Quien vela la paz de los muertos

Imagen de Patapalo

Un relato de Espejo Victoriano inspirado en la convocatoria de Entierros.

 

Encerrado en la cripta, mientras rezaba para que la puerta de bronce labrado resistiera un poco más, James MacAleese se decía que la culpa de todo la tenía sir John Lascomby y aquella estúpida moda de traerse recuerdos de las Indias. Estúpida sobre todo en su caso, pues ahí donde el resto de los licenciados de la Compañía de las Indias Orientales se contentaba con algún cuchillo curioso o una ridícula túnica de seda para aburrirse frente a la chimenea, él se había traído un maldito mausoleo. Uno en piedra negra, enorme, tan impresionante que hacía sombra a las cruces celtas seculares que marcaban el resto de las tumbas. A partir de ahí, nada había vuelto a ser lo mismo en el cementerio.

MacAleese no había servido en las Indias ni en ningún otro ejército: tenía de nacimiento un ojo tan torcido que nadie en su sano juicio le hubiera entregado un fusil. Sin embargo, estaba convencido de que, aunque lo hubiera hecho, seguiría sin entender por qué un hombre cabal se haría construir una tumba pagana en la buena Irlanda. Lo que hicieran en Birmania o Australia o donde demonios hubiera estado destinado sir John bien estaba para aquellos bárbaros que nada sabían del buen Dios, pero no para los irlandeses, y eso era algo que hasta un maldito inglés con ínfulas tendría que haber sabido.

Sí, desde luego todo aquello tenía que ser culpa suya. MacAleese no tenía ninguna intención de cargar con ese fardo ni colgárselo al pobre Patrick, que bastante había tenido con rendir el alma de aquella manera tan horrible. Tampoco al muerto, aunque, en este caso, el motivo era otro: prefería no pensar mucho en él, no cuando los arañazos arreciaban en el exterior y la puerta de la cripta gemía sobre sus goznes. Si al menos hubiera tenido un poco de whisky para pasar aquel mal trago...

La gente se reía de él, lo sabía, por borracho y por mirar de cruzado. A nadie le gusta tratar con los sepultureros y su aspecto y sus hábitos daban la excusa perfecta para no hacerlo. Eso era algo que nunca le había molestado. ¿Por qué iba a hacerlo? Él no se mezclaba en sus cosas, ellos tampoco en las suyas. El cementerio, una vez se cerraban las verjas, era suyo, y de él disponía como consideraba necesario. ¿Era aquello un crimen? Ya se encargaría al Altísimo de juzgarlo. Ellos, desde luego, no entendían lo suficiente para ejercer de jurado. Para eso hubieran tenido que ver el hambre que padecía Irlanda. No comprenderla, no: verla. Acogerla en sus propias carnes, como aquellos desgraciados que, por no poderse pagar ni un entierro, acababan en el rincón más sombrío del cementerio. A esos MacAleese no los tocaba. Tampoco hubiera podido sacar gran cosa de sus ataúdes sin desbastar porque él no los volvía a abrir solo en busca de alguna joya o alguna moneda olvidada en los bolsillos, sino también de su libra de carne.

De esa maldita libra de carne que, como buenos pecadores, tenían que pagar.

Patrick sí que lo había entendido todo. Ellos no eran ladrones de cuerpos, como los siervos viles que, según habían oído, facilitaban cadáveres para saciar la curiosidad mórbida de los burgueses y los aristócratas. No, ellos cobraban un tributo a los que habían engordado a costa de su maltrecho pueblo y la santa Carrigan los amparaba por ello, y eso era bueno. Era justo. Era necesario. Eso se decía MacAleese entre trago y trago y Patrick asentía con su cara de pasmado, contento de ser útil y apreciado por alguien, aunque fuera un viejo de mirada torcida.

Aquel atardecer, sin embargo, el chico estaba nervioso y dudaba. No paraba de santiguarse y de dar besos al crucifijo de latón que le había legado su madre antes de rendir el alma. De nada había valido que MacAleese le explica que por mucho hábito que llevaran, aquellos tipos no eran monjes ni nada que se le pareciera, y que lo que iban a hacer no eran ningún sacrilegio. Ni siquiera eran malos protestantes: solo unos estrafalarios de alguna de esas nuevas sectas traídas de Oriente. Si no, ¿por qué iban a haber solicitado que enterraran a su amigo lo más cerca posible de la tumba de sir John? No eran capuchinos ni carmelitas, eso seguro, porque no llevaban ni un crucifijo ni medio, y, además, solo un pagano del demonio hubiera querido dormir el sueño eterno a la sombra de semejante mausoleo. Por eso, no había tenido ningún remordimiento en volver a izar su ataúd en cuanto se despejó el cementerio.

