Carta desde El Cairo

Imagen de Patapalo

Un relato epistolar ambientado en el universo de Espejo Victoriano

Estimada señorita Carter:

Lamento comunicarle que mi estancia en Egipto ha de prolongarse de un modo indefinido. Mis esperanzas de encontrarla en Londres para hacerla partícipe de mis investigaciones, por lo tanto, se han visto frustradas. No puedo expresarle hasta qué punto me siento decepcionado por ello. Bien sabe cuán intenso era mi deseo de conocerla en persona y poner por fin rostro a la inteligencia detrás de las cartas que he recibido estas últimas semanas. Espero que no se sienta contrariada por mi franqueza ni, en la medida de lo posible, por este súbito cambio de planes. Confío así mismo en que al terminar la lectura de estos pliegos pueda entender mi resolución y aprobar la misma. También, que vea saciada, aunque sea solo en parte, la curiosidad que, sin duda, suscitaron mis últimas misivas. Cada vez estoy más profundamente convencido de que los descubrimientos que he realizado en esta tierra misteriosa serán claves para sus propias investigaciones. Al menos, esas son las esperanzas que albergo.

La prometedora pista de la que le hablaba en mi anterior carta ha resultado todavía más fructífera de lo que aventuré en un principio. Más, de hecho, de lo que hubiera podido imaginar en mis más optimistas sueños. Ahmed Mansur es sin duda un truhan y un liante, pero sus contactos entre los traficantes de la ciudad son sólidos y productivos. No es que apruebe, bien lo sabe, los comercios a los que se libra, ni sus métodos, tan cercanos a la esclavitud de la época de los faraones, pero es el único camino para acceder a ciertas piezas. La construcción del canal que ha de comunicar el Mediterráneo con el mar Rojo ha acelerado esta sórdida industria extractora que expolia a los muertos para satisfacer a los vivos, a veces por los motivos más espurios o banales; cada día salen a la luz cientos de nuevas piezas, se desentierran templos, se profanan tumbas, son demolidos monumentos o abatidas para siempre sus ruinas, a las que solo les queda el olvido del desierto. Como una bandada de buitres, los traficantes de antigüedades rondan los campamentos de los obreros para rapiñar cualquier objeto susceptible de ser vendido, sea digno o no de ser expuesto en un museo o en la colección privada de un coleccionista. Poco importa cuando unas cuantas piastras están en juego. Es difícil hacerse una idea de la actividad febril que se desarrolla en torno a tan magno proyecto. Es cierto que su objetivo es traer el progreso y la prosperidad a este atrasado país, pero en ocasiones da la impresión de que nos ha llevado de vuelta a los tiempos del profeta Moisés en Egipto, donde la explotación, el abuso y la miseria empujaban a los miserables a convertirse en ladrones de tumbas.

He de admitir, por mucho que le duela a mi orgullo, que sin la intercesión de Ahmed Mansur me hubiera sido imposible navegar en unas aguas tan turbias como estas. Es fácil naufragar entre las promesas de los traficantes, que tienen mucho más de embaucadores y feriantes que de mercaderes y que invierten más tiempo en inventar fábulas sobre sus productos que en intentar comprender de dónde proceden precisamente o qué interés histórico suponen. Un día te piden una fortuna por la momia de un gato, que aseguran de una antigüedad que rivaliza con las propias pirámides, y a la mañana siguiente te la intentan colar, junto con otra docena, por menos de una piastra en un tenderete del zoco. Para ellos, nada de lo que exponen en sus puestos y sus tiendas tiene un valor auténtico, sino que solo brilla en función del deseo que mostramos por ello. Además, nunca te dejan el tiempo ni la tranquilidad para estudiar las piezas propuestas, de tal manera que es fácil cometer un error de estimación y equivocarse al datarlas. No le cuento todo esto por lamentarme, sino para que esté al corriente de la situación del mercado y para que comprenda que, sin los contactos necesarios, uno se encuentra en un callejón sin salida, porque ¿quién podría tratar adecuadamente con esta gente?

