La visión del editor: Texturas del miedo
Una nueva sección en la que iré hablando de las impresiones que me han suscitado determinadas obras, impresiones que me han llevado a abogar por su publicación.
En esta serie de artículos no voy a buscar tanto el hablar de las virtudes que obviamente tienen las obras que publicamos en Saco de huesos, sino de aproximar al lector las impresiones que estas suscitaron en mí, que soy miembro integrante del comité de lectura de la editorial, cuando todavía eran "manuscritos". Aunque es un tema espinoso en algunos aspectos, abordaré estas entradas con franqueza; así, creo que tendrán más interés para los que están "al otro lado" del proceso, para los que están preparando sus manuscritos para tentar a editores incautos (o afortunados).
Voy a empezar por Texturas del miedo. Había pensado seguir un orden cronológico pero, sinceramente, me apetece hablar de este libro.
Cuando lo recibimos en septiembre del 2009, habíamos dado el voto positivo a la publicación a ocho obras de las cincuenta y una que habíamos recibido hasta la propuesta de Ignacio Cid Hermoso. Cuatro de ellas habían sido retiradas por los propios autores (un detalle el notificarlo) por haber encontrado sellos con más proyección para sus trabajos y había una que estaba dudosa. Llevábamos abiertos desde junio, por lo que no teníamos ninguna prisa por encontrar más material para publicar. El miedo natural a que nadie nos mandara nada bueno (porque una cosa es que haya cosas buenas sin publicar y otra que las quieran publicar contigo) lo teníamos ya desterrado.
Por otro lado, yo conocía parcialmente la obra de Ignacio (Léolo) por habernos cruzado en concursos y foros. En concreto, su relato Alma de cereal me tenía subyugado. Me había desbancado en la categoría de terror del Monstruos de la razón II y, además, yo mismo hubiera encontrado injusto lo contrario: ese relato es una joya. Me encantaba y me encanta, y no solo por el relato en sí, sino por la poesía que encierra, por el imaginario que se entrevé. Cuando nos llegó el manuscrito, además, yo sabía que Ignacio estaba cosechando un premio detrás de otro. Era un nuevo Nachob, pero encima seis años más joven que yo.
Así, cuando me enfrenté a la lectura del manuscrito iba con muchas esperanzas y, en el mismo paquete, con bastantes inquietudes. Si la antología iba en la línea de Alma de cereal, que venía en sus páginas, iba a tener mi voto positivo sin dudarlo. Pero ¿y si no lo hacía? ¿Y si no me gustaba? ¿Y si mi subconsciente me aprovechaba para darle en el hocico a ese joven talento?
Empecé con El placer de comer y no pude evitar arrugar el gesto. No me gustan las revisitaciones de los cuentos clásicos. Encuentro que en muchos casos caen en juegos fáciles, en revanchismos mal entendidos. Además, al principio creí que me iba a encontrar otro relato que ya había leído y que no es (obviamente) el de Ignacio. Por suerte, en un par de párrafos me tenía enganchado y fascinado con la recreación del escenario. Aunque no soy amigo del gore y el final me dejó con sentimientos encontrados, me quedé más que satisfecho, con ganas de seguir con el manuscrito.
Pero seguí sin encontrar lo que esperaba encontrarme.
El quimérico autoestopista me resultó ligero, quizás demasiado; La clase de las tres, excesivo; y cuando vi La mujer violeta me planteé hacia dónde iba. Aquel relato lo conocía ya de la convocatoria Tijeras de Calabazas en el Trastero y me pregunté si merecía la pena leerlo de nuevo. También por qué no nos había mandado algo más canónico. ¿Qué sentido tenía aquel mosaico? ¿Eran textos viejos? ¿Experimentales? ¿Descartados? ¿Por qué no se parecían a lo que yo esperaba?
No había llegado a la mitad del manuscrito y tenía muchas dudas. Pero la lectura era entretenida, así que no me costaba nada seguir la senda marcada por el autor, a ver a dónde llevaba, sobre todo teniendo en cuenta que La mujer violeta me encantó en cuanto a ambientación en su primera versión, aunque me resultara algo deslabazado. Aquella nueva versión me encantó y ya no me importó seguir adentrándome en el laberinto.
Este es un punto importante: Ignacio marcaba la senda. Cada vez estaba más claro que aquella no era la antología que yo proyectaba para el autor de Alma de cereal, sino la antología del autor de Alma de cereal. Era algo que remachaba cada nuevo relato, cada nuevo enfoque. Cuando terminé de leer el manuscrito entero, ese cierre con Basilio Figueroa, estaba bastante flipado.
Iba a dar mi voto positivo a la antología, pero no por los a prioris que me había forjado. Se me había ganado con algo mejor que la originalidad (planteamientos como el de Feel the horror experience o El quimérico autoestopista ya los había visto en otras ocasiones); lo había hecho con su propia voz. El efecto fue curioso: a medida que tenía más piezas del puzle estaba más claro que no íbamos en el rumbo que yo creía adecuado, pero, al mismo tiempo, no podía dejar de leer porque no estaba leyendo unos relatos cualesquiera, más o menos bien escritos, sino una propuesta con su propia voz.
Es sorprendente la cantidad de obras que carecen de este elemento, de ese timbre particular que pone de manifiesto al autor por encima de otras consideraciones. Con imágenes de un salvaje Oeste poblado de extrañas quimeras paseando por mi cabeza, abogué por la publicación del libro. No era el libro que yo hubiera escrito, sino algo mucho mejor: la puesta de largo de Ignacio Cid Hermoso. Íbamos a poder presentar a un autor que, a todas luces, tenía sus propias cosas que decir. Es uno de los motivos, entre otras cosas, por lo que no se cuestionó siquiera la composición o el orden de la antología.
Si tuviera que resumir la evaluación en una frase sería esa: voz propia. Cuando me tocó hacer la corrección de estilo del manuscrito aún me quedó más claro. En la prosa todavía pulirá aristas, había algunos temas a retocar, pensé, pero de lo que no hay ninguna duda es de su fuerza como narrador. No diría que Ignacio crea mundos; creo, más bien, que los reconvierte gracias a una visión privilegiada de las cosas que es la que hace que ese mosaico, ese enigma hecho antología, resuene en su propio registro. Y eso fue lo que se ganó mi voto.
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No creo que haya nada mejor que se le pueda decir a un escritor, Kachi. Al menos a un escritor como yo.
Desde que leí tu prólogo, supe que me habías entendido a la perfección. Entender a veces no es compartir, pero tampoco sabía que editar supusiera respetar una obra hasta ese punto. Por eso te lo agradezco a ti y a todos los que hicísteis posible la publicación. A día de hoy, cambiaría muchas cosas de Texturas del miedo, pero lo que sí tengo claro es que esa antología soy yo, y supuso el espaldarazo que necesitaba en ese momento.
Sin ella no habría escrito El Osito cochambre. Y sin El Osito Cochambre no habría escrito Nudos de Cereza. Fue, por tanto, el inicio de algo muy bonito que aún no ha hecho más que empezar.
Por eso, por la sinceridad de tus palabras y por el respeto a mi voz propia, te doy mi más sincero agradecimiento.
Doy fe de que no todos los editores tienen esa virtud.
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