Tormenta eterna en Kios: Capítulo III

Imagen de Patapalo

Dersea apoyó su espalda contra el frío y húmedo muro de piedra mientras miraba en derredor, expectante, como si de un momento a otro alguien fuera a aparecer en la calle desierta. Lentamente se desplazó hasta la esquina y se asomó a la oscura plazoleta. En el centro de la misma una enorme estatua de algún rey se erigía desafiante, como una sombra surgida de las profundidades del Averno para vigilar la antigua catedral frente a la cual montaba guardia. Dersea se mantuvo a la espera, como si de un momento a otro el antiguo monarca fuera a girar la cabeza hacia ella.

Al cabo de un momento reunió la voluntad suficiente y entró con paso decidido en la plaza. Una pareja de guardas que salía del templo charlando animadamente pasó a su lado sin prestarle la más mínima atención. Tras franquear el portón de la catedral, Dersea respiró aliviada. La penumbra dominaba la estancia, aunque todavía faltaba una media hora para el anochecer. Temerosa de haber llegado demasiado tarde, se apresuró a localizar la estatua de Vrath y la cristalera del mensaje.

Recorrió a buen paso las silenciosas galerías mientras observaba las cristaleras y tallas que adornaban las paredes y columnas. Todo seguía cómo lo recordaba. Cuando eran unas niñas, su padre había traído a las dos hermanas en varias ocasiones a este lugar porque conocía la afición de Kela por las gárgolas y en este templo se encontraban las más grandes e impresionantes de la ciudad, exceptuando las de los acantilados superiores.

Al llegar a la cruceta del templo encontró la impresionante representación del dios olvidado Vrath, bañada por los últimos rayos solares. Su padre le había contado la historia de este templo, de cómo había sido hallado al llegar sus antepasados al peñasco donde se asentaba, en los tiempos de este relato, la ciudad. Le había dicho que todas sus ventanas se encontraban abiertas, sin cristaleras que protegieran el interior de las impetuosas tormentas que solían azotar a la ciudad, y que, a pesar de ello, éste se encontraba en muy buen estado. Le contó cómo los antiguos habitantes adoraban a la enorme estatua pensando que era un semidiós atrapado en la roca por algún antiguo sortilegio. Todo aquello a Dersea le parecían leyendas sin fundamento, pero a Kela le cautivaban. Su padre lo sabía y disfrutaba contándole historias imposibles de comprobar.

Dersea sacudió la cabeza, intentando sacarse esos pensamientos de la cabeza. Aunque le resultaban agradables, carecían de utilidad en aquellos momentos.

La estatua se utilizaba de reloj de sol, calculando las horas en función del lugar señalado por la sombra de su mano alzada. Para localizar aquélla señalada en el mensaje, fue observando las cristaleras que adornaban la cúpula de la cruceta. Perpleja, se dio cuenta de que Vrath nunca señalaría la cristalera del mar, ya que ésta sólo podría ser iluminada varias horas después de que pasara el ocaso. Al comprenderlo sintió una gran impotencia. Miró a su alrededor, implorando ayuda con la mirada, pero se encontraba sola. De repente se notó muy pesada, abatida, y se vio obligada a sentarse en una bancada. Sin saber muy bien el porqué se sintió derrotada. Miró con los ojos llorosos a Vrath, mientras la sensación de que iba a perder algo muy importante crecía en su interior corroyéndole como un doloroso ácido.

Afligida, observó la enorme talla. Representaba a un ser humanoide, con garras en lugar de manos y pies, de miembros nudosos y muy musculosos. Estaba tallado en roca negra, lo que combinado a su diabólica expresión le daba un aspecto terriblemente siniestro. Una enorme boca repleta de colmillos partía su cara en dos en una inquietante sonrisa. Sus ojos, rasgados, observaban con aparente diversión lo que ocurría en las vacías cámaras de la catedral. Dersea fijó la atención en la cara del semidiós. Parecía gesticular a causa de la penumbra creciente. Pensó fascinada en la habilidad del escultor que dio forma, y prácticamente vida, a una roca inerte e informe con tan impresionante resultado. Poco a poco, Vrath se fue hundiendo en las sombras frente a sus ojos, al igual que toda la catedral. Había anochecido y los últimos rescoldos de luz habían abandonado Kios a su suerte.

