Basado en sueños reales

Imagen de Félix Royo

Abrí los ojos a la inmensidad de la oscuridad. Toda sombra de somnolencia cayó de la cama al volverme entre las sábanas y dilatar las negras pupilas ante el vacío cósmico de la habitación.

Flotaba en el aire una melodía cacofónica, sinusoide y enarmónica, suspendida como un hálito invisible, casi imperceptible. Esa vibrante agrupación de flautas, silbatos, bansuris, pífanos, ocarinas y shakuhachis exhalaba una hebra sonora fluctuante, la cual bien se podría haber confundido con el residuo de las hélices de un ventilador o con el aire caprichoso colándose entre los recovecos de la persiana. Convivía la pentatónica con el glissando variando el aire, con las microtonalidades y la ornamentación, con la dodecafónica y las llaves gizmo traqueteando como un ruido eléctrico.

Observé a mi alrededor, sabiendo que dos minutos dormido no podrían haberme llevado al abismo del REM, y que el débil fuego fatuo de la fosforescencia de la bombilla halógena aún sería suficiente para reconocer la realidad de mi cuarto, como faro solitario en el espacio renegrecido. Aun sabiendo que no podía haber aparato en la habitación que hiciera ese ruido ―había cortado la corriente de todos los enchufes con un interruptor general―, acerqué la oreja a los altavoces mudos, a los auriculares, al piano (el cual hace cien años, hubiera sido el candidato ideal debido al destensado de las cuerdas, pero el alma del mío era de silicio), al ordenador y a cualquier otro aparato por el que los electrones pudieran atraparme con su resonancia, aunque para ello tuviera que asimilar la aparición repentina de alguna enfermedad de las que provocan hiperacusia.

Sentado en la cama no pude sino rendirme: o bien algo en la calle producía aquel ruido lejano o, lo que era peor, se encontraba inserto en mi cabeza como un tumor de músico, que sólo un poeta, un escritor tanto del compás como de la concatenación de palabras, podría autodiagnosticarse. Entonces, volviendo bajo el manto blanco de las sábanas, recostado con la almohada abrazando mi cuerpo desnudo, liberé mi alma con tres versos que un sueño súbito truncó.

 

Musa que hablas con música en mi vigilia,

incomprensible jazz cantas para mis sentidos

con este ruidoso pandemonio por melo...

 

Viajé por el tiempo y por el espacio, como todos lo hacemos cuando nos embargan los oníricos espectros del sueño, mas no cesó el sonido aflautado hasta que atravesé la realidad y me encontré al otro lado.

Lo primero que vi, o mejor dicho, que oí, fue el sonido que hacen al rozar la madera sin lustrar las manos ásperas de quien la trabaja; eso escuché a mi pies mientras mi sombra se replegaba sobre sí misma como una existencia caprichosa y retráctil que es, y no, parte de nosotros mismos. Al tiempo que se arrastraba negro sobre blanco, brotó el color a mi alrededor como filtrándose entre los poros infinitos de la Realidad, y desde su forma acuosa y acristalada, acompañadas de las caricias de un vibráfono construido por el luthier de la Imaginación, cobró distintas formas y éstas se cohesionaron en la más maravillosa estancia que se pudiera imaginar:

Un mosaico formado por millones de pequeñas partículas cerámicas se ordenó en un círculo pitagórico, recreando las formas y dibujos habidos alrededor, como si se tratara de un espejo robando el alma de su entorno y, en el epicentro del mismo, la sencillez de un disco dorado minimalista representaba el vano que había en lo más alto, coronado por el Sol, sobre mi cabeza. El espacio que se reflejaba en las piedras de aquel mosaico daba una sensación de volumen y profundidad que alertaba al vértigo con su trampantojo. Las líneas aglutinadas en trazos gruesos y abiertos ensalzaban su expresividad poética y atomista, dotándolo de la naturaleza de un ser vivo; mi propio yo reflejado en ese espejismo dotaba de movimiento y relieve a la obra, de contraste a la luz cenital.

Alrededor creció un icosígono de columnas dóricas, jónicas y corintias, que crepitaban como la cubierta de un barco, levantando consigo unos soportales adintelados con arcos conopiales, tumidos y en gola, y abovedados por una sucesión de crucerías. Motivos tribales, trazados con siluetas de carbón y pigmentos sanguinolentos, perseguían bisontes, gamos, renos y osos, a la vez que esos cazadores eran perseguidos por otros animales, en las acanaladuras de los fustes, que estaban pintados del color del mar. En las basas por las que se unían las columnas al suelo, que habían sido pintadas de blanco sobre un bajorrelieve, salpicaban las espumas marinas y, en los capiteles, plantas enredaderas crecían por las metopas hasta la barandilla barroca de forja.

