unas tremendas ganas de frotarse las muñecas. No hacía mucho que le habían quitado los grilletes y por ello hubiera querido estimular un poco la circulación de su sangre; por el mismo motivo no se atrevía a hacerlo.

La pesadilla, o el malentendido, como en otras ocasiones prefería pensar sobre aquel asunto, comenzó cinco días atrás cuando decidió componer una nueva canción, de talante épico aunque algo trágico, sobre los oscuros objetivos del brujo. No sabía todavía muy bien qué notas había pulsado capaces de provocar tan virulenta reacción en su monarca. Sin apenas darse cuenta, antes de que el sol saliese después del fatídico banquete, el juglar había quedado privado de su luz.

Bien es cierto que había tenido tiempo más que sobrado en la celda para reflexionar sobre el asunto, pero no por ello había encontrado la respuesta. Probablemente esto se debiese a que había estado demasiado ocupado componiendo un nuevo poema y evitando que este cayese en el olvido. No tenía papel ni pluma para escribirlo, así que tuvo que mantenerse atento a aquellos versos huidizos que, cual las ratas de la mazmorra, hubiesen escapado a su mirada en cualquier instante de descuido.

Precisamente sobre aquello versaba su glosa. La idea, no es necesario decir de dónde surgió, era harto original: un poeta encarcelado, y condenado a no tener con qué escribir, tiene que arañar las paredes de su celda para conseguir grabar su arte. Dado que el muro es limitado, que el tiempo es lo único que tiene en abundancia y que el trabajo de la talla es arduo y doloroso, el poeta no quiere precipitarse en la ejecución de su obra y reflexiona y reflexiona sobre las rimas hasta que muere sin haber inscrito un verso. En la primera versión sí que escribía algunos y de gran calidad, demostrando la bondad de la preparación en la poesía, pero aquellos versos escaparon, no como su desdichado creador.

No obstante, en aquellos momentos, encarado frente al monarca en tan delicada situación, tenía la impresión de que todas aquellas fabulosas ideas que había tenido durante su reclusión no eran más que majaderías de una mente frívola. No eran tan estúpidas como la de solicitar audiencia al monarca para leer el fruto de su encierro a modo de disculpa, pero sin duda parecían obra de un bufón contempladas con la luz de la cruda realidad. El ejército de engendros del brujo estrechaba el cerco en torno a los muros y no tardarían en caer sobre ellos. ¿Qué importancia podían tener unos versos ingeniosos en aquellos momentos?

La mirada gélida del monarca, posada tranquila sobre los invasores, su expresión mayestática, presta ya a ser esculpida con los matices de los héroes, daban una clara impresión al juglar, quien cambiaba el peso de una pierna a otra terriblemente incómodo.

Obviamente no juzgaba con demasiado acierto al viejo Ariak, pues sin duda el hombre hubiera apreciado aquella historia como buen amante del tiempo. En cualquiera de sus dos versiones. Sin importar la situación en la que fuese recitada.

 

Dos guardias irrumpieron en la estancia sin llamar siquiera a la puerta. Únicamente la firme mirada del senescal consiguió que recuperaran la compostura frente a su monarca. Sus rostros eran espejos de un horror mayor, máscaras de miedo.

—¿Dónde está mi heredero? —inquirió el monarca con voz firme.

Sin embargo, no recibió respuesta. Los soldados agacharon sus rostros tiznados de sangre, avergonzados. Sin atreverse a articular palabra, hicieron avanzar al nieto del monarca, que hasta el momento había permanecido oculto tras ellos. El niño, de apenas cinco años, miraba con ojos llorosos a su alrededor. Tampoco él entendía qué ocurría.

—Mi hijo… —el dolor hizo traslucir el cansancio en las palabras de Ariak el septuagésimo. Temeroso de que pudieran traer algo más consigo, calló sin terminar la frase.

El senescal lo observó, con cierta dureza, sentarse en el trono. Había caído. Era como un barco sin arboladura sacudido por una tormenta. Presenciaban el final de una dinastía. Su puesto, por ello, seguía estando allí.

El rey Ariak había sido un señor digno y magnánimo, y sus súbditos le habían servido bien. Habían vuelto la mirada, como él mismo, para no ver las fechorías del brujo. Nunca habían intentado oponerse a sus designios. Por ello la guardia del castillo jamás había pretendido plantear una defensa encarnizada contra los engendros, aunque su sangre estuviera infectada de la furia guerrera.

—Vuestro hijo cayó como un héroe —estalló uno de los soldados—. En combate singular dio cuenta de una docena de esos demonios.

Unas lágrimas silenciosas corrían por las mejillas de aquel hombre, un llanto de admiración y locura. Todos guardaron un tenso silencio hasta que el rey decidió la respuesta. Con un gesto autoritario los despidió. Y su nieto rompió a llorar.

Virirum el bardo se arrodilló frente al trono y reposó su frente sobre la mano del anciano monarca. Su corazón romántico palpitaba desbocado. “Dadme una espada, mi señor. Permitidme vengar a vuestro hijo” susurró con furia. El rey no llegó a contestarle. El senescal se adelantó y, tomándolo del manto, lo apartó de su lado con violencia. Sus dientes apretados denotaban enojo, rabia.

Ariak el septuagésimo los miró abstraído. No reparaba apenas en sus diferencias. A su parecer resultaban idénticos elementos del escenario, representando cada uno su papel en la función. El juglar apasionado. El senescal firme en su atalaya. Sabía que aquel hombre permanecería a su lado hasta el final. El honor de los hombres de armas. La lealtad de los guerreros. Siempre le había tranquilizado tenerlo a su lado.

Jamás había cuestionado una orden. Nunca había puesto en entredicho su autoridad. Conocía cuál era su rol en el reino y lo cumplía del mismo modo estricto que se hubiera conducido en un banquete, en una coronación. Poco importaba el entorno. Él conocía su oficio.

Por ello, cuando al ruido de pasos apresurados desenvainó su espada, no se sorprendió el monarca. Tampoco debería haberlo hecho cuando atravesó con ella a Virum el bardo, ni cuando la usó para hacerle prisionero.

Pero Ariak el septuagésimo era un hombre incapaz de leer en el espíritu humano, inepto para comprender que él, por muy monarca que fuera, era un elemento más del escenario. Fue por ello que no llegó a entender nunca que la prioridad en la guerra es elegir el bando adecuado, y que este, para un hombre de armas, era aquel que ofrecía el brujo.

Durante las semanas que sobrevivió al encierro y la tortura, no encontró la solución a estos enigmas. Tampoco pensó mucho en ellos. Agradeció al brujo, no obstante, su paciencia; tanto como hubiera agradecido a Virum el bardo su poema. Más, seguramente, que su sacrificio como guerrero.

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