Tempus fugit

Imagen de Nachob

Miro a mis pies y distingo a través de las hendiduras un cielo azul resplandeciente, diáfano. Mi cuerpo voltea en el espacio como si fuera un astronauta en su nave sideral.

Decenas de objetos bailan a mi alrededor, lánguidamente, jugando al chocolate inglés, moviéndose perezosos como si fuera extraños insectos alrededor de un viejo farol. Papeles, bolígrafos, cigarrillos. Un viejo mechero, envoltorios de chocolatinas, una lata de cerveza que derrama perezosa su contenido, mi móvil que receloso empieza a sonar, la cartera, las llaves... Una foto fija del caos, del mundo al revés, del absurdo país de Alicia. Lamentablemente no tengo ninguna pócima mágica de la que beber ni ninguna puerta prodigiosa por la que poder escapar.

 

El sonido me llega a oleadas, como si estuviese encerrado en una hormigonera y el ronroneo rítmico de su motor lo ocupase a todo a mi alrededor. La radio sigue funcionando, pero soy incapaz de comprender su enronquecido gruñir. El metal que me rodea se deforma como si fuera tela, creando olas que se elevan y caen dulcemente, imitando el suave batir de alas de una mariposa. Pedazos brillantes como esquirlas de plata escapan en todas las direcciones, simulando la erupción de mil diminutos volcanes vomitando chatarra. Todo lo percibo con precisión y de todo me percato indolente, espectador involuntario del milagro de la física. Trayectorias, choques, giros, ciclos. Y más allá, figuras deformes y difusas de seres humanos que impávidos y desconcertados, asisten aún inconscientes a una nueva, infausta y contundente evidencia del inevitable destino de todo lo que vive...

 

La columna de hormigón contra la que me he estrellado está cada vez más cerca, y la carrocería del coche apenas es ya un amasijo informe de hierro y chapa. El cubículo donde me hallo resiste a duras penas, pero ya distingo aquí y allá fisuras que anuncian su inminente capitulación. Recorro por centésima vez con la vista el salpicadero, el reloj, la radio que aún suena, los objetos familiares que de repente tienen alas y danzan a mi alrededor. El móvil sigue iluminado y vibrando (“Marta llamando…”). Es un paisaje onírico, irreal, un cuadro tridimensional de un mundo extravagante y lejano, familiar pero a la vez perturbador, y me doy cuenta que estoy empezando a delirar. Es obvio que a esta velocidad el choque con el pilar de cemento será brutal y que no tengo ninguna posibilidad de sobrevivir. Mis esfuerzos por huir de esta pesadilla han fallado uno tras otro. El primer impacto ha deformado estructura del cubículo, convirtiéndolo en una prisión de la que no hay escapatoria. Las puertas están atrancadas, y el cinturón de seguridad se ha atascado y es imposible de soltar. Me mantiene bien sujeto a mi ataúd. Su presión empieza a resultar casi insoportable y, aunque el airbag ha estallado en una nube de algodón delante de mí, nada evitará que todos mis huesos se rompan como si fueran de vidrio y quede convertido en una masa de sangre y vísceras entre el metal retorcido. Eso si antes no explota el depósito de combustible y las llamas me devoran implacables...

 

He hecho incluso un minucioso análisis de cuales serán las partes de mi cuerpo que primero se destrozaran, por dónde sufriré las primeras heridas por las que empezaré a desangrarme y cuánto podré resistir vivo en esas condiciones. Tengo tiempo todavía, pero es irremediable. Puedo incluso distraerme y entretenerme observando las grietas que atraviesan el parabrisas como si fuera un lago helado a punto de quebrarse, y que lo astillará en miles de pequeños pedazos, saetas crueles que volaran hacia mí y se clavaran en mi carne. La agonía será inaguantable.

 

Todo lo que voy a sentir, a experimentar a continuación, en el mundo real transcurriría en escasas décimas de segundo. Sucumbiría en un suspiro, sin apenas darme cuenta. Sería una muerte casi compasiva. Cuando lo sopeso, tengo la tentación de dejarme llevar, tratar de relajarme e incluso hacer un esfuerzo mental por salir completamente del estado de suspensión, dejando que la muerte me llegue rápida e indolora. Por retrasarla no la hago menos ineludible. Pero cómo no querer arrancarle aún un instante más a la existencia. Cómo no anhelar un simple latido más con el que poder aferrarme a mis pensamientos y recuerdos.