Bajo los soportales, tapices hiperrealistas y surrealistas plasmaban la infructuosa carrera contra el Tiempo, pues el vencer a su paso es la máxima aspiración de los Hombres, y, entre las nervaduras de las crucerías, observaban las extrañas pinturas ―algunas abstractas― de dioses de todas las épocas y culturas, que ansían la mortalidad humana. Luces y sombras se filtraban por la encrucijada de formas abiertas en las ventanas labradas en plata repujada, llenando el suelo de figuras, lunas y estrellas bajo la arcada.

De este plano hundido surgían dos escalinatas manieristas cuyos peldaños se estrechaban conforme ascendían en media luna, brillando su mármol pulido como si una fina capa de rocío descendiera por ellas. La barandilla salomónica se retorcía con el crujido de la soga en tensión, sujetada por acristalados arcos mixtilíneos a través de los cuales se difuminaban traslúcidos los bordes redondeados de la escalera.

Entre ambas rampas escalonadas se erguía una gran estatua dorada de más de diez metros. Una figura etérea de cuya base hirsuta se alzaban finas telas de oro que flotaban y se desvanecían de forma impresionista, sobre las que un torso fauvista y cubista desembocaba en un rostro abstracto que, por surrealista, sólo podía llamársele cara por su posición y no por su aspecto. Miraba toda a su alrededor al mismo tiempo: al rosetón elíptico y convexo sobre los soportales, al portón de bronce repleto de relieves de escenas cotidianas que se encontraba a sus pies, en el extremo púbico entre las escaleras, al mosaico-espejo del suelo y la compleja techumbre.

En el nivel superior se congregaba un conjunto escultórico de figuras ex uno lapide: Sobre los soportales, finas capas de alabastro formaban un cuerpo hueco y luminoso por cuyos poros exhalaban naturales flautas de pan ―Aire―, grandes bloques de basalto representaban una grieta oscura y tenebrosa que parecía no tener fin ―Tierra―, diminutas gemas de aguamarina colgaban por cientos de hilos de oro, cascabeleando como una lluvia congelada en el tiempo ―Agua―, rubíes carmesí se arremolinaban en espirales abrazándose alrededor de un espacio vacío ―Fuego―, y una plancha perlada de ónice sencillamente flotaba en un estado de implosión suspendida ―Éter―.

Sin embargo, al otro lado, más allá de la escalera, figuras de terracota con los pies hundidos en la arena se agrupaban en posiciones estáticas, portando instrumentos huecos de hierro oxidado. Tañían las cuerdas del arpa, posaban el arco sobre las hebras de los violines y violas, tapaban las madrigueras de los oboes y de los fagotes, pulsaban los pistones de las trompetas y trombones, martilleaban con las teclas del piano, golpeaban los parches de los timbales, hieráticos en la fotografía que les había convertido en barro. Detrás de ellos, sentados en el interior de los nichos lobulados de la pared, los cantores de un coro mantenían la boca abierta en silencio.

Un golpe seco en las puertas las hizo retumbar como un gong grave y lúgubre, el sonido dibujó una onda en el suelo de arena, formando círculos concéntricos alrededor de los músicos. Los instrumentos se convirtieron en polvo y alfombraron el arenero con un grafema similar a un glifo, un carácter mandarín que no sé cómo entendí como «persona». Observé de nuevo a las figuras de terracota desprovistas de su función y un escalofrío me subió por el espinazo pues éstas, sin haberse movido, habían adoptado posiciones estrambóticas, retorcidas y mefistofélicas, era la imagen de los estertores horrorosos de quien sufre un mal interior antes de la muerte. Entonces comprendí que mi mente había interpretado erróneamente el símbolo sobre la arena, pues había obviado el marco del arenero, el cual cambiaba su significado por el de "prisionero".