No obstante, es difícil conseguir dichos contactos. Sin la mediación de Ahmed jamás me hubieran acogido en la casa de Ibn al-As y nunca me hubiera encontrado en la situación en la que estoy ahora. Permítame que le cuente alguna de las maravillas de aquella mansión, que sin rubor podemos llamar palacio y que a mis ojos, sin duda románticos pero también educados, se aparecía digna de un relato de «Las mil y una noches». Se trata de un lugar lleno de encanto, enclavado en un vergel a no más de diez millas de El Cairo y otras tantas del majestuoso Nilo, lo suficientemente cerca para disfrutar de sus bondades, pero protegido en un altozano de las terribles crecidas que experimenta el dios-río todos los años. Sus alrededores están sembrados con palmeras que producen dátiles en abundancia y protegen la tierra del sol, pero en sus jardines amurallados crecen muchos otros tipos de árboles, como hermosas higueras que llaman sicomoros, así como arbustos ornamentales cargados de flores que llenan el aire de densas fragancias dulzonas y evocadoras. Los estanques, en los que flotan los nenúfares y nadan pececillos de colores, reflejan las ventanas cubiertas de celosías y las hermosas decoraciones geométricas que reproducen fragmentos del Corán, tal y como es la costumbre islámica, que prohíbe la reproducción de animales y seres humanos por estar reservada esta potestad tan solo a Dios. No se lleve a engaño, sin embargo, tal y como hice yo en su día: no se trata de una muestra de su devoción, sino de una simple inercia estética ligada a su cultura: en otros aspectos, como la prohibición del consumo del vino, se muestran muchos más laxos. De hecho, aquí y allá, tanto en el interior del palacio como en los rincones de sus jardines, se podían encontrar estatuas de la Antigüedad, unas provenientes del misterioso Egipto de los faraones, otras de la época en la que Alejandro Magno estableció a Ptolomeo como rey de estas tierras o incluso de cuando Julio César se disputó con Marco Antonio los favores de la hermosa Cleopatra. Aquellas muestras de idolatría no parecían molestar a nadie, como ocurre en general en todo Egipto.

Había algo maravilloso y a la vez inquietante en aquel vergel y en los salones arbolados de columnas a los que nos condujeron. Quizás fuera el influjo de la luna, que bañaba con un tono irreal las arenas del desierto y las aguas del Nilo por igual, o tal vez la melodía que interpretaban los músicos invitados a la fiesta, ocultos en los rincones y tras las celosías, como princesas cautivas de un cuento de la Alhambra, presentes y fugaces, apenas entrevistos como fantasmas. Esos contrastes me llenaban de zozobra y aprensión, como las sonrisas de los sirvientes, a la vez dóciles y serviciales y también socarronas y opacas. El ambiente general era de misterio, una atmósfera que el frescor y esa particular oscuridad argéntea de la noche egipcia resaltaban. Y ahí me encontraba yo, dispuesto a encontrar al más reputado de los traficantes de antigüedades de El Cairo en cuanto a curiosidades macabras se refiere.

Ibn al-As es un hombre que mueve a engaño. De aspecto afable y obsequioso, cualquiera diría que, con su prominente barriga y sus bigotes aceitados, no es más que un bonachón y algo ingenuo comerciante. Sin embargo, bajo los ojos maquillados de mirada viva y sus vistosas ropas de seda se oculta una víbora con voluntad de hierro habituada a que los hombres la obedezcan como si fuera mejor que todos ellos. Como si se tratara de un designio divino o del orden natural de las cosas, considera normal que los demás se plieguen a sus deseos y los considera poco más que animales parlantes, de una inteligencia limitada y solo buenos para el servicio.

Por supuesto, conmigo se cuidó mucho de mostrar esta faceta terrible de su carácter, pero su reputación es conocida de sobra en todo el delta del Nilo. Ahmed Mansur me había prevenido al respecto y bastaba una mirada a su obsequiosa corte de aduladores para darse cuenta de que era un secreto a voces. Hombres terribles, estos sátrapas bárbaros, una palabra de los cuales basta para hacer caer en desgracia a una familia entera. Aunque se dirigía a mí con una cordialidad untuosa, no pude evitar sentirme soliviantado por lo que representaba; sin embargo, supongo no llegó a percibirlo, pues durante toda la velada se esforzó por hacerme sentir especial y agasajado.

¿Qué contar de aquella noche increíble? Habré de empezar de un modo gradual, ya que, de lo contrario, resultaría difícil dar crédito a todo lo que voy a relatar. Nos acomodaron en un patio descubierto, donde los árboles atenuaban el mordisco del sol durante el día y apenas velaban el hermoso manto de estrellas durante la noche. Una fuente de mármol blanco, que brillaba como un fantasioso esqueleto en las sombras, hacía titilar hilos de agua que refrescaban el ambiente y se desangraban en varios estanques donde retozaban odaliscas vestidas con velos entre pececillos de colores, como ninfas ocultas tras velos y nenúfares. Los sirvientes de al-As habían dispuesto cojines de seda en distintos lugares del patio, de tal manera que se formaron grupos tal y como establecía la etiqueta de estas gentes.