Dersea miró a su alrededor sorprendida. Alguna nube debía haber ocultado la luna, eliminando la escasa iluminación a la que se había acostumbrado. Se incorporó dispuesta a irse cuando vio una temblorosa luz que se acercaba lentamente hacia la estatua. La muchacha se quedó arrebujada en el banco, mirando paralizada el destello que se acercaba irremisiblemente hacia su posición. A medida que se reducía la distancia pudo observar que era una figura humana quien lo portaba, aunque su resplandor, que le delataba como una vela, le impedía distinguir apenas nada más.

La figura terminó de recorrer la distancia que les separaba y se situó frente a ella. Dersea pudo vislumbrar unos ojos que le miraban con curiosidad. Se trataba de un enjuto anciano, con la piel curtida y la cabeza despoblada de todo vestigio de cabello. La observaba con los ojos entrecerrados, como si la vela le deslumbrara a él también. La miró meticulosamente de arriba a abajo, examinándola con mucho cuidado mientras elegía las palabras con las que hablarle. Tras un breve intervalo de tiempo en el que se observaron en silencio, el anciano rompió la quietud con una voz quejumbrosa, como si le doliera tener que hablar.

—Durante más de veinte años he venido todas las noches a encender las velas de Vrath a esta misma hora, y hace más de cuatro que no me encontraba a nadie en el templo tan tarde.

Como si después de esta afirmación hubiera conseguido restablecer de nuevo el orden en la catedral, el anciano guardián de Vrath giró sobre sí mismo y comenzó a encender las velas situadas detrás de la esfinge. Dersea, impresionada y paralizada, contempló cómo, con paso tembloroso, el anciano arrimaba la llama de su propia vela, lenta pero metódicamente, a todas las demás, y cómo, tras acabar su tarea, se alejaba silenciosamente por las oscuras galerías.

Dersea miró sobresaltada a la ya familiar figura del semidiós. Las llamitas le iluminaban desde abajo dándole un aspecto aún más demoníaco, cómo si se presentara en su más terrorífica y mayestática forma. Una densa sombra negra se proyectaba desde su brazo alzado en señal de mandato. La joven sintió un escalofrío al ver que ésta rozaba la cristalera del mar.

Vrath parecía sonreír, como si las acciones de los que hoy habían comparecido en la catedral no fueran más que designios suyos, que, aunque velados, fueran ineludibles para aquellos seres que sólo eran dignos de ser sus siervos. Miraba a Dersea como burlándose de su ignorancia, de que no sospechase que él sabía hacía ya tiempo lo que ella ni siquiera hubiera sido capaz de imaginar. La muchacha lo observó con frialdad. Lo atravesó con la mirada retándole a moverse, a demostrar que era algo más que un trozo de piedra con una forma peculiar, pero la estatua sonreía socarrona e impertérrita frente a la nerviosa humana. Sin perder de vista a la siniestra efigie, Dersea abandonó la catedral y se dirigió apresuradamente hacia el límite terrestre de la ciudad.

Una espesa niebla impregnaba las calles y calaba, afilada, los huesos de la muchacha. Poco después, una fina llovizna comenzó a regar las calles, contribuyendo a aumentar el frío nocturno. El suelo se encharcó rápidamente y el agua se filtraba abundantemente a través de las botas de Dersea. Acostumbrada a la impertinente humedad de la ciudad, apenas hacía caso a la incómoda sensación que la lluvia producía.

Recorrió las angostas pendientes que, serpenteando entre los enormes caserones de piedra oscura, le condujeron hasta el camino exterior que comunicaba la ciudad con el cementerio, el cual se encontraba fuera del recinto amurallado. Se detuvo un momento recostada contra la ciclópea empalizada de piedra. Era innegable que su pueblo tenía una historia manchada abundantemente por sangre humana. Numerosas batallas y guerras servían para indicar el comienzo o el final cada época en su cultura. Desde tiempos inmemoriales el arte de la guerra y de la muerte había sido su forma de vida, su sustento y su pasión, y, marcados por su pasado, parecían no poder eludir a los dioses de la muerte, cuya máxima era que la sangre llama a la sangre. Así, durante siglos, el pueblo de Kios había sido vencedor y vencido en numerosos campos de batallas, en guerras que continuaban guerras que se perdían en los confines de su historia y que, en cierto modo, cristalizaban en aquellos titánicos muros.

