Literatura a pie de imagen

Imagen de Patapalo

Humilde homenaje a las historietas o cómics, un modo de expresión artística que suele quedar en tierra de nadie y, a veces, demasiado olvidado.

Existe un género artístico híbrido entre la literatura y la pintura que, desde la perspectiva literaria, se deja a veces de lado. Puede que esto se deba a que muchos de los buenos lectores de hoy en día nos iniciamos en la lectura gracias a él. Paradójicamente, en vez de adquirir el tinte elegante de una base, queda con el color pastel de la infancia y, por ello, a veces se le desprecia o, al menos, no se le aprecia lo suficiente. Hablo, por supuesto, de las historietas, los tebeos o los cómics, como se prefiera denominarlos.

 

Una de las numerosas rarezas de mi padre fue la de realizar una magnífica colección de “Asterix”, “Tintín” y “Lucky Luke” durante su época de soltero para después dejarla en las manos ávidas y poco hábiles de sus hijos cuando éstos todavía no iban ni siquiera a la escuela. Aquel juguete fascinante rápidamente se convirtió en nuestro preferido. No es de extrañar, por lo tanto, que nos convirtiéramos en buenos lectores y que emprendiéramos nuestras propias colecciones en cuanto empezamos a desarrollar nuestras propias manías. Así “Conan el bárbaro”, por mi parte, “Transformers” por la de mi hermano, pronto fueron una lectura regular y ansiada.

 

Seguramente tampoco es de extrañar, precisamente por haber devenido tan rápidamente un hábito la lectura de cómics, que haya tardado tanto tiempo en prestarles la atención que merecen. Echando la vista atrás, a la hora de escribir este artículo, no puedo poner en duda que “El príncipe Valiente”, de Harold Foster, fue el cristal a través del cual empecé a contemplar ese viejo vicio de las historietas de un modo distinto.

 

Para aquéllos que no conozcan los detalles de la magnífica serie de “El príncipe Valiente” les diré que es un folletín que comenzó como tira dominical en los periódicos estadounidenses y que recoge la saga de un príncipe escandinavo que se convierte en caballero de la tabla redonda. Este argumento, que no tiene absolutamente nada de novedoso, se convierte en algo genial gracias a las impresionantes ilustraciones que le acompañan y a los fabulosos relatos que nos plantea su guión. Los personajes, de una precisión y profundidad impecables, y que evolucionan con el tiempo sin perder los rasgos íntimos de sus caracteres –es decir, como las personas de verdad-, marcan una diferencia notable y, en conjunción con las propias historias, demuestran que una buena narración no tiene porque presentarse en formato novela.

 

Sí, éste fue el primer punto del que me di cuenta: la hermana menor de la novela, la historieta, puede tener su misma calidad incluso en el nivel narrativo y de escritura. No se trata únicamente de preferir leer cómics por los dibujos, sino que en ocasiones la propia obra, aunque careciese de ellos, ya iguala o supera a muchas lecturas “de mayor bagaje”.

 

“Torpedo 1936”, de Bernet & Abulí, es un claro ejemplo de ello. Los diálogos, cargados de ironía y humor negro, y la narración de los acontecimientos al pie de las viñetas son literatura en estado puro. Incluso parece que el presentar relatos (al menos en la edición de Norma) propiamente dichos al final de las historietas haya sido un modo de dejarlo claro a los lectores.

 

No obstante, la potencia y la conveniencia de un buen acompañamiento literario a otros modos de comunicación más o menos artística es otro tema a parte y que daría para otro artículo. El juego de ordenador Max Payne es la prueba de ello. Es por ello que la vuelta de tuerca que querría dar a continuación vuelve a centrarse en el particular mundo del cómic. La obra en concreto que me hizo reparar en ello fue “V de Vendetta” (1983 – 87), de Alan Moore.