Era una tarea sencilla y discreta. Rara vez se quedaba alguien después de las dos o tres primeras paladas de tierra aunque, tal y como estaban las cosas en Doughnach, con el hambre y todo eso, más les hubiera valido si en algo apreciaban sus muertos. Bastaba con que se levantara un poco de aire o empezara a cansarse el sol y todos escampaban como una bandada de cuervos cuando se les acerca un perro. En unos minutos podrían haber acabado aquel maldito trabajo, sobre todo porque MacAleese no contaba cobrarse tributo en carne de aquel cadáver. A saber qué les podía pegar un tipo así... Pero Patrick andaba tan nervioso y renuente que se les acabó haciendo de noche antes de poder desclavar la tapa. A esas alturas, ya iba todo rematadamente mal.

—Se ha movido —se sobresaltó el joven cuando se preparaban para sacar los clavos con escoplo y martillo. MacAleese se limitó a gruñir, pero no fue suficiente—. Te digo que se ha movido. Lo he oído.

Él también lo había oído, claro, pero tenía menos miedo tirándole de la lengua.

—Habrá echado el último suspiro —rezongó—. Ya sabes que a veces les da tan fuerte que se golpean con la tapa. Solo espero que no esté muy tieso, o no habrá forma de meterlo otra vez en la caja...

Patrick dio un paso atrás con los ojos como platos, sorprendentemente afectado por el comentario de su jefe. Este meneó la cabeza pensando cuán lelo era el pobre chico, pero no intentó detenerlo cuando se fue hacia la caseta musitando que necesitaban más luz. Tampoco les iría mal un farol, no. El problema es que entonces podrían verlos si alguien pasaba cerca del cementerio.

Echó un vistazo en derredor y sus ojos se posaron en el mausoleo de sir John. No le gustaba en absoluto aquel sitio, pero era el más cercano en el que cabrían con el ataúd a resguardo de miradas indiscretas. Además, lo sabía bien, la puerta no tenía más que un pasador, ni siquiera una mala cerradura, así nada les impediría entrar. De alguna manera, se le aparecía como una opción irresistible, ideal para lo que iban a hacer. Resoplando, arrastró la caja hasta su interior. A pesar de los años, seguía siendo un hombre fuerte, muy fuerte, y no necesitaba ayuda para algo así. Cuando Patrick llegó de vuelta con el farol encendido, caminando apresurado, él ya había tenido tiempo de hincar el escoplo entre la tapa y la caja y había empezado a hacer palanca.

—Me ha parecido oír la verja de la entrada —susurró a MacAleese—. Puede que haya entrado alguien.

—¿Y quién demonios iba a entrar a estas horas? —replicó, pero luego se mantuvo en silencio un minuto, con la mirada puesta en la puerta del mausoleo. Una cosa era apaciguar al chico y ponerlo en su sitio. Otra, comportarse como un imprudente.

Al rato, ignorando cómo temblaba su asistente, siguió haciendo palanca con el escoplo. La madera gemía y las cabezas de los clavos iban asomando poco a poco. No tardaría mucho. Entonces, empezaron los cánticos. Patrick se dio tal susto que dejó caer el farol, dejándolos a oscuras, y MacAleese se golpeó con la caja al levantarse con precipitación para ver el exterior.

Ahí estaban. Tenían que ser por lo menos cinco, pues había tres frente a la puerta y tenían las manos en alto, cogidas entre sí y con alguno más que no alcanzaba a vislumbrar, como si formaran un círculo alrededor del mausoleo. Llevaban las mismas túnicas oscuras que cuando habían traído el cuerpo, pero ya no tenían las capuchas puestas. Así, podía ver sus cabezas rasuradas cubiertas de intrincados dibujos que le hicieron pensar en víboras y culebras. Se sintió empalidecer aun sin alcanzar todavía a entender la magnitud del problema, pero antes de que pudiera hacer nada, la tapa del ataúd saltó por los aires y una sombra se abalanzó sobre Patrick y rodó arrastrándolo al exterior.

Tuvo un primer impulso de salir en ayuda del muchacho, pero en cuanto la luz de la luna iluminó a su agresor, se detuvo en el sitio sujetando con tal fuerza el martillo que hubiera podido quebrar su mango. Un instante después, corría a atrancar la puerta desde dentro.