Dersea terminó de recuperar el aliento y se internó con paso dubitativo por el estrecho camino empedrado. Una vez pasada la emoción del momento, el miedo comenzaba a atenazarle el espíritu. Respiró profundamente en un intento de restablecer el control sobre sus propios nervios. El dirigirse de noche al cementerio, normalmente, le hubiera parecido imprudente en el mejor de los casos. La mera idea de tener que ir a semejante sitio en una noche tan oscura como aquélla le hubiera intranquilizado en el más soleado de los días. La perspectiva de encontrarse con un desconocido aún incrementaba más sus miedos. No obstante, la curiosidad tiene una fuerza inusitada y, aun en contra de cualquier predicción, Dersea se encontraba ya frente a la puerta metálica que permitía franquear el muro de piedra que separaba el cementerio del bosque que poblaba pobremente las paredes montañosas. Miró en derredor, intentando localizar algo en movimiento, pero todo estaba en calma aquella noche. La puerta estaba cerrada con llave, así que tuvo que trepar el muro, lo cual no le planteó problemas debido a la escasa altura de éste. Tras un breve esfuerzo, se descolgó pesadamente hasta el interior del cementerio. En él la niebla era aún más espesa que en el interior de la ciudad. El suelo estaba muy húmedo y en las zonas no empedradas se habían formados extensos charcos de barro. La tierra mojada desprendía un penetrante olor que se mezclaba con el proveniente de los pinares. Dersea comenzó a avanzar encorvada, como si quisiera evitar que alguien la viera, hacia el Gran Mausoleo.

De improviso, un desgarrador y estridente aullido rompió la quietud de la noche. Dersea notó cómo se le tensaban y paralizaban de terror todos los músculos. El aullido provenía del interior del cementerio. Sobresaltada, giraba una y otra vez sobre sí misma en busca del ser que producía el inquietante sonido. Presa del pánico no conseguía moverse hacia ningún lado, vencida ante la posibilidad de acercarse más a la criatura. Lentamente, el aullido fue bajando de tono hasta ahogarse en algún punto no muy alejado de donde se encontraba en aquel momento. El silencio de la noche volvió a llenarlo todo como si nunca se hubiera ido, como si aquella llamada de ultratumba hubiera sido sólo producto de la excitada imaginación de la joven.

Dersea avanzó cautelosamente unos metros al tiempo que la sangre volvía a circular en su interior, cuando, tan repentinamente como había aparecido el aullido, un furioso gruñido le asaltó por la espalda. Antes incluso de darse cuenta de por qué, Dersea se lanzó a la carrera, corriendo como sólo se puede correr cuando el miedo espolea las piernas. El gruñido se convirtió en un poderoso ladrido que aumentaba su intensidad y violencia a medida que la bestia iba reduciendo distancia, lenta pero inexorablemente.

La joven aceleró la marcha sin la menor dificultad, ya que cuando el pánico se apodera de la mente, el cansancio parece no existir y el cuerpo responde hasta límites insospechados. No obstante, el destino es caprichoso y, al pisar sobre una tumba de granito mojada por la lluvia, Dersea patinó cayendo de costado sobre la fría y dura piedra. Un ornamento funerario en forma de murciélago de piedra le miraba a escasos centímetros de su cara.

Desde el suelo, la joven se giró y vio a su perseguidor. Un enorme mastín, negro como los cimientos del infierno, corría hacia ella con las fauces abiertas, exhalando humo entre los colmillos como si ardieran sus entrañas. Un fuerte escalofrío le recorrió la columna vertebral, haciéndole soltar un lastimoso gemido. Apoyándose en la lápida se incorporó y reemprendió la carrera. Podía sentir el aliento del animal en sus piernas y las fuerzas abandonándole. Las energías dadas por la adrenalina son doblemente traidoras, ya que abandonan rápidamente el cuerpo aprovechando cualquier reposo y alertan de su presencia a los animales de sentidos aguzados.