El mío se encontraba en una posición central, seguramente para lucirme ante el resto de los invitados y, al mismo tiempo, satisfacerme con una localización de honor. No muy lejos estaba el grupo de músicos que con sus zumbantes flautas, sus tamboriles y sus alegres panderetas envolvía la noche con empalagosas melodías, dulces, pero también algo cargantes, como los pastelillos de miel y almendras a los que son tan aficionados. Al son de estas canciones danzaban jóvenes apenas vestidas, tal y como se muestran en los osados lienzos de algunos orientalistas. Nadie parecía particularmente sorprendido ni atraído por el espectáculo, pues a pesar de que en la ciudad por norma general las mujeres andan cubiertas con túnicas y velos de los pies a la cabeza, en ambientes como estos la desnudez de las muchachas se considera algo habitual, tal y como lo fue, tal vez, en tiempos del Imperio romano. Nuestro mismo anfitrión parecía mucho más interesado en sus invitados, y en mí en particular, que en las hermosas jóvenes que bailaban para nuestro deleite. Sin duda, era una distracción concebida para que bajáramos la guardia.

Del mismo modo habían preparado la comida. Esta se sirvió sin cesar, en hermosas bandejas de plata de las que tomábamos aquello que deseábamos sin límite ni tener que esperar lo más mínimo. Ardientes especias, indómitas como las arenas del desierto, se maridaban con el dulzor de la miel y el frescor de la menta y otras hierbas aromáticas. Naranjas confitadas se alternaban con pastelillos de carne, el cordero guisado con trozos de calabaza tostada a la parrilla. Eran delicias de una delicadeza sorprendente, que incitaban a comer más y más para combinar los sabores y apaciguar las sensaciones que suscitaban en nuestros paladares. Para ayudarnos en el empeño, nuestro anfitrión había ordenado que se sirviera sin descanso un vino joven cortado con agua helada, que nos refrescaba al tiempo que embotaba nuestros sentidos bajo los influjos de aquella música hipnótica. Pude constatar que, aunque era el único occidental presente en aquel banquete, no disfrutaba en solitario de aquella bebida embriagadora: también los mahometanos, sin mostrar el mínimo pudor, recato o disimulo, trasegaban con alegría de sus copas plateadas, e incluso nuestro anfitrión se permitió alzar la suya hacia mí, en un mudo brindis, antes de dar un nuevo trago entre sus bigotes cubiertos de grasa de cordero.

No es de extrañar que ante todos aquellos estímulos, en la irreal atmósfera de la noche egipcia, mis sentidos se vieran desbordados. En una sucesión en apariencia interminable fueron puestos a prueba por bailarinas, poetas de hermosas e incomprensibles voces, artistas que tragaban fuego, sables e incluso serpientes, acróbatas y contorsionistas, cuentacuentos y doctores en filosofía que intentaron espolear nuestras mentes con intrincados discursos en árabe clásico, animales que jamás hubiera pensado que existían todavía y otros que hubiera dado por imaginarios, y, en definitiva, un sinfín de maravillas destinadas a humillar nuestro orgullo y hacernos entrever los tesoros a los que podríamos acceder si aceptábamos pagar el precio estipulado.

Como le decía unas líneas arriba, estos vendedores de reliquias tienen más de feriantes que de mercaderes, y todo este espectáculo habría de ser cobrado cuando firmáramos la compra de las piezas tras las que iba desde hacía ya varios meses. Estaba prevenido al respecto. Por eso, supe contener mi emoción cuando, tras retirar a los cocodrilos que habían formado parte del último número, una docena de criados dispuestos estratégicamente retiraron los lienzos oscuros que habían ocultado las más importantes estatuas de la transacción.

Ante nuestros ojos aparecieron sarcófagos cubiertos de oro y magníficos jeroglíficos, catafalcos tallados en malaquita, obsidiana y otras rocas preciosas, esfinges de expresiones burlonas en cuyos cuerpos se habían consignados secretos nefandos, torsos de faraones cuyos nombres habían sido borrados por dinastías posteriores, estelas destinadas a conmemorar los más grandes logros de los difuntos que en aquellos momentos subastábamos. Y como si todos aquellos tesoros no fueran suficiente, otra docena de serviles asistentes emergió de las sombras con los brazos llenos de las más maravillosas piezas de quién sabe cuántos ajuares funerarios: vasos canopios, jarras de oro, delicados barcos solares, grotescas momias de animales protectores, máscaras mortuorias, papiros que consignaban las claves para burlar al devorador de almas, joyas, armas, amuletos, vasijas, utensilios olvidados... La visión de todas aquellas piezas únicas cortaba el aliento. Y al-As, comediante experimentado, había dado orden a sus músicos para que interrumpieran sus melodías y así realzar la solemnidad de aquel momento.

En ese instante, aprovechando el denso silencio admirativo de su audiencia, nuestro anfitrión se dirigió a mí directamente por primera vez en la velada. Utilizó el francés como idioma para comunicarse, para mostrar que es un hombre cultivado, pero su acento me llenó de repugnancia: había un deje impostado en su pronunciación que delataba la terrible máscara tras la que se ocultaba aquel tirano. Sus palabras también estaban llenas de ambigüedades y ángulos oscuros.

