Hotel California

Imagen de Marcelo Nasra

Haste me to know't, that I, with wings as

swift as meditation or the thoughts of

love, may sweep to my revenge.

 

Hamlet, I, 5.

 

A finales del siglo diecinueve dos italianos arribaron al puerto de Buenos Aires con un sueño: hacer la América.

Tras algunos años de duros trabajos y privaciones lograron ahorrar un capital que les permitía comprar una casona para demoler. El viejo inmueble estaba ubicado en la esquina de California y Montes de Oca. Los dos amigos tenían una ambición ciega y una tenacidad aún mayor. Después de trabajar en la extenuante y desesperanzadora tarea de rehabilitar la antigua casona, consiguieron hacerla nuevamente habitable, contra todos los pronósticos de los vecinos vernáculos, que se burlaban de ellos considerándolos un par de tanos locos.

La geografía ejerce una influencia que suele ser más fuerte que el amor y que las intenciones previas. En pocos días más, ambos se hicieron traer de Nápoles a sus respectivas esposas, anunciándoles que América era realmente la Tierra Prometida.

Carla, la esposa de Pietro, estuvo esperando a su primer hijo en pocos meses. Una noche en que la esposa de Giusseppe fue a hacerle compañía, su esposo lo invitó a Pietro como solía hacerlo y juntos hablaron de temas masculinos mientras bebían un vino barato.

Lamentablemente, Giusseppe tenía una codicia enfermiza que no conocía ética, así que aprovechó esa noche para emborrachar a su paisano y le hizo firmar un documento donde le cedía sus derechos sobre el hotel. Cuando Pietro se dio cuenta, quiso arrebatárselo, pero el socio fue más veloz, y anticipándose con un golpe certero en la nuca, lo dejó inconsciente.

Lo cargó hasta el primer piso. Apagó las luces del cuarto y luego de abrir la ventana, lo arrojó de cabeza a la calle.

Giusseppe sobornó a los que intervinieron en el caso y en poco tiempo fue exonerado.

A tres meses del nacimiento de Mario, el único hijo que tuvo con su difunto marido, Carla y su bebé dejaron Buenos Aires para mudarse a Rosario, lugar donde residían unos parientes de la viuda. Nunca le dio a Mario su opinión sobre la muerte de su esposo, por temor a que pudiera perder a su hijo en un intento alocado por vengar la muerte de Pietro. Había preferido de manera ingenua que el tiempo sanara las heridas que jamás se curan.

Sin embargo, treinta años después, una enfermedad terminal la obligó a confesarle un terrible secreto. Ella le comentó que a los dos días de fallecido, el fantasma de Pietro regresó para contarle la verdad de lo sucedido y le encargó que mediante un conjuro encerrasen a su espíritu dentro de un vistoso cofre dorado. Desde el día en que una gitana satisfizo su pedido, el cofre había permanecido oculto fuera de la vista del Mario.

Tres décadas más tarde Mario regresaría a una ciudad desconocida con muchas dudas y un solo destino. Finalmente llegó a la esquina del edificio ubicado en Barracas y los tres pisos de altura del Hotel California le hicieron saber que el asesino de su padre había prosperado.

Cuando firmó el registro bajo un nombre falso, estaba vestido con austeridad y lucía muy serio; además contaba con la ventaja de ser para Giusseppe un perfecto desconocido.

Al quinto día de hospedado, le pidió al dueño un día más de plazo para pagar la estadía diaria, con la promesa de que esa sería la única vez en que le solicitaría ese favor. Giusseppe accedió a regañadientes y juró que desde entonces no habría más excepciones. Durante los próximos tres días Mario pagó puntualmente.

Una tarde cualquiera de la semana siguiente, el dueño estaba en la recepción concentrado, revisando los gastos realizados en el mantenimiento de unas instalaciones. De pronto, se escuchó un portazo irrespetuoso y una risotada insolente en medio del hall de entrada. Mario llegaba tambaleando; caminaba y sus erráticos pasos denunciaban una borrachera imposible de disimular.

Cuando lo tuvo cerca, Giusseppe se dirigió a él en un tono severo:

—El Hotel California es un hospedaje decente. No puede llegar en esas condiciones dijo el viejo dueño.

—Perdón se disculpó. Estoy algo eufórico porque esta tarde la suerte me iluminó.

El aliento a whisky barato repelía a Giusseppe haciéndolo alejarse un poco. Pensó en ordenarle terminantemente al joven que abandonara el hotel en la mañana. No obstante, algo lo sorprendió:

—No fue mi intención molestar a nadie dijo Mario.

Luego extrajo del fondo de uno de sus bolsillos un grueso fajo de billetes. Tomó uno cualquiera y con él le pagó aquel día y las dos semanas siguientes.

Al otro día fue al Centro y regresó vestido de modo tal que hubiera despertado la envidia de más elegante dandy. Luego iría a cenar al más distinguido restaurante de la zona para asegurarse de que alguien lo viera.

Cuando llegó el jueves, Mario se dirigió a la recepción del hotel mientras un taxi aguardaba por sus maletas. Dejó su llave en la mano del dueño del hotel y le pidió encarecidamente que ninguna persona entrase en su cuarto hasta el martes, que era cuando él estaría de regreso.

Giusseppe le dijo que no se hiciera problema y le deseó buen viaje.

En el silencio de la madrugada del viernes, Giusseppe subió hasta el tercer piso. La quejosa escalera rechinaba a cada paso. Con gran sutileza introdujo la llave en la cerradura del cuarto de Mario y giró el picaporte con exasperante lentitud. Silencio.

Encendió la luz y vio el cuarto prolijamente arreglado. Dentro del ropero no encontró nada excepto una caja que resplandecía al fondo del único estante. Sus manos comprobarían que era un cofre metálico y luego lo apoyarían silenciosamente sobre la mesa. Con gran frustración descubrió que se encontraba vacío.

Estaba mirando su cara reflejada en el fondo del cofre cuando un ruido de la calle en el silencio de la madrugada lo distrajo. Se acercó a la ventana. Al abrirla observó que un perro negro ladraba con total insensatez en medio de la desolada calle. Luego se dio vuelta y quedó inmóvil de pavor. Pietro estaba frente a él. Tenía cerca de veinticinco años y estaba vestido igual que en el día en que lo había asesinado.

Un grito desgarrador acalló los ladridos del perro.

Esa misma tarde en la casa de Rosario, Carla y Mario escuchaban en la radio cómo el dueño de un hotel en Buenos Aires se había suicidado saltando de cabeza desde un tercer piso.

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Patapalo
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Un relato entretenido pero, a mi parecer, excesivamente expositivo. La prosa es muy limpia y agradable de leer, pero echo en falta algo de tensión, sobre todo teniendo en cuenta el tipo de historia que relata (con asesinato y aparecido).

Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.

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Félix Royo
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Yo básicamente le veo el mismo defecto de forma; al alejar al lector con el texto queda difuminado el argumento, es decir, que no incide más en el ánimo del lector que el que te lo contara vagamente un periódico de los años 60 (porque ahora la prensa narrativa está casi desaparecida).

El genio se compone del dos por ciento de talento y del noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación ¦

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Nachob
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Lo dicho, una buena historia, pero algo plana en la manera de narrarla. Demasiado previsible, demasiado expositiva. Se prestaba más a contar sin contar, a emociones más intensas.

Nada que un poquito más cera no pueda solucionar.

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