Un enorme pino se erigía en su camino como refugio salvador. Casi sin pensarlo, Dersea saltó a una de sus ramas y, ágilmente, esquivó el furibundo mordisco del animal. Rápidamente trepó hasta ramas más elevadas y se agazapó entre ellas. El perro, a sus pies, gruñía y ladraba escandalosamente. Dersea lo miró mientras su corazón recuperaba su ritmo habitual. Las piernas le flaqueaban y se sentía agotada.

Al poco rato, una oscura silueta se acercó hacia el animal sin que éste le prestara atención. Era un hombre corpulento y de elevada estatura. Una pesada capa oscura le servía de cobijo frente a la llovizna. Empuñaba una enorme hacha de leñador en la mano derecha, mientras con la izquierda se protegía los ojos de la lluvia. Con unos guturales gruñidos tranquilizó al animal y apoyándose en el mango del hacha se arrodilló junto a él, como si éste pudiera contarle el motivo de sus ladridos. Dersea esforzó la vista y pudo observar los rasgos del que suponía sería el guarda del cementerio. Su mandíbula era prominente y sus ojos hundidos miraban como extraviados hacia el árbol. No cabía la menor duda de que era un ausente.

Éstos eran gente que, ya desde niños en la mayoría de los casos, no pensaban como los demás humanos. No comprendían muchas cosas y parecían estar siempre en otro mundo, por lo que se les denominaba así. Algunos eran violentos y difíciles de detectar y tenían la mente corrompida por demonios que les impulsaban a creer o a hacer cosas disparatadas. La mayoría, sin embargo, eran tranquilos, aunque con gran fuerza física, y solían vivir tranquilos realizando trabajos de baja casta que requirieran poca preparación. Uno de estos trabajos era el de guarda del cementerio. Éste vivía en una casa adosada al muro y se encargaba de mantener en buen estado las lápidas y las plantas del interior, así como de abrir y cerrar la puerta de acceso. Se ponía a un perro a su servicio para que se encargara de vigilar la entrada de intrusos, aunque, exceptuando a algún animal silvestre despistado, nada solía perturbar la paz del lugar.

Dersea seguía encaramada al árbol, observando a sus perseguidores, cuando un sonido fantasmal, como un susurro largo y musical, se dejó oír entre la niebla. El perro emitió un leve quejido, entre asustado y confundido. El guarda giró sobre sí mismo escrutando entre la niebla. El espectral alarido volvió a deslizarse entre los pinos y las lápidas. Dersea se acurrucó más entre el follaje e intentó vislumbrar algo entre la creciente niebla. Había parado de llover y la temperatura seguía bajando. Con movimientos que delataban sus temores, el guarda se fue hacia su casa llevándose con él al gigantesco mastín, el cual olfateaba ansioso el aire intentando detectar la procedencia y la naturaleza del ser que producía tan inquietante sonido. Poco a poco, el guarda se fue fundiendo con la niebla hasta desaparecer del campo visual de la muchacha.

El quejumbroso alarido fue bajando de tono hasta morir en el silencio de la noche. La pequeña área que la joven acertaba a ver con claridad se presentaba estática, muerta, como si el tiempo hubiera dejado de tener sentido en aquel rincón de la ciudad. Una fantasmagórica figura atravesó la niebla como flotando. Vestía una larga túnica blanca y su piel era tan pálida como sus ropajes. Llevaba un objeto en la mano que aparentaba ser un cuerno de caza exquisitamente labrado, con incrustaciones de algún material precioso. Fue avanzando con determinación hacia el árbol. Cuando llegó a su base extendió suavemente su mano hacia Dersea, invitándola a bajar. Ésta notó cómo un improbable calor le recorría el cuerpo, reconfortando sus doloridos músculos. Sin pensar apenas lo que hacía, la joven descendió ágilmente del árbol. Ya en tierra, miró detenidamente a la aparición. Su piel estaba apergaminada, pero no podía ocultar una belleza que, aun marchitada por el tiempo, era impresionante. Era el reflejo, mezcolanza de tristeza añorante y férrea aceptación de su presente, de una hermosura pasada e irrecuperable. Una belleza tranquila sólo alcanzable a través de aceptar la propia naturaleza que la crea, distante de la perfección pero no por ello menos loable o hermosa. Sus ojos eran negros, como pozos insondables que protegían con su profundidad los secretos contenidos en la mente de la anciana.

