Fiery

Imagen de Soren L. M. Wright

Relato finalista del I Concurso de relatos negros y cortantes

Los oscuridad, espesa como la brea, ahogaba el despacho y sólo mi escritorio lograba salir a flote, bajo una luz amarillenta como los ojos de a quién sólo le quedan dos tragos antes de visitar su propia tumba. Los goznes de la puerta chillaron en el silencio, como madres que no puede alimentar a sus hijos; un ruido que se había vuelto demasiado habitual estos últimos años. Una silueta tan difusa como el límite entre la justicia y la venganza surgió de entre la neblina con sabor a nicotina.

—No son horas para ocultar la cara a un hombre suspicaz y armado —advertí con una voz aplastante e impasible como una avalancha de rocas, lograda tras décadas curtiendo mi garganta con los más fuertes y baratos aguardientes.

Como el goteo pausado pero constante de la sangre precipitándose desde un pedazo de carne colgado de un gancho, la afilada punta de sus tacones reverberó en la sala. La silueta definió forma y color. Cómo podría describirla. Sólo un artista lo sabría. Pero yo no era hombre de artes, sólo de hechos. Hechos rápidos y violentos. Sólo puedo decir de ella que no hay en este mundo quién haya contemplado curvas tan exuberantes como las que surgieron ante mí.

—Tampoco son horas para trabajos honestos —replicó con una voz dulce y pegajosa como la miel, cálida como el Infierno.

Por supuesto, no podía ser de otro modo. Esta clase de historias siempre comienzan con una mujer así.

—La gente que me encuentra no suele ser honesta —respondí con el tono impasible de la habitualidad.

—¿Ni siquiera los que le contratan?

Me recosté en mi silla, dejando que los hierros del respaldo me abrazaran hundiéndose entre los huesos de mi espalda. Un amistoso recordatorio de que no era la clase de hombre que pudiera permitirse un respiro largo. Examiné cada arco carmesí que la ajustada gabardina contorneaba en su figura y me permití soñar con qué bóvedas tan delicadamente perfectas se ocultaba bajo la pelliza de zorro que cubría su pecho, para perderme, finalmente, en aquellos grandes ojos negros, carentes de brillo; dos grandes pozos sin fondo enmarcaos en una infinidad de bucles rojos como las brasas de un buen cigarro.

—Esos siempre son los peores, muñeca, porque siempre están seguros de serlo.

—¿Y cómo sabe que no lo son?

—Porque siempre me pagan un par de noches antes de que alguien desaparezca —murmuré, eligiendo con cuidada práctica cada una de mis palabras—. Para ser honestos, no parece muy franco el hombre que confía a otro sacar su basura.

—¿Le gusta sacar la basura de otras personas? —musitó, deslizando su voluptuoso muslo sobre mi mesa.

—Me gusta pagar mis deudas. ¿A ti qué te gusta? —pregunté con una fingida seriedad, acompañada de una mirada penetrante, abierta a dobles sentidos.

El carmín de sus labios tembló antes de describir una sonrisa a la que no acompañaba el vacío en sus ojos.

—No mancharme las manos.

—Sacar la basura cuesta un nombre, una foto y mil dólares. Como poco.

Llevó su guante bajo la pelliza y extrajo un sobre que me tendió con la delicada firmeza de un director de orquesta. En contraste, arranqué de sus dedos escarlata aquel pedazo de arrugado papel marrón, desgarrándolo para ojear su nutrido contenido. Sentí un cubito de hielo deslizarse por mis entrañas.

El dinero estaba, también la foto y el nombre. El problema era de otra calaña.

—Señora... —carraspeé.

—Señorita —me interrumpió con un susurro tan sólido como el de una afilada hoja de guillotina.

—Señorita, me temo que no puedo aceptar su dinero.

Su esbelta mano enguantada quedó suspendida a unas pocas pulgadas frente a mi rostro, congelada como un fotograma, entre la enfermiza luz de la lámpara y la oscuridad que inundaba la habitación.

—¿Cuál es el problema? —musitó en un tono gélido como los callejones en las noches finales del año.

—Esta basura ya está en el vertedero.

Sus ojos permanecieron tan inmóviles como su mano. Media sonrisa se desmoronó en su rostro, dejando una cicatriz bermellón. Sospeché que una puñalada en el rostro le hubiera dolido menos.

—¿Cómo tiene esa certeza?

—Puede que yo mismo hablara con él poco antes de que desapareciera.

—Así que usted mató a Jacky “Songster” Dywer.

—Matar es una palabra muy fea que trae muchos pro...

Ni siquiera fui capaz de ver cómo lo hizo. Sencillamente, su mano dejó de estar frente a mí para encontrarse bajo mi barbilla, sujetando la empuñadura de un cuchillo cuyo filo ni siquiera llegué a ver. Sentí el helado tacto abrirse paso a través de mi carne, la fría mano de la Muerte amordazando unas últimas palabras en una garganta inundada de sangre.

—Dale recuerdos de su hermana cuando llegues al Infierno —susurró aserrando mis oídos con cada una de sus palabras, mientras retiraba el cuchillo.

Sentí cómo mi vida se derramaba rápidamente sobre mi camisa, tornándola del mismo color que su vestido. Mi vista se nubló y mi mente se desprendió de mi cuerpo, disolviéndose lentamente en la oscuridad, maldiciéndome una y otra vez mientras escuchaba mi dinero marchándose junto a aquellos pasos pausados como el goteo de la sangre, producidos por los tacones rojos que vestía mi particular Parca irlandesa.

Quien juega con fuego se quema y contra la mafia, tarde o temprano, todos los postores acaban por perder...

Imagen de Arriezu
Arriezu
Desconectado
Poblador desde: 05/12/2015
Puntos: 163

Excelente. 

Las metáforas propias del estilo noir, muy buenas, como buenos puñetazos destinados a romper el mentón más prognato. La de los tacones me ha gustado especialmente por sórdida y macabra.+

Los diálogos, que es otra de las bases del concuros, muy buenos.

El final, mejor. 

Como única pega la «trampa», si se puede llamar así, de que esté contada en primera persona y que el personaje muera al final. Pero es la opinión de un aficionado. 

 

 

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