El cáliz de Axios

Imagen de Patapalo

Un relato pseudo histórico de Patapalo

Axios arrojó la copa de oro lejos de sí, y los ecos metálicos que esta levantó al rebotar en el suelo marmóreo se unieron al repicar de las espadas y los escudos. Babilonia estaba en llamas.

Las huestes de Alejandro habían irrumpido en la mayestática ciudad a hierro y fuego. Los persas caían bajo el filo de sus espadas, morían atravesados por sus lanzas. Babilonia, la divina Babilonia, había sido nuevamente conquistada. Y Axios se contaba entre los que disfrutarían del botín.

—Ven aquí, vieja cabra —reclamó al sacerdote de Marduk que, intimidado, observaba al ebrio oficial desde un rincón—. Es hora de que me conduzcas a los subterráneos del templo. Si es verdad lo que me dijiste, salvarás la vida. Si descubro que he abandonado a mis compañeros en mitad del pillaje para nada, sufrirás mucho hasta tu muerte.

El anciano se agachó en una suerte de reverencia y, sin pronunciar palabra, le conminó ostentosamente, con ambas manos, a seguirle por un corredor. Si Axios no hubiera estado tan borracho hubiera percibido el extraño brillo de sus ojos. ¿Horror?

Tambaleándose, embriagado de sangre y vino, el guerrero le siguió por sombríos corredores sin fin que, a suerte de laberinto, se introducían cada vez más en la tierra. Axios había leído mucho, y había recibido las enseñanzas de sabios eremitas antes de enrolarse en la armada macedónica. Una pitonisa había leído su futuro y el oráculo era claro: en el corazón de Babilonia liberaría una arcana magia, fuente de un gran poder.

Aquella noche había bebido hasta derrumbarse entre las ruinas de la gran urbe. Cubierto por la sangre de sus víctimas, había aullado de placer. Su momento se acercaba. Una muerte más y su destino quedaría sellado.

El sacerdote había prometido procurársela. Un sacrificio humano. Eso salvaría al viejo y le elevaría a él sobre todos los hombres. Sus labios cubiertos de vino reseco y sangre se curvaron en una sonrisa. Por fin habían llegado.

En la penumbra de la sala se adivinaban las figuras encapuchadas de los acólitos. Portaban velas que fueron encendiendo, uno a uno, de un gran brasero situado a los pies de la estatua de una criatura que no era hombre ni animal, sino un grotesco híbrido entre ambos. Durante la procesión ritual, los jóvenes salmodiaban un oscuro canto.

Axios lo escuchó como en trance. Sus ojos vagaban buscando la víctima requerida. Al final la vio, acurrucada en un rincón oscuro. Sin prestar atención a los encapuchados, que habían formado dos hileras flanqueando el camino, avanzó con pasos vacilantes.

¿Realmente iba a hacerlo? Observó a su víctima, una niña de apenas tres años. Ni siquiera sospechaba lo que le iba a ocurrir. Ni siquiera le asustaban los hombres de miradas vacías que abrían paso a su ejecutor. Quizá fuera mejor que abandonase aquel mundo de locura, se dijo para acallar el último resquicio de cordura.

Se arrodilló junto a ella y la miró fijamente a los ojos. No quería que se diera cuenta de cómo desenvainaba la daga que dentro de poco clavaría en su corazón.

Unas lágrimas surcaron su curtido rostro arrastrando sangre reseca, polvo y sudor. Los nudillos se tornaron blancos al cerrarse con fuerza los dedos en torno a la empuñadura y, entonces, su cordura se escapó por su garganta.

—¡Apiádate de mí! —aulló enloquecido.

Pero la criatura no conocía la piedad, y succionó su ser hasta dejar el cuerpo convertido en un pergamino arrugado de forma vagamente humana. Todavía con el aspecto de niña que había elegido para la ocasión, la siniestra deidad se alzó levitando, empapada en sangre, entre las sombras de la sala.

Los hombres de miradas vacías unieron sus voces a las de su ama formando un alocado pandemónium. Y las campanas del templo doblaron haciéndole eco. La llamada ascendía como las lenguas de fuego que consumían la ciudad.

Babilonia.

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