Con suavidad y naturalidad, la fantasmal mujer de blanco cogió del brazo a Dersea y la condujo entre lápidas y túmulos funerarios hasta el Gran Mausoleo. La vieja transmitía con su sarmentosa mano una fuerza inusitada en una persona de su edad, dirigiendo sin apenas esfuerzo a la muchacha y aportándole al mismo tiempo tranquilidad y calor. Dersea se movía cómo en un sueño. Lo irreal de la noche y de la actual situación la mantenía en un extraño estado de aturdimiento. Antes de conseguir reaccionar se encontró en la puerta del enorme monumento funerario en el que había sido citada. La enorme puerta que permitía acceder al interior se abrió pesadamente hacia el exterior. Una mujer de mediana edad les hizo pasar al interior sin pronunciar palabra alguna. Dersea observó sorprendida que la mujer llevaba colgando del cinturón una espada de filo ancho, de más de medio metro de longitud. Las leyes de Kios prohibían que las mujeres portasen armas o tuvieran acceso a ellas, estando prohibida asimismo su pertenencia a unidades militares o a la marina. Puede que más que aquello le sorprendiera que la forma y el tallado de la espada revelaban claramente su procedencia nórdica, donde habitaban los pueblos de ascendencia vikinga. La mayoría de los integrantes de las bandas piratas de los Señores del Mar provenían de dichas tierras, por lo que el comercio con estas regiones era prácticamente inexistente.

Con la misma eficacia que les había hecho entrar, la mujer cerró la puerta tras ellas y, acto seguido, levantó una enorme losa en una de las esquinas del pequeño recinto. Dersea notó que en el interior del mausoleo el frío era aún más cortante que el que se padecía fuera. La mujer descendió por la abertura que ella misma acababa de habilitar, seguida por la anciana de blanco. Dersea se demoró un momento observando el gran sarcófago de piedra que servía de última morada a aquel gran guerrero muerto. Su rostro tallado en piedra mantenía los párpados cerrados y la mandíbula apretada, dándole un aspecto indómito aún después de haber abandonado la vida. Su apostura le recordó a la de aquel joven que había sido ahorcado el día anterior en la plaza central de la ciudad. Uno de tantos guerreros muertos por nobles causas malinterpretadas o por viles causas bien enmascaradas. Un nuevo cadáver para engrosar las ya enormes legiones de asesinados por causas perdidas o estériles. Con una idea aún informe en la cabeza se introdujo a través del hueco en la negrura del subterráneo.

Tras colocar de nuevo la losa, la mujer de la espada encendió una antorcha. La temblorosa llama iluminó un retorcido pasadizo de piedra que se hundía en la más absoluta oscuridad. La anciana le miró con ternura al tiempo que con voz dulce le decía:

—Me alegra que hayas decidido responder a nuestra llamada. Son tiempos difíciles y hemos de estar todas unidas. Has demostrado arrojo y habilidad al haber conseguido llegar hasta aquí. Pronto te explicaremos el resto. Ahora síguenos.

La anciana se volvió tranquilamente y se hundió con paso decidido en las amenazadoras sombras. Era curiosa la sensación de tranquilidad y seguridad que aquella mujer transmitía con su mera presencia. Sus palabras envolvían con suavidad a sus contertulios, meciéndolos en un sopor que recordaba, en cierto modo, a la seguridad de la temprana infancia, cuando no existen preocupaciones ni problemas. La mujer más joven se acercó a Dersea y le colocó una mano sobre el hombro.

—Es un honor contar con gente de tu valor entre nosotros. Supiste mantener la sangre fría con el guarda y con nuestro artificio del cuerno espectral. Alectia es una persona de muy variados y útiles recursos.