Entonces fue cuando un relámpago, acompañado del sonido del látigo, iluminó las letras pintadas en plata en las paredes, caligrafiadas con minúsculos caracteres que parecían hilos a lo lejos, elevándose entre las lacerías geométricas y multicolores, y alrededor a las yeserías que rodeaban y coronaban con arcos angrelados las altas saeteras. Frases talmúdicas, confucianas y taoístas se mezclaban a un lado con fragmentos de la Iliada y de la Odisea de Homero, de la Eneida de Virgilio y del Viaje de los argonautas de Apolonio, de la Historia de Heródoto y Polibio, de Plutarco y de Dionisio de Halicarnaso, de la poesía de Epicarmo, Horacio, Catón y Ovidio, de la comedia de Menandro y del drama de Aristófanes, de la filosofía pitagórica y socrática, de la de Platón, Aristóteles, Epicuro y Séneca. A la diestra seguían los autores medievales y los evangelistas, el temible Apocalipsis, el Corán, el mester de juglaría y de clerecía, los cantares de gesta, las cantigas de Alfonso X, el Libro de buen amor, la filosofía de Santo Tomás de Aquino, Maimónides, Averroes, de Montaigne y Descartes, los poemas de Jorge Manrique, la Celestina, así como obras romances en francés e italiano y árabe. A continuación se intercalaban los versos de Fray Luis de León y Fernando de Herrera, de Garcilaso y Castillejo, la ascética de San Juan de la Cruz, del carpe diem, el beatus ille y el locus amoenus, la novela pastoril italiana y la picaresca con las andanzas del Lazarillo, la prosa dramática de Lope de Vega y de Cervantes, del corral de comedias, del teatro isabelino y de Shakespeare. La vida es sueño, y el sueño continuaba con las estrofas de Góngora y Quevedo, las comedias de Molière, las fábulas de La Fontaine, los poetas metafísicos ingleses, con el enigmático Poe, con Mark Twain, Dickens y Wilde, con las novelas de Balzac, Flaubert y Dumas, y Julio Verne, y de Tolstói, Chéjov y Dostoyecski, la poesía de Baudelaire y de los otros poetas malditos, y la de Emily Dickinson, con Espronceda, Bécquer y Rosalía de Castro. Se colapsaba en una miríada de palabras en su carrera hacia la actualidad, se volvía surrealista y abstracta, las letras se transformaban en elementos sugerentes a la libre interpretación; todo esto vi durante un relámpago, y al llegar al punto final, todas las letras cayeron tiñendo de plata la arena.

El gong volvió a sonar expandiéndose como un do subcontra hacia el techo plagado de pechinas pintadas con frescos eróticos, de yeserías que lo cubrían todo con sus recovecos en un horror vacui, de semicúpulas doradas de las que se lanzaban una especie de baldaquinos de cristal ahumado, entrelazados con arcos lobulados que se entrecruzaban sobre el centro de la estancia, de cientos de figuras labradas en la madera formando una chimenea conoidal como la de un templo hindú. El Sol se oscureció.

Las puertas se salieron de los goznes al abrirse, dejando un recuadro dadaísta a la oscuridad del que salió la cacofónica melodía de pífano, y con ella, lo que mi mente asimiló como un demiurgo. Era una gran serpiente reptante cuya cabeza era lobuna y leonada a la vez, pero en lugar del siseo de los reptiles, emitía aquel peculiar silbido. Si me vio, no hizo amago de importarle. Se enroscó alrededor de la gran estatua dorada hasta ceñir su cintura, constriñéndola hasta que el petardeo de un disparo me hizo agacharme asustado, y la gran figura de diez metros se dobló sobre sí misma como un globo pinchado, amontonándose en el suelo hasta que se transmutó en un charco oro líquido que se deslizó hacia la puerta.

Fue entonces cuando un torrente de agua rompió la cadencia aflautada mientras se precipitaba por el tubo de la techumbre hacia el espejo del mosaico. La corriente me tumbó y me llevó hasta una ventana de los soportales, a la que me asomé, dudando de si vería algo allí fuera o sólo la negrura infinita como la del vano de la puerta. Y no fue gran cosa la que vi, salvo un cielo blanco hasta el horizonte y un océano calmo de un único tono de azul, un mar que ascendía su nivel lentamente y que pronto comenzó a filtrarse por la abertura del mirador. Miré arriba, a la cascada que estaba inundando el patio sin que desaguara por la puerta abierta, y descubrí al demiurgo encaramado a los arcos lobulados del techo, a más de treinta metros de altura.

No me detuve a pensar cómo podría haber llegado hasta allí pues hacía tiempo que era consciente de que me encontraba en un sueño y de que ocurrirían cosas sin explicación. No obstante, evité el episodio traumático de ahogarme aun en sueños, y ascendí por las resbaladizas escaleras hasta embarrar mis pies en el arenero. Entonces el glifo se iluminó del color de la sangre, despertando con un crujir de huesos a las figuras de terracota. Se retorcieron ortopédicamente liberando sus articulaciones del sueño dentro del sueño, alzaron su manos de tierra y, arrastrando un ejército de surcos en la arena, avanzaron inexorablemente hacia a mí. Detrás, el nivel del agua brincaba sobre los escalones a pocos centímetros de desbordar la alberca. Las siluetas macabras se acercaban con sus gestos descompuestos, di un paso atrás y hundí los pies en el mármol inundado, las estatuas corrieron y se abalanzaron sobre mi cuerpo indefenso, pero el mar se filtró en el arenero como las aguas del Mediterráneo anegaron los valles al crearse el Mar Negro, disolviendo las piernas de barro de los demonios, derribándolos con el sonido que hacen los líquidos al hervir.