No era posible, musitaba apoyado contra la plancha de bronce labrado. Era el muerto, el mismo muerto que habían empezado a enterrar hacía unas horas; y, a la vez, era otra cosa. No, sus ojos no le habían gastado una mala pasada, es que no había otra explicación. Si sus manos no se hubieran convertido en garras, ¿cómo habría podido destrozar así el cuello del muchacho? Y sus dientes. Oh, sus dientes. Había durado menos de un segundo, pero la imagen de aquella dentadura bestial chorreando sangre no lo abandonaría ya nunca. ¿Cómo había podido cambiar tanto en tan poco tiempo? Si al menos esos malditos encapuchados del demonio se callaran... pero seguían cantando, cada vez más fuerte, como el coro de una iglesia macabra. No chillaban aterrados ni los hacía callar la criatura. No, cantaban.

—Oh, Dios...

Encendió un fósforo y prendió de nuevo el farol para constatar lo que ya se temía: el interior del mausoleo no tenía pasador con el que asegurar la puerta. ¿Para qué demonios hubiera servido? Se apresuró a tomar la tapa del ataúd y buscó el modo de apoyarla en el relieve de piedra del suelo para apalancar la puerta. No pintaba muy sólido, pero no encontraba otra solución más inmediata. Estaba tan azacanado que no se dio cuenta al instante de que los cánticos habían terminado. Solo cuando él mismo se detuvo se apercibió del silencio, y este le cayó como una losa encima. Sobre su ominosa ausencia se escuchaban los repugnantes gorgoteos de la criatura al deglutir. MacAleese notó cómo una arcada lo sacudía y la bilis le quemaba en la garganta.

—James MacAleese —resonó una voz en el exterior—, ¿estás listo para tu renacer?

Su tono era tan imperioso que hasta la aberración de ultratumba había interrumpido su festín. El sepulturero estuvo a punto de derrumbarse. Le temblaban las manos y las piernas y sentía unas ganas de llorar como no había experimentado desde sus primeros años en el hospicio. Él, que creía que no tenía ya más lágrimas dentro, veía cómo sus ojos se humedecían y sus labios se agitaban.

—¡Iros al infierno! —chilló—. ¡Si alguno se asoma por esa puerta, le hundo el cráneo! —amenazó recuperando el martillo del suelo. Sin embargo, aquella bravata le sonó hueca incluso a sí mismo.

Los cánticos se reanudaron. Esta vez, sin embargo, ya no eclipsaban los gruñidos del devorador, sino que se mezclaron con feroces arañazos al otro lado de la puerta. MacAleese tuvo que volcarse contra la plancha de bronce y empujar con todas sus fuerzas. Aun así, de vez en cuando esta amenazaba abrirse y unas largas uñas se asomaban, fugaces y ansiosas, por el resquicio liberado. Sus viejas botas resbalaban sobre el enlosado y la tapa del ataúd se combaba tras cada envite. Una madera tan barata no contendría mucho a aquel monstruo.

Entonces, tal y como habían comenzado, los cánticos se detuvieron de nuevo. El sepulturero, perplejo, se relajó un instante; la criatura había dejado de empujar la puerta.

—James MacAleese —resonó de nuevo la voz—, nos has negado por primera vez. ¿Has encontrado ya la respuesta en tu interior? ¿Estás listo para tu renacer?

En vez de contestar, arrastró el ataúd vacío y lo volcó sobre la entrada. Luego tomó uno de los ídolos de piedra que decoraban la cripta y lo lanzó con considerable esfuerzo contra la puerta. Cuando levantó el segundo, los cánticos habían comenzado una vez más y la barricada se sacudía bajo nuevos asaltos. Al tirarlo, astilló con su peso el féretro, pero, lejos de comprometer el parapeto, bloqueó por completo el acceso: la plancha de bronce no giraba en sus goznes, sino que chocaba a las pocas pulgadas como un gong endemoniado. A cada golpe, una bocanada de aire fresco entraba en el mausoleo y le helaba el sudor en la espalda y el cuello.

Buscó a su alrededor más material para su barrera, pero tan solo había un par de jarrones demasiado ligeros. Sir John se había hecho enterrar bajo el catafalco, no había sarcófago a la vista, y ningún otro ornamento valía para reforzar sus defensas.

—Entonces —gruñó para sí mismo—, lo tendré que sacar de las entrañas de la tierra.