Dicho esto, le conminó a seguirlas propinándole un suave tirón en el brazo derecho. Dersea no acertaba a pronunciar ninguna frase inteligible, sino apenas monosílabos deslavazados. Apenas pudo preocuparse por esto, pues el paso con el que la anciana abría la marcha era rápido y decidido, y tuvo que centrar toda su atención en avanzar sin caerse por los siniestros corredores. La mujer guerrera se movía como una loba, cautelosa y agresiva, con una determinación que despertó desde el primer momento el interés y la confianza de Dersea.

Atravesaron numerosos pasillos, algunos de los cuáles estaban parcialmente inundados o infestados de ratas. No obstante, nada detenía su avance. Tras varios minutos caminando entre sombras y penumbras, a través de pasadizos y encrucijadas construidas antes de la llegada del primer ser humano a Kios, llegaron a una gran sala rectangular, en la que se hallaban congregadas una docena de mujeres. Sentada en un trono de piedra negra se encontraba una esbelta mujer de rostro enjuto y mirada aviesa a la que Dersea reconoció de inmediato: era la hermana mayor del rey de Kios. Su parecido físico era tal que no hubiera sido difícil notar el parentesco con el monarca aunque nunca antes la hubiera visto.

A su alrededor se encontraba una peculiar corte compuesta únicamente por mujeres de los más variados aspectos y edades. Se sorprendió al contemplar que incluso una enana se encontraba entre el peculiar grupo. A pesar de que la hermana del rey no tenía acceso posible por vía legal a ningún tipo de cargo privilegiado era sabido que el ansia de poder había sido siempre una nota predominante en su carácter. Heredada también por sangre, la astucia era otra de sus cualidades, por lo que no había tenido demasiados problemas en manipular a los criados y concubinas que quedaban en su casa cuando su marido se encontraba ausente, circunstancia que se daba frecuentemente. No obstante nadie sospechaba acerca de la verdadera magnitud de sus intrigas.

La guerrera rodeó con su brazo a Dersea y con voz potente anunció a la recién llegada. Las congregadas la observaban en medio de la aprobación general. La anciana se sentó junto a las otras al tiempo que la hermana del rey se ponía en pie. Ésta envolvió a la joven con un abrazo y le susurró al oído lo feliz que se encontraba por haber conseguido que se reuniera con ellas. Dersea se sintió un poco mareada a causa de los empalagosos perfumes que fluían provenientes de la dama. Con suavidad, la hermana del monarca se alejó de la joven y, una vez hubo alcanzado de nuevo el trono, se dirigió a ella con una preparada y melodiosa voz.

—Nos sentimos todas muy honradas de tenerte entre nosotras. Te hemos observado durante mucho tiempo y estábamos ansiosas de poder establecer contacto contigo, seguras como estamos de que eres una de las nuestras. Conocemos bien tu historia y la de tu familia; sabemos cómo vuestro padre os ha ido abandonando pensando únicamente en sí mismo, cómo sin remordimientos ha dejado a vuestra madre enferma a merced de esta cruel ciudad donde no tenemos futuro ni libertad.

Tras una estudiada pausa en la que Dersea intentó ordenar sus pensamientos, la dama prosiguió con su exposición de los hechos.

—En numerosas ocasiones te has visto maltratada o discriminada por tener unos conocimientos e ideas a los que no quieren que tengamos acceso, considerando extravagancia lo que es justo.

La ambiciosa mujer se le quedó mirando fijamente, como esperando una respuesta que Dersea no acertaba a pronunciar. Su mente estaba copada. ¿Qué demonios estaba ocurriendo? ¿Pensaba manipularle aquella mujer para sus fines? Pero, ¿qué fines eran aquéllos? No le había pedido nada. Parecía estar en algún extraño sueño. La mujer guerrera se le acercó y posó una mano tranquilizadora en su hombro; se le antojo un madero en medio de un naufragio. Con voz firme, pero cargada de afecto, le dijo:

—Sabemos que te vas a ver obligada a casarte, junto con tu hermana, con Voltar dentro de pocas lunas. Tu padre no se opondrá; apenas os da importancia, como es normal en esta ciudad del demonio. No queremos perderte como a tantas otras, por lo que hemos decidido llamarte ahora. Queremos que sepas lo que vamos a hacer, porque creemos que eres una de las nuestras.