Pero la erosión del agua arrastró la arena del cuadro consigo, abriendo una ventana hacia un abismo infinito de oscuridad absoluta, y hube de agarrarme a la resbaladiza barandilla de la escalera para que ésta no me llevara consigo, quedándome a menos de un paso del borde de una catarata sin fin. Asimismo el gran rosetón de la pared se teñía de azul como quien llena una copa y se agrietaba ante la presión como un ojo a punto de estallar en llanto.

Flotando como saltamontes en vuelo, se arrojaron sobre mí varios cantores de terracota desde sus nichos; algunos cayeron al abismo agitando los brazos, otros no llegaron o se pasaron muriendo en una pulpa burbujeante, pero al menos cuatro o cinco se agarraron a mi cuerpo con sus zarpas afiladas, de los cuales más de alguno gritaba siendo sólo un torso de piernas amputadas. Estiraban de mi efigie hacia las negruras sempiternas, mordían mi brazo, me arrancaban la cabellera, arañaban mi cara y mi pecho, y yo luchaba por quitármelos de encima con la única mano libre que tenía. Con gran esfuerzo me agaché hasta sumergirme por entero y, aun bajo la superficie, pude oír los estertores difuminados de la muerte embarrada.

Mientras emergí salpicado del corpus cruentus, el resto del coro se lamentó con una única voz que salpicó una onda hasta quebrar el rosetón y liberar la vorágine de las aguas que retenía; me enrosqué con todo el cuerpo a la barandilla para aguantar el azote del primer impacto, la marea entró arrastrándolo todo, aplastando al coro en sus nichos como cuando golpea en los acantilados, deformando las yeserías y rajando las ventanas de alabastro que cerraban las saeteras.

Impulsado por el flujo de la corriente conseguí bucear hacia superficie cubierta de espuma, agarrarme a los arcos lobulados del techo y trepar por su superficie de cristal como animal que se aferra a la rama. Entonces distinguí a través de la catarata del techo la silueta de la gran serpiente y, exaltado como ya me encontraba por lo sucedido, comencé a temblar. La cabeza de la sombra giró hacia mí y lanzó una lengua de fuego que atravesó el torrente evaporándolo y se fijó en torno a una de las sujeciones del arco. Aparté la mano de mi cara para observar como el cristal se fundía con el calor de aquella llamarada, se oyó el tintineo de un crótalo y fui arrojado a la marea embravecida.

Mas alcé la mano para agarrarme a cualquier cosa y estreché el extremo de la cola del demiurgo, el cual se desenroscó más de tres metros, dejándome casi en la cresta de la gigantesca catarata. Debió de hacer una fuerza portentosa ya que toda la estructura acristalada comenzó a chirriar y tambalearse, arrojando cascotes de yeso y astillas de la techumbre. Un agudo silbido de pífano es lo último que oí antes de que todo cediera, desplomando el techo sobre el tsunami azul que se lo tragó, reventando las paredes en una lluvia de color, cayendo junto al demiurgo al abismo infinito mientras todo giraba en el torbellino de un agujero negro.

Abrí los ojos a la inmensidad de la oscuridad. Toda sombra de somnolencia cayó de la cama al volverme entre las sábanas y dilatar las negras pupilas ante el vacío cósmico de la habitación. Flotaba en el aire una melodía cacofónica, sinusoide y enarmónica, suspendida como un hálito invisible, casi imperceptible...

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Félix Royo
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He escrito una guía resumiendo los elementos artísticos que aparecen durante el relato por si alguien no conoce algunos nombres o le interesa buscar algo más.

http://www.ociozero.com/foro/14081/guia-del-relato-basado-en-suenos-reales

El genio se compone del dos por ciento de talento y del noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación ¦

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Léolo
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Este relato es el equivalente literario a lo que Greenaway hace con el cine.

Barroco, surrealista, excesivo, culto, metalingüístico... todavía estoy dando vueltas

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Nachob
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Excesivo, barroco, imagino que lo has tomado como un ejercicio estilístico, y como tal debe ser tomado.

Como lector particular... Esto te tiene que gustar, porque a mi las cosas tan densas...

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