Afar

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Un relato de Murphy para la vivisección de Máscaras

 

Dá’ro.

El día en que Wakari nació había llovido y se escuchó aullar a los chacales. Por eso sus padres le pusieron de nombre Dago Wakari kuu Roob, o pequeño chacal de lluvia. Al día siguiente de su alumbramiento, Wakari fue puesto en camino por los territorios ancestrales de los afar.

Poco después de aprender a andar ya guiaba a los rebaños con el resto de sus hermanos y primos, pero no atrapó su primer animal hasta tener la altura de un antílope. Dago Wakari no era un gran cazador, y sus dotes como luchador eran sin duda de las peores de la tribu. Todo el mundo decía para animarle que eso era porque, al nacer bajo la lluvia, había nacido artista y no guerrero.

Wakari creció rebelde. Allí donde la gente peleaba para ganar el respeto del resto, él optaba por negociar. Cuando fue lo bastante mayor para empuñar la lanza, conoció a Diida, la primera y única mujer de la que se enamoraría. Se escabulló por las noches y fue sigiloso como los chacales que le dieron nombre. Pasearon a la luz de las estrellas y coincidieron en los festejos diurnos siempre que pudieron. El día antes de que las tribus se separaran para volver a sus zonas habituales, Wakari y Diida se confesaron sus sentimientos.

En las tierras de los afar era costumbre que un hombre matara a otro antes de tener el honor de poder pedir a una mujer por compañera.Tras pedir consejo al viejo Kimbiro, un hombre sabio respetado por todos los afar, Wakari partió en busca de la máscara de los ityo. Si no iba a presentar la vida de un hombre como prueba de su valía, necesitaba algo de igual valor.

Recorrió las tierras de los afar, de los karo, de los mursi y de los hamer. La vida entre los afar ya le había acostumbrado a saber cómo abastecerse del entorno, pero en aquellos años de peregrinar desarrolló una afinidad especial con la naturaleza que le rodeaba…

 

 Dejó la máscara descansar sobre el suelo de la tienda. Se acordó de sus padres; de Diida, compañera y madre de sus hijos; de sus nietos; de las cacerías, de las fiestas e incluso de las batallas; de cómo aceptó cargar con aquella máscara y pasó a llamarse Dá’ro. En aquella tierra en la que las rocas sudaban sal él había vivido feliz.

Echó otro vistazo a aquel pedazo de madera y huesos tallados que tanto le había cambiado la vida. Los espíritus le habían mostrado el nacimiento de Irtá’alé, cómo con su primer llanto transformó aquella tierra en un lugar al que solo los afar llamarían hogar...

Se frotó los muslos y las rodillas antes de levantarse. Los huesos le dolían por la vejez, y necesitaba hacerlos entrar en calor antes de ponerse en marcha. De haber tenido más tiempo le habría gustado ir a visitar a unos cuantos amigos y conocidos, haber cenado y reído una vez más juntos. Sin embargo, por una rara ocasión,los espíritus habían sido claros.

Cogió la bolsa con las provisiones para el viaje, tomó su cayado, y se encaminó hacia la falda de la montaña maldita. Era media tarde cuando partió, así que no llegaría hasta el anochecer a su destino.

Observó las rocas, las plantas y los animales con los que había cohabitado. Disfrutaba con el tacto de los bordes afilados de las piedras, con los pinchos y las cortezas rugosas de los cactus y arbustos, con las bestias que el resto de los pueblos consideraban plagas. Se dio cuenta de que mientras caminaba iba tarareando aquella canción que Diida cantaba a sus hijos cuando eran pequeños.

Al llegar a la falda de la montaña no le costó mucho encontrar la pequeña cueva que los espíritus le habían mostrado. Era allí donde había encontrado la máscara. Era allí donde toda esta historia había comenzado.