Su forma de hablar le tranquilizó a pesar de que tocaba el tema que más nerviosa le ponía. Le indignaba que la trataran como a un objeto y el no poder hacer nada para evitar pasar a ser una posesión de Voltar. Le dedicó una sonrisa sin humor a la mujer de la espada.

—¿Realmente crees que me podéis ayudar? Estáis en mi misma situación, o peor ― añadió viendo a la enana.

—No tenemos mucho que perder, pero sí mucho que ganar. Sólo necesitamos decisión y valor y, sobre todo, unirnos todas. ―La hermana del rey se encontraba a su lado y hablaba decidida, aunque sin abandonar su dulce tono de voz―. Tienes valor y no has aceptado este orden social gracias a tu educación. Por eso te hemos llamado. Si quieres puedes unirte a nosotras y ayudarnos a luchar por lo que es nuestro.

Todas le miraban expectantes. Ella les observó en silencio. ¿Era real? ¿Le engañaban? Muchas veces había pensado en que había que hacer algo para cambiar aquella situación, pero ¿sería realmente esta cuadrilla de conspiradoras de dudosa procedencia la gente que había estado buscando en sus pensamientos? Su mirada se cruzó con la de la mujer de la espada. En su semblante no cabía el miedo, saturado como estaba por una fuerte determinación. Su mirada era limpia, convencida de estar luchando por lo único que merecía la pena para ella. No sabía nada de ellas, pero podían ser una salida a tanta irracionalidad. Tampoco tenía muchas alternativas para librarse de su inminente matrimonio. Se volvió hacia el resto de las presentes y dijo con la voz tan firme como la pudo mantener:

—Siempre he esperado una oportunidad para librarme de esta opresión. No hay muchas alternativas, así que por el momento tenéis mi apoyo.

La mujer de la espada se quitó un colgante y se lo dio. Una gran sonrisa surcaba su rostro. Una mezcla de ternura y vitalidad que sólo había visto en su madre cuando ésta era joven. Observó el colgante. Era una delicada talla de hueso, en forma de sílfide. La anciana habló con una voz dulce aunque quebrada:

—El sacrificio de unos es necesario para el bien de la comunidad. Este amuleto te hermana con nosotras ―dijo al tiempo que mostraba uno similar pendiendo de su cuello―. Que te sirva de protección y de recordatorio de tus ideales.

—Mañana podrás ver cómo actuamos. Me reuniré contigo junto a la estatua del Rey Humero a medianoche y te explicaré el resto. Si por algún motivo decidieras no venir has de saber que podrás contar siempre con mi espíritu.

Tras decir esto la mujer guerrera, otra de las asistentes recordó la conveniencia de volver cada una a su casa, y, en breves instantes, la reunión clandestina se disolvió. La anciana guió de vuelta a su casa a Dersea, entre calles oscuras y la imperecedera lluvia que azotaba sin perdón la ciudad de Kios.

Ya bien entrada la noche, Dersea trepó sin problemas hasta su ventana abierta y, tras despojarse de sus ropas mojadas, se metió en su lecho y se sumió en sueños intranquilos. La conveniencia de las decisiones tomadas a lo largo del día estaba en tela de juicio en su alborotada cabeza. Y así, con la mente torturada por los recuerdos de una jornada demasiado decisiva en su vida, pasó toda la noche.

No podría haberse imaginado que su hermana gemela había descubierto su escapada nocturna. A escasos metros de su habitación, se encontraba Kela, tumbada despierta en su cama, sin conseguir conciliar el sueño pensando en los motivos que llevaban a su hermana a salir de noche de su casa; y sólo se le ocurría una respuesta, la cual le llenaba de alegría. Para ella, de hecho, sólo existía una aceptable. Su hermana había encontrado por fin al hombre que amaba y, como los enamorados que aparecían en los relatos de su padre, se reunían en medio de la noche para poder verse, ya que en una ciudad en la que las mujeres se consideraban pertenencias hubiera perjudicado la imagen del amado el hacer extravagancias tales como tener la deferencia hacia la mujer que desea de consultarle si le corresponde en su amor antes de adquirirla.

Con pensamientos tan distintos como éstos, ambas hermanas acabaron durmiéndose, en espera de un día que acabaría convirtiéndose en un amargo recuerdo en la memoria de muchas personas.

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