 

Al principio mi capacidad de concentración estaba intacta y conseguí detener casi completamente el tiempo. Entonces me enfrenté con el gran dilema: cautivo en aquella fatídica jaula de la que no podía escapar, mis únicas opciones eran seguir indefinidamente con el tiempo parado, o dejar que el destino siguiese su curso y perecer. Cuánto pensé, cavilé y maldije. Cuántas alternativas valoré, cuántas tácticas probé, cuántas veces juré en vano y pasé del llanto a la desesperanza y la depresión.

 

Pero la solución vino por sí sola. Cuando empecé a sentir hambre, me di cuenta que si no moría del inevitable y brutal choque, moriría de inanición allí atrapado. Y a medida que pasaban las horas, la debilidad hizo que mi capacidad para abstraerme disminuyera y el tiempo, como el agua de una presa que se agrieta, empezó a fluir de nuevo, todavía muy despacio, pero progresivamente alcanzando mayor rapidez. Ahora vivo en un loco mundo a cámara lenta, donde todo se mueve despacio, mansamente, salvo algún ocasional trompicón, como si la película se enganchara en el torno del proyector. Todo salvo yo, y mi cerebro.

 

Nadie jamás fue tan consciente del momento de su fallecimiento. Nadie tuvo una oportunidad igual para enfrentarse con la parca, mirarla cara a cara, y escupirle la amargura de un sino tan cruel. También sé que cuando llegue el dolor, cuando mis órganos y huesos se quiebren lentamente, las heridas me revienten por dentro y por fuera, y note cada pequeño nervio de mi cuerpo transmitiéndome agonizante todo su insoportable sufrimiento, la adrenalina que genere puede producir un peligroso efecto colateral. El propio miedo, la propia tensión, puede llegar a dominarme tanto que no pueda controlar mi poder, impidiendo tanto que pueda concentrarme lo necesario para mantenerme en trance, como que sea capaz de relajarme lo suficiente como para que el tiempo se acelere de nuevo. Ya me ha pasado en alguna ocasión. Es perverso, maquiavélico. Estoy demasiado agotado para contener el paso del tiempo, pero si pierdo el control de mis emociones, el propio pánico impedirá que pueda revertir los resultados de mi don. Quedaría atrapado en este renuente y siniestro nicho, en esta retorcida sala de tortura. Pero aunque llegar a esa situación me aterroriza, más miedo me da el vacío que hay tras la muerte. Así que me niego a adoptar la decisión de acabar de una vez con todo, atrapado por mi cobardía. Es curioso, pero juraría que escucho risas a mi alrededor. Imagino que mi pobre mente ya no da más de sí y la locura ha comenzado.

 

Intento distraerme observando a mi alrededor el desolador paisaje donde tiene lugar mi desventurada inmolación. Reparo en los ojos desmesuradamente abiertos de un niño que de la mano de su madre camina por la acera a unos metros de mí, y que apenas empiezan a intuir la tragedia que van a contemplar. Casi puedo verme reflejado en ellos, atrapado en el vehículo, aplastándome poco a poco con él. Ojos inocentes, llenos de pureza, que ese día se llenaran de un recuerdo que no podrán borrar jamás. Cómo le envidio ahí fuera, mero espectador de este siniestro drama que no quiero protagonizar. Cómo codicio los años que le esperan, las experiencias que le quedan por conocer, por disfrutar, por saborear, aunque no pueda ralentizar el tiempo, y deba vivirlas a su ritmo normal. Ahora sé que no hay que apresurarse en hacerlo, que cada cosa lleva su propia cadencia interna, sin la cual la melodía de la existencia no tiene sentido.

 

Y, en estos momentos, un sombrío pensamiento me atormenta más aún que mi terrible e irrevocable futuro, y es la aflicción de no haber sabido aprovechar la vida tanto como hubiera podido. Yo, que tenía a mi disposición todos los días del mundo, y los malgasté, ahora debo pagar el precio por haber sido tan desagradecido con el don que me fue otorgado. No puedo evitar sonreír al pensar en lo irónico que es el destino. El hombre a quien le fue concedido el maravilloso poder de detener el paso del tiempo, de lentificar el transcurso de las manecillas del reloj universal y hacer que un simple instante se convierta en una vida, va a asistir a su propia muerte a cámara lenta, incapaz de asumir la determinación de suicidarse y terminar con esta pesadilla. Es más triste todavía. El único ser que no debería haber tenido prisa para nada, para el que la urgencia no tiene sentido alguno, va a perecer por culpa del exceso de velocidad. Comprendo que las risas que oigo alrededor surgen de mí, regresando indolentes como un eco perverso y amargo en este mundo interrumpido.