 

El viejo afar se arropó con su manta de pieles. La pequeña fogata alimentada por excrementos secos de camello y pequeños trozos de madera no daba el suficiente calor para calentar la cueva, pero la seguía avivando por la compañía que le proporcionaba. Las sombras se movían al ritmo de la danza del fuego. En el techo y las paredes, aquellos dibujos casi tan antiguos como los propios espíritus parecían cobrar vida.

Del exterior de la cueva llegó el murmullo de un pequeño roedor moviéndose. Pudo ver el reflejo de sus ojos en la oscuridad, cómo le saludaba con el hocico. Vio cómo una gran araña se abalanzaba sobre su lomo. Los estertores apenas duraron unos segundos, pero fueron suficientes para llamar la atención de un enorme alacrán negro. Los dos arácnidos se enzarzaron en un hermoso baile que los alejó hacia la noche. El momento se acercaba.

Extrajo de su bolso un puñado de hierbas secas y un trozo de madera de baobab. Echó las hierbas y el madero al fuego y esperó a que comenzasen a humear. Aspiró a pleno pulmón cuanto pudo, y exhaló sobre la máscara que le había sido legada por sus antepasados. Dio las gracias a los espíritus del cielo y la tierra por haberle permitido tener una vida larga y plena, les pidió una vez más su protección acariciando sus collares de cuentas y puso la máscara sobre su regazo.

Una figura apareció en la entrada de la cueva. A simple vista podía parecer un afar o un karo cualquiera, pero los espíritus de los ancestros hacían que el anciano pudiera ver a través de la máscara. Sus rasgos eran oscuros y borrosos, y de sus manos escapaban lenguas de fuego y lava.

- Hola anciano. Iba caminando cuando he oído tus cánticos, y me preguntaba si te importaría compartir tu refugio conmigo esta noche.

- Hola Irtá’alé, te esperaba.

El visitante se quedó unos instantes observando las pinturas de la cueva, soltó una risotada y se sentó junto a la hoguera frente al viejo afar.

- Es la primera vez que alguien me espera, así como la primera vez que alguien me hace reír. Dime, ¿cómo sabías de mi llegada?

- Los espíritus de mis antepasados me visitaron en un sueño y me advirtieron de tu regreso. Me dijeron que debía esperarte aquí.

- Y si esos espíritus de los que hablas te dijeron quién era yo, ¿por qué les haces caso? Las pocas personas que alguna vez me han visto tal cual soy han huido, lloriqueado o suplicado.

- Mis antepasados sólo me dijeron que debía esperarte aquí, no lo que va a pasar. Sé quién eres y de lo que eres capaz, pero ya he vivido más de lo que esperaba y no tengo miedo de unirme con mi gente en el más allá.

Irtá’alé sacó una pipa de su bolso, la llenó de hierba, le prendió fuego y tras dos largas caladas la pasó al anciano. La conversación transcurrió despacio, como transcurren todas las cosas en la madre África desde el principio de los tiempos.

El crepitar del baobab llamó la atención del viejo afar. La madera estaba terminando de consumirse, y con ella el tiempo del que disponía.

-Irtá’alé, me has honrado con tu historia. La mía, como puedes ver, no es más que un grano de arena frente a una montaña como tú. Ahora, ¿me harás el favor de marcharte para no volver y llevarte tu legado?

- Solo me marcharé si eres capaz de matarme, sabio Dá’ro.

- Así pues, a esto hemos llegado.

- Te recordaré, Dá’ro.

 

La luz del alba iluminó la montaña. Había explotado durante la noche. Coladas de lava todavía humeantes se deslizaban por sus faldas. En medio de estos ríos de magma una gran roca bajo la que había una cueva se encontraba intacta. Vista desde lejos asemejaba un rostro que lloraba fuego y gritaba.

 

 

Irtá’alé.

Salí de la montaña. Mis manos ardían. Encontré grupos de hombres, y todos me temieron. Hice de los valles, las montañas y el cielo mi hogar. Nunca conocí a mi padre, tampoco a mi hijo. Mi madre fue apenas un susurro.