Me dio la bienvenida a su humilde morada (así fue cómo la denominó) y a su país con la obsequiosidad que mostraría un lobo ante un cordero despistado, y me habló de las maravillas que moran bajo las arenas del desierto. Que moran. Ese fue el término que utilizó, como si se tratara de seres vivos, quizás civilizaciones enteras, que no hubieran muerto del todo, sino que esperaran su oportunidad para resurgir de los dominios de ultratumba. Habló de la belleza que pervive más allá de la muerte, de los conocimientos arcanos que permiten engañar a la segadora, al devorador de almas, y de los saberes que hombres más aguerridos que nosotros consignaron en papiros secretos y grabaron en piedra para que no cayeran en el olvido. A medida que avanzaba su discurso, una llama prendió en sus pupilas, un brillo tan evidente que incluso los que no comprendían la lengua franca se agazaparon en las sombras, se hicieron más pequeños, mientras que los que sí lo hacían, aquellos filósofos que habían sido invitados para abrir nuestros horizontes, movían la cabeza con pesadumbre y desaprobación. El mismo Ahmed Mansur me tomó del antebrazo, como si quisiera conminarme a aceptar su propuesta sin mayores negociaciones, ¡como si hubiera podido regatear ante aquel despliegue, como si hubiera podido contener mi emoción!

Entonces, cuando quedó claro que mi codicia había sido colmada y mi curiosidad, exacerbada hasta seducirme más allá de toda prudencia, Ibn al-As anunció la última sorpresa, su postrer regalo, con el que deseaba sellar el acuerdo comercial de aquella noche y terminar de mostrar su poder.

Salió de un rincón en penumbra, de detrás de un arbusto aromático que, sin duda, había ocultado el rancio hedor de sus vendajes. Era una sombra desvaída, sucia, melancólica, cubierta de vendas amarillentas que solo dejaban espacio para unos ojos de mirada triste y oscura como la obsidiana. No se movía como los hombres, sino encorvada, como un animal hostigado y acostumbrado a los varazos de su amo. Era tan miserable que toda la embriaguez del vino desapareció de inmediato de mi cuerpo. ¡Cómo se podía someter a lo que había sido humano a una humillación semejante! Ser arrancado de la tumba para disfrute de los convidados a una fiesta... El resto de los comensales, sin embargo, aplaudían y reían, los mismos músicos los animaban a ello con un nuevo repertorio de canciones alegres. La momia (pues era eso: una momia) miraba a derecha e izquierda como una animal acosado, aterrorizado, despojado de toda dignidad frente a sus nuevos amos. No estaba actuando, sino que se veía embargada por un terror más allá de todo límite. No debía estar ahí. No debía.

Los invitados, y las bailarinas, y los músicos, y los sirvientes (sí, incluso los sirvientes, a pesar de que habían de conocer la verdad), actuaban como si no fuera más que un divertimento, un actor disfrazado para un ejecutar un entretenimiento bufo y cruel, pero aquel hedor era inconfundible. Todo aquel que haya visitado una tumba apenas abierta o diseccionado una auténtica momia es capaz de reconocerlo.

No, no era una impostura. O quizás lo fuera tan solo la fingida normalidad ante aquella desdichada criatura, esclavizada y atada a la voluntad de Ibn al-As. Este me miraba con sus ojos brillantes, con una fijeza burlona, y alzaba hacia mí su copa, consciente de que yo, entre todos, comprendía el significado profundo de aquel pequeño último espectáculo. No necesitaba que la momia hiciera nada en particular. Ni siquiera que se presentara con pasos ominosos y un aura aterradora. Era la prueba semoviente de que aquel traficante tenía acceso a los secretos que tanto ansiamos.

Muy a mi pesar, alcé a mi vez la copa, sellé el pacto. Como comprenderá, señorita Carter, he de seguir esta pista hasta las últimas consecuencias. A lo largo de la noche no pude acercarme más a aquel macabro prodigio ni sonsacar a nadie al respecto. Todos lo consideraban un mero artificio. ¡Ojalá lo fuera! Esta carta, junto con algunas anotaciones en mi diario, son el único testimonio de lo que he contemplado. Se las confío con toda mi confianza, sabiendo que sabrá hacer un uso adecuado de este conocimiento.

Espero poder darle más noticias dentro de poco. Si no las recibiera, si esta fuera la última carta que recibe de mi puño y letra, sea prudente, se lo ruego, y guarde siempre en su corazón la certeza, la certidumbre, de mi admiración y cordial afecto.

Sinceramente suyo,

Dr. James Seagul

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