 

Podría haber hecho tantas cosas. Podría haber contribuido a dejar un mundo mejor. Podría haber ayudado a la gente, salvando vidas, evitando catástrofes. Incluso haber sido un héroe, admirado y querido. Haber dejado una huella imborrable de mi paso por este valle de lágrimas. Pero no. En mi necia alma no había sitio para la generosidad y la bondad. Simplemente hice lo más fácil, acumular riquezas y jugar a ser dios. Me divertí y exprimí el presente, pensando que siempre habría un mañana después. Que podía dejar las cosas para luego, porque ese luego era eterno para mí. Fui un niño travieso, un chiquillo insensato que únicamente persiguió su propio placer. Y ni siquiera eso lo hice bien. Se me ocurren ahora tantas formas en las que haber podido emplear mi extraordinario talento. Descubro tanto por explorar, por entender, por descubrir. Comprendo tantas cosas. Pero sobre todo me aflige reconocer que ni siquiera saqué tiempo, qué profundo sarcasmo, para amar y ser amado.

 

En el fondo no me diferencio tanto del resto de los hombres. Los jóvenes desaprovechan su tiempo pensando que tienen todo el del mundo, y los viejos lamentándose de que ya no les queda apenas. El resto, lo malgastan suspirando con lo que pudiera haber sido, lo que ya pasó o lo que no supieron disfrutar en su momento. Siempre pensando en lo que pudo haber sido y no fue, en vez en lo que será. Tal vez no sea yo tan absurdo y necio. Tal vez, mi caso únicamente sea aún más patético. Tristes pensamientos y triste consuelo. Si al menos pudiera concedérseme otra oportunidad, una sola. No sería tan inconsciente. No despilfarraría el bien más preciado que posee el hombre… ¡Qué ridículo! Me doy cuenta ahora de lo grotesco que soy en realidad. ¡Idiota! Tanto como me creía, y sólo soy otro pobre desgraciado sin coraje. ¿No he acabado acaso clamando por lo mismo que el resto de los seres humanos? ¿No es acaso esa su eterna monserga, infantil e inconsecuente?

 

Pero ya es tarde.

 

Nunca creí que yo utilizaría esa palabra. Tarde. Tarde. Tarde.

 

Tarde.

 

Como si fuera un humo perezoso que escapa del vientre lacerado del motor, distingo cómo surgen de él mil lenguas de fuego azul ávidas de probar mi carne. Trepan hacia mí, voraces pero tranquilas. Pueden avanzar despreocupadas. Su presa no escapará. Si no hago algo arderé lentamente en mi particular infierno. Pero no quiero morir aún. Todavía no; esperaré un poco más. Sólo un poco más. Apenas unos breves minutos, aún puedo aguantar el dolor...

 

Oh, dios…

 

Dios…

 

Si sólo pudiera disponer… de... más… tiempo.

Imagen de Patapalo
Patapalo
Desconectado
Poblador desde: 25/01/2009
Puntos: 208859

Una interesante reflexión bien engarzada en un relato muy tenso. A pesar de la acción estancada, se avanza muy bien por él y engancha. Me ha gustado mucho su intensidad. Un placer leerte, compañero.

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

Imagen de Léolo
Léolo
Desconectado
Poblador desde: 09/05/2009
Puntos: 2054

Un relato vibrante a pesar de su parálisis de acción. Como siempre, una delicia de inventiva e imaginación. Enhorabuena tocayo!

Imagen de Raelana
Raelana
Desconectado
Poblador desde: 06/02/2009
Puntos: 1561

Resulta inquietante de principio a fin, quizás se hace un poco largo desde que nos damos cuenta de qué pasa hasta el final. El final es lo que más me ha gustado, es perfecto, impecable.

Como cosa curiosa, lo del chocolate inglés no sabía qué era y he tenido que buscarlo, cuando yo era niña lo conocía como el "escondite inglés", me ha gustado el recurso, queda muy visual.

Mi blog: http://escritoenagua.blogspot.com/

Perséfone, novela online por entregas: http://universoca

 OcioZero · Condiciones de uso