Vagué por la tierra durante incontables lunas, buscando a alguien con quien compartir la historia, un espíritu afín. Vi el surgimiento y desplome de civilizaciones. Recorrí los profundos bosques de lo que más tarde se llamaría Europa. Asistí a las grandes migraciones de rumiantes en los hielos del norte. Descendí para ser testigo del nacimiento de Ur. Subí a las cumbres del Himalaya y bajé hasta llegar de nuevo a la orilla del mar.

Todos los seres que encontraba a mi paso tenían un sentido para existir, un fundamento, así como un semejante. Yo, al igual que el mar, era un ser único. En el exterior podía parecer humano, si bien mi aspecto cambiaba según me movía. Pasé de un color oscuro al rosado, luego mi piel se volvió cobriza, y más tarde mis ojos se tornaron más rasgados. Era consciente de la frecuencia de las mareas, de la rotación de la tierra y hasta del movimiento de los cuerpos celestes, pero no encontré nada en mi periplo que me explicase qué hacía yo allí.

Me encaminé hacia el oeste sin un destino en mente. Atravesé junglas, estepas y desiertos. Mi cuerpo sufrió nuevos cambios, hasta volver al color oscuro con el que nací. Me sentía cómodo con aquel color de piel, y fue entonces cuando surgió en mí el capricho por volver al lugar donde todo comenzó.

Allá donde la tierra tenía un olor sulfuroso, dejando atrás dos grandes lagos, el fuego escapaba de sus entrañas. La vida era escasa y dura en aquella zona, así como sus gentes.

 

Caminaba en un extraño estado de alegría cuando oí algo que me llamó la atención. De un lugar cercano me llegaba la voz de un hombre. El sonido era como el de un cántico, tal vez un rezo. Era repetitivo, en tonos graves mezclados con algunos agudos que producían un efecto hipnótico. No tenía nada mejor que hacer, y ya era de noche cerrada, así que me dirigí hacia la fuente de aquel sonido.

En la falda del volcán había una abertura de la que salía un resplandor. Allí me encontré con el causante de aquel pequeño revuelo. Era un viejo afar de piel curtida como el cuero y negra como el carbón. Estaba canturreando junto a una pequeña hoguera.

Entonces me fijé en algo que me había pasado desapercibido en un primer momento. Las paredes estaban repletas de dibujos. Éstos representaban a grupos de hombres acercándose a la vieja montaña, y a una sombra oscura con fuego en vez de manos, boca y ojos emergiendo de ella. Mostraban imágenes de una violenta tormenta de fuego, y a aquellas pequeñas figuritas peleando valientes contra ella.

La verdad es que yo lo recordaba muy diferente.

Le pregunté al abuelo si podía sentarme. Tras unas palabras de cortesía me encendí una pipa y se la pasé.

- ¿Sabes por casualidad qué es lo que representan esas imágenes de las paredes? – le pregunté.

- Los dibujos de esta cueva hablan sobre la historia de nuestro pueblo. Los ityo, angustiados ante la cercanía de una guerra, acudieron al espíritu de la montaña en busca de ayuda. Entre algunos de ellos había duda en sus corazones. Había crecido el rumor de que había espíritus malignos rondando por aquí. – Dio una larga calada a la pipa, removió un poco el fuego con una rama, y puso expresión meditabunda. - Esta duda era tan fuerte en algunos de ellos que había crecido hasta el punto de ser fe.

El viejo se quedó sentado mirando al fuego. Sostenía entre sus piernas una vieja máscara de madera que me observaba con sus cuencas vacías. Esperé para ver si continuaba con su historia, pero al fin opté por romper con su silencio.

- ¿Y eso es todo?

- De la montaña surgió una sombra. Sus miedos y sus dudas fueron la primera leche que bebió aquella criatura. – Alzó el rostro para mirarme directamente a la cara. Por un momento sus ojos me parecieron vacíos como los de la máscara.