 

Rara es la ocasión en la que un autor nos sorprende con su cultura sin abrumarnos o incluso repelernos. Moore tiene esa gracia en “V de Vendetta” y, lo que es mejor, explota las referencias continuas que existen a lo largo de la obra sin interferir en ningún momento en el desarrollo de la trama. ¿De qué otro modo podría ser el relato de este terrorista cultural?

 

Sin embargo, más allá de toda la poesía del concepto, de todo el lirismo de la historia, lo que resulta impresionante y una lección en toda regla para la literatura “seria”, es la utilización de los recursos narrativos. La conjunción entre imagen y texto es impecable, exacta como un reloj. Los juegos de luces y sombras, de ritmos, de planteamientos, aparecen en escena en el momento adecuado, ni un centímetro antes ni uno después. La potencia narrativa desarrollada es, gracias a ello, impresionante. Al ver una obra de estas características, uno, como aficionado a la lectura y a la escritura, no puede dejar de preguntarse qué se podría conseguir empleando técnicas similares en la escritura de novelas.

 

Finalmente ése es el punto que empezó a mortificarme. En el ámbito del relato y de la poesía, la narrativa tradicional ha escapado algo a esta inercia, pero en novela, incluso dentro de las tendencias y de los experimentos osados, se trasluce un cierto inmovilismo que parece mezcla de indecisión y de una concepción derrotista del “todo está ya inventado”.

 

Curiosamente, en el mundo del cómic parece ocurrir todo lo contrario. Los lectores cada vez disfrutan más con los nuevos experimentos, y así, gracias a editoriales como Norma, que han decidido arriesgar con este filón, hemos podido disfrutar de obras maestras como el “Watchmen” de Alan Moore y Dave Gibbons. Por evitar alargarme mucho en este tema, resaltaré únicamente la genialidad de la arquitectura del capítulo sobre Rorschach y el acertado intercalado de los “Relatos del Navío Negro” (de Max Shea) dentro de la trama.

 

No insisto más, entre otras cosas, porque el mejor modo de apreciar estos someros apuntes es consultar las obras citadas o rememorar entre las ya leídas, pues muchas otras de igual calidad han quedado en el tintero. No hace falta ninguna preparación para entender el potencial que tendría transferir esos recursos, o arriesgar de un modo equivalente, en el ámbito de las novelas.

 

Y precisamente allí está lo más importante de toda esta disquisición: en la facilidad de entender este tipo de herramientas gracias a un cómic.

 

Vivimos en una época en la que la cultura visual es tremendamente importante. Incluso dentro del ámbito de la literatura es difícil escapar a las referencias a otros géneros más ópticos, como el cine. Cuán fácil, ha de ser, por lo tanto, aprender gracias a las historietas. No olvidemos lo comentado al principio: muchos aprendimos a leer así. Algunos hemos tenido la suerte de no abandonar nunca esa primera escuela.

 

Cierto es que no soy partidario de las adaptaciones literarias, ni siquiera al formato cómic -y rara vez al cinematográfico-. De hecho, la última que cayó en mis manos, de Breccia sobre los Mitos de Cthulhu (Editorial sins entido), me dejó un sabor agridulce: las ilustraciones eran magníficas y acompañaban de un modo magistral al texto; si este último no hubiera sido mutilado, hubiera sido un gran acierto como obra.

 

Sin embargo, hay alternativas a la adaptación pura y dura. He tenido el gran privilegio de ver una de mis obras ilustrada por un artista. Redescubrir mi propio texto en imágenes, reencontrar mi historia tratada con respeto y, sobre todo, con entendimiento, pero en un lenguaje distinto, ha sido una de las mayores satisfacciones que he tenido como escritor.

 

Desde el momento en el que tuve el privilegio de contemplar esa simbiosis de cerca -¡demonios, participando en cierto modo!- me di cuenta de que jamás debería haberse desterrado al cajón de las literaturas menores ésa que queda al pie de las ilustraciones, nuestra primera maestra y la que, todavía, mucho nos puede enseñar.

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