Buscó las argollas de la lápida y las tanteó. Aquello pesaba un quintal, pero el pavor que sentía ante el asedio no le dejaba pensar en otra cosa. Introdujo el mango del martillo en el aro y tiró con todas sus fuerzas para levantar la losa, con tanta energía que este se partió por la mitad. Tras recuperarse del shock, descartó los trozos de herramienta y tomó el escoplo para repetir la operación. Este estaba hecho en hierro, en una sola pieza, y, aunque se dobló por el esfuerzo, MacAleese consiguió levantar la losa una pulgada, dos, tres. Las piernas le ardían y sentía sus vísceras pugnando por salir por cualquier resquicio de su cuerpo. Pensó que las venas del cuello iban a estallarle, pero siguió tirando y tirando hasta tener que dejar caer, exhausto, la maldita piedra. Solo la había desplazado un poco, pero lo suficiente para que liberara el acceso a la tumba propiamente dicha: la losa ahora bailaba de cruzado sobre un amplio agujero situado en mitad de la cripta. Bajo ella se perfilaba el sarcófago de sir John.

—James MacAleese —insistió una vez más la voz del oficiante—, tú que has comido de la carne de los hombres, ¿estás preparado para tu renacer?

Babeando por el esfuerzo y el pánico, el sepulturero se metió en la tumba y empujó con todas sus fuerzas la lápida, desde abajo. Esta se desplazó rechinando sobre las baldosas hasta liberar el sarcófago de sir John, un elaborado trabajo de artesanía cubierto de motivos exóticos: hombres de ojos rasgados y sonrisas misteriosas de las que, a veces, asomaban colmillos, serpientes moteadas que cubrían como un complejo mosaico la mayor parte de la madera, árboles y estrellas tan estilizados que parecían meras decoraciones geométricas, criaturas fantásticas e idiogramas indescifrables... un galimatías que ante la febril mirada de MacAleese parecía retorcerse y palpitar. Ofuscado por el efecto óptico y la desesperación, arrancó la tapa del sarcófago.

Ahí estaba sir John. Incorrupto. Su rostro pálido estaba igual que el día en que lo enterraron, años atrás. Sereno. Frío. Asemejaba una estatua de cera bajo la luz del farol, tan perfecto que parecía que en cualquier momento fuera a abrir los ojos. Quizás por eso no se sobresaltó cuando lo hizo. O tal vez porque estaba demasiado agotado, porque tenía el espíritu quebrado por tantos terrores. De repente, tenía la impresión de que había abierto la tumba porque era lo que tenía que hacer, como si sufriera un espejismo emocional que lo anegara en un fatalismo bíblico. Ese era él, la llave. Había cumplido su cometido sin llegar a entenderlo por completo. Aquello le suscitó un horror tan profundo que solo pudo retroceder hasta salir del agujero.

—¿Ha llegado la hora? —preguntó sir John con una voz polvorienta, ajena a este mundo.

MacAleese asintió en silencio, con la cabeza, sollozando con una mezcla de alivio y espanto que ni él mismo alcanzaba a comprender. Luego, mientras el difunto se alzaba, despejó la entrada de la cripta y salió al exterior, renqueando de puro cansancio.

Ahí, entre las lápidas, con el cadáver destrozado de Patrick y el bestial resucitado jadeando junto a este en el centro, los encapuchados ya no se tenían de las manos, sino que las presentaban hacia él en un gesto de bienvenida formando un ceremonioso semicírculo. El sepulturero se tambaleó hacia ellos.

—Nos has negado tres veces, MacAleese, pero ahora estás preparado —anunció el que parecía el líder de los encapuchados y él, obediente, cabeceó afirmativamente y se postró a sus pies.

Entonces él impuso las manos sobre su cabeza y los cánticos comenzaron de nuevo, solo que esta vez el sepulturero unió su voz a las de sus hermanos. Rígido como una momia, sir John se asomó al umbral de su catafalco y los cánticos redoblaron de intensidad. Y MacAleese sonrió, desquiciado, porque aquello estaba bien. Era justo y, sobre todo, era necesario. Él, quien siempre había velado por la paz de los muertos, estaba convencido en lo más hondo de su corazón. Y con aquello bastaba. Aunque los hombres no lo comprendieran, aunque aquel ceremonial, de haberlo contemplado, los hubiera llenado de espanto.

De todas formas, él lo sabía bien, nunca habían entendido nada. Nada.

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torpeyvago
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¡Qué pedazo relato!

Escalofriante desde el principio —cosa que no es nada fácil— te lleva por los horrores del canibalismo, la necrofagia, los no muertos, sectas orientales... Y de ambiente, sorpresa, un cementerio irlandes, quiero suponer que durante la hambruna de la patata, con saqueadores de tumasb incluidos.

La prosa perfecta desde mi humilde opinión, y tan solo destacaría que en agún momento ha llegado a distraerme algo de la historia al final del primer tercio. Quizá por repetición de determinada información, pero, en cualquier caso, es algo muy leve.

La verdad es que me ha encantado.

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En un lugar de La Mancha de cuyo nombre me acuerdo perfectamente...

https://historiasmalditas.wordpress.com/

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