- Lo que pasó después fue un error. En vez de enviarte de vuelta a las entrañas del fuego de la montaña del que habías salido, solicitaron tu auxilio. Te dieron el aliento de la vida temiendo haberse equivocado. Deseaban que fueras otro, que fueras diferente.

Una vez más, el anciano dirigió su mirada a las llamas. Presentí que iba a volver otro de aquellos silencios suyos, así que hice un pequeño truco para ambientar el momento. Llamé a las salamandras que estaban eclosionando en el interior del tronco incandescente. Aquellas pequeñas saltarían como locas con que solo las mirara con un poco de intensidad, pero me decidí por algo más elevado para tan extraño anfitrión.

- Venid, pequeñas – dije.

- No – dijo él.

Nada sucedió.

El sopor me duró menos de un suspiro, pero era más de lo que me había durado ninguno en toda mi existencia.

- ¿Quién eres?

- Mi nombre era Dago Wakari kuu Roob… - dijo el anciano volviendo a hundir su mirada en el fuego.

Pequeño chacal de lluvia. Era un buen nombre, pero no lo suficiente para hacer lo que acababa de presenciar.

- me llamo Dá’ro.

- ¿Semilla? ¿Por qué tienes dos nombres? ¿Cómo puede ser?

- Encontré la máscara de los ityo. Tuve mujer y descendencia. Pero los espíritus son caprichosos, y reclamaron la vida de mi primer hijo en pago por mi arrogancia. Ofrecí mi nombre y mi vida a cambio de la suya. Lo aceptaron, y desde entonces pasé a llamarme Dá’ro.

Semilla. Pusieron de nombre semilla al hombre que decidió dar vida en vez de muerte. Los espíritus podían ser un auténtico coñazo cuando se lo proponían.

Decidí presentarme oficialmente, dar mi versión de los hechos.

Dá’ro me escuchaba mientras removía el fuego con aquel palo, asintiendo de tanto en tanto conforme le relataba mis viajes por el mundo.

- Irtá’alé, maldijiste a los ityo y mataste a muchos de ellos. Transformaste sus tierras y les dejaste como legado un triste recuerdo de lo que fue su paraíso…

Mientras el viejo sabio hablaba no podía evitar dejar de mirar aquella máscara. Me resultaba familiar, tanto que estaba seguro de haberla visto en alguna parte. Y entonces me vino a la mente.

Recordé a aquel grupo de cobardes que se plantaron ante mí, insolentes, a la entrada de la cueva. Uno de ellos portaba un trozo de madera que se parecía mucho a aquel, pero en el momento no le presté atención. Creía que habría desaparecido junto a ellos, y de cualquier manera tampoco le habría hecho mucho caso.

El anciano terminó por contarme su versión de los hechos, la versión de aquellos espíritus de mente estrecha. Guiado por sus palabras me pidió que me marchase y me llevase aquel regalo que les había dejado. ¡A mí!

- Puedes probar a ver qué es lo que tú y esa máscara sois capaces de hacer.

Hubo un momento de silencio, interrumpido por el último crepitar del pedazo de madera en la hoguera. Entonces Dá’ro gritó. Con su grito fueron miles las voces que gritaron. Algunas pedían ayuda, otras clemencia, y todas que me fuera. Sus ojos se convirtieron en los ojos de miles de rostros suplicantes, atemorizados, furiosos… los espíritus de aquellos que no se habían atrevido a hacerme frente en vida se habían apoderado del viejo afar.

Me levanté, atravesé la fogata y cogí al anciano por el cuello. Le agarré de la lengua, que asomaba por fuera de su boca, se la arranqué y me la comí. Le introduje los dedos en las cuencas de sus ojos, se los vacié, y también me los comí. Entonces miré a la máscara, hacia donde el resto de los espíritus se arrastraban aterrados.

- Yo soy Irtá’alé, y éstos, los afar, son mis hijos. Los ityo estáis muertos, y los que ahora quedan son un pueblo nuevo. Nacieron de vuestra sangre mezclada con mis cenizas. No tendréis ningún poder sobre ellos… ¡He hablado!

 

Salí de la montaña. Mis manos ardían. Encontré a un solo hombre que no me tuvo miedo. Hice de las arenas, las estrellas y la noche mi hogar. Si no fuera por mis padres, nunca habría conocido a mis hijos. Mi madre me dio a luz con un rugido.

Caminé por las dunas, buscando sabios de otras culturas y otros ritos. Observé los milagros de la fe. Encontré brujos, chamanes, mártires y profetas. Asistí a las danzas de la lluvia y los entierros de los faraones. Me interné tierra adentro para descubrir el nacimiento de panteones enteros, y volví para ver el surgimiento de las tres religiones del libro.

Las diferentes formas de brujería que encontré a mi paso tenían un elemento en común, la fe. Yo, tal y como pude comprobar aquella noche con Dá’ro, tengo mi origen en la desesperación, una idea caótica suelta por el mundo.

Pero no vayas a pensar que todo esto me ha convertido en un ser triste o resentido. Nada más allá de la realidad. Me ha llevado un tiempo, pero es lógico si te paras a pensarlo. Toda buena idea necesita su tiempo para madurar, y ahora yo sé qué es lo que quiero.

¿Sí? ¿Ya lo has adivinado? Te hablo a ti. Yo tengo fe en ti.

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LCS
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Buenas, compañero. En primer lugar, he de felicitarte por ser tan valiente como para someter a nuestra crítica tu relato.  En segundo lugar, voy a hacer las advertencias que siempre hago. Todo lo que voy a decir es solamente una opinión y como tal has de tomarla. No todo lo que yo diga tiene que ser ninguna dogma. Es unicamente lo que yo pienso.  

Para mí tu relato comete un grave pecado. Creo que tiene ansia de novela. Quiere contarnos demasiadas cosas, darnos demasiados datos. Debería centrarse en algo mucho más concreto e intentar recreearlo, dotándolo de una atmósfera. Reconozco que es algo muy complicado cuando se trata de fantasía. Al crear un mundo nuevo, el autor tiene que darnos los suficientes datos como para contextualizar el relato dentro de ese mundo y poder entenderlo. Por tanto, tiene que haber un equilibrio entre la historia que se quiere contar al lector (que en un relato tiene que ser algo breve pero intenso) y los datos que se tienen que dar al lector para que lo contextualice dentro de un mundo nuevo. 

Seguro que sí se hubiera centrado en algo más concreto, habría sido seleccionado, porque materia prima hay, pero quizá necesita algo más de cocción.

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Murphy
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Puntos: 108

Aupa LCS!

En primer lugar: ¡¡¡muchas gracias por leer el relato!!!

Sobre lo que comentas, la verdad es que estoy totalmente de acuerdo. Me sucede muy a menudo que al querer describir o contextualizar termino yéndome por las ramas.

Lo cierto es que este relato, cuando lo escribí por primera vez estaba pensado para la convocatoria de brujería, y hablaba solo sobre el nacimiento de Irtá'alé y cómo mataba a Da'ro. Por otro lado, pensaba hacer el relato de Da'ro orientado para la convocatoria de máscaras. En cada uno de ellos empezaba el relato con el "protagonista", luego pasaba al punto de vista del otro, para terminar de nuevo con la visión del comienzo. Vamos, un lío de cojones que iba a ser complicado de entender.

Así pues, junté los dos, hablé en cada parte únicamente con el punto de vista del personaje, y me decidí por intentar hacerlo sencillo... y terminó por salir así.

Pero lo dicho, muchas gracias por el esfuerzo de echarle un vistazo, y tendré en cuenta tu sugerencia para el próximo relato rollo "Cowboy beebop fosco".